Fui a Valparaíso para pensar en la pólvora. No es que fuera con esta intención al puerto chileno, pero lo cierto es que el destino lo dispuso todo para que, en la terraza asombrosa del hotel Brighton y ante los fuegos artificiales de fin de año en la bahía, yo acabara teniendo la impresión de que había ido hasta allí para pensar seriamente en la pólvora.
Los noticieros de las televisiones catalanas y españolas reflejan sólo pálidamente, siempre con ese tono azul y neutro que iguala engañosamente cualquier noticia del mundo, la tensión que se vive en un Chile donde todavía se huevea con una transición que no ha llegado nunca a una verdadera democracia. Todavía hay un problema criminal grave, no resuelto. Hay que viajar a ese país para vivir de cerca la alta tensión política no recuerdo haber visto una derecha tan inculta y fascista que empobrece la vida de este país que me ha seducido con la misma contundencia que exhiben los fuegos artificiales que en Valparaíso surgen en fin de año de los barcos anclados en la bahía, con esas sirenas inolvidables retumbando en la noche imponente, como si estuvieran evocando una batalla antigua: toda una excepcional respuesta eléctrica y un desahogo pacífico en el Pacífico por parte de quienes, con el fuego de los demócratas, parodian año tras año la siniestra pólvora pinochetista.
Que a esas alturas la parodia no haya perdido su sentido de protesta dice mucho de la situación en que se encuentra la democracia chilena. Viendo los fuegos artificiales, yo me quedé pensando en la terraza del Brighton en unos versos de Pablo Neruda, que tuvieron algo de premonitorios de los tiempos de pólvora ciega que asolarían al país en el 73 y cuya alargada y terrible sombra todavía se proyecta sobre un Chile fascinante que merecería otra historia: "Hay cementerios solos,/ tumbas llenas de huesos sin sonido,/ el corazón pasando un túnel/ oscuro, oscuro, oscuro…"
Hay tumbas llenas de huesos de los desaparecidos, pero hay también, o quiero verla, la necesidad de ser optimistas y apuntar que la detención de Pinochet en Londres fue en el fondo positiva, pues dejó al descubierto lo frágil que era la transición chilena esa que, por cierto, tanto alabaron Felipe González, Kohl o Soares, y eso acabó permitiendo que los jueces descubrieran que podían empezar a hacer justicia, algo a lo que no se dedicaban desde el fatídico 73.
Puedo escribir las frases más tristes esta noche, pero prefiero ser optimista y desearles el Bien y la vida en rosa a los amigos chilenos que, desde la quietud de este atardecer barcelonés, añoro. Nostalgia de las risas eléctricas de Paula, Carolina, Roberto, Andrés, Gonzalo, Rodrigo, Alejandra y compañía: la pólvora real de Valparaíso.
Fue el escritor Roberto Brodsky primero y poco después Cristian Warnken quienes dispararon una flecha al azar, que me ha dejado leyendo la asombrosa obra de Juan Emar. No hay un solo viaje al extranjero donde no me aparezcan uno o dos escritores raros del país visitado. Vienen a mí con la misma naturalidad con la que me llegaron las flechas del azar de Brodsky y Warnken, la misma con la que me llegaba siempre el calor infinito de los días chilenos. En Chile, han sido dos raros, dos escritores que he descubierto y que aquí ahora celebro. Omar Cáceres, por una parte. Juan Emar por la otra. El primero tocaba el violín en una orquesta de ciegos. Al segundo hay que situarlo en la brillante constelación marginal de los marginados de la literatura latinoamericana. Emar se llamaba en la vida civil Álvaro Yáñez y había tomado su seudónimo en el París de los años veinte, lo había tomado de la expresión francesa J'en ai marre, es decir, tengo fastidio o, como dicen los chilenos, tengo lata.
Escribiendo sobre Mauricio Vacquez otro marginal chileno, acaba de publicarse en su país Epifanía de una sombra, conmovedor y extraordinario libro póstumo, Jorge Edwards relaciona a este escritor con el mundo periférico de Juan Emar, de quien nos dice que tenía "este Kafka chileno (tal como lo definió Neruda) una obra extraña sepultada en un baúl, obra que parecía el prólogo de un prólogo, la burlona y a la vez nostálgica introducción a una novela infinita y, por lo mismo, imposible".
Yo creo que César Aira es el heredero en la tierra de Juan Emar. Desde los tiempos en que leía a Aira y me reía con su humor involuntario, nunca me había reído tanto como estos últimos días leyendo los libros de Emar, con esas historias extraordinarias que he encontrado en su libro Diez, por ejemplo, donde el autor despliega en toda su amplitud lo que alguien llamó "lógica trituradora".
"Diez está formado nos dice Pablo Brodsky, estudioso de su obra por 4 animales, 3 mujeres, 2 sitios y un vicio, contemplando un orden y una distribución piramidal o triangular que, internamente, entregará las claves para su desciframiento".
Cuando Emar se ponía serio, hablaba del deseo y decía frases de este estilo: "El deseo desenfrenado de liberarme de esta maldita tierra, de este mundo, de esta sociedad pequeña y ruin, donde sólo tienen cabida las bajezas, donde imperan la injusticia y la mediocridad, donde nunca se premia el verdadero valer, donde los prejuicios, cual redes, atan todo movimiento de libertad".
Se diría que está hablando del Chile de ahora, pero es el Chile de antes, el mismo que cuando Emar murió en abril de 1964 le dedicó en las páginas de El Mercurio unas breves frases: "una extraña personalidad que pasó por la vida como un inadaptado y un rebelde […] Acaso logrará su arte imponerse algún día".
Pues bien, se está imponiendo después de los tiempos de la pólvora; se está redescubriendo una escritura que otro tiempo quiso borrar. Es otra nota de optimismo para encarar el futuro de un país que merece otra historia, como la merecía la obra de Emar con su inquietante invitación a un viaje hacia el Más Allá, quizás simplemente hacia la libertad. –