Nuestra entrada al mundo del derecho, dice Paul Ricoeur, es con un grito: “¡Esto es injusto!” Es el grito de indignación del niño, la definición negativa de justicia que rechaza y se rebela. Los primeros otros han interferido en la misteriosa pero sensible frontera que separa lo justo de lo injusto, perceptible ya en una conciencia infantil que ha localizado su individualidad en el breve universo de las relaciones humanas primarias. El hecho es que entramos al mundo del derecho desde la injusticia: un pastel repartido en trozos desiguales, una promesa paterna o materna incumplida, un castigo desproporcionado a la falta, un yerro pasado por alto, una infracción castigada por partida doble, un escarmiento sin culpa, un privilegio arbitrario. La receptividad infantil de lo injusto suele ser aguda: se percibe la impunidad lo mismo que la desmesura, la ambigüedad tanto como la reiteración de la norma, la contradicción entre reglas, el extraño modo que a veces tiene la autoridad familiar de ejercer la compleja pero fundamental tarea de impartir justicia doméstica.
En la niñez la noción de justicia es primeramente igualdad (equidad), no legalidad. Lo que importan son los repartos exactos, casi aritméticos. Trozos desiguales de pastel pueden echar a perder la fiesta. A esta noción básica de justicia le sigue la conmutativa, la que dirime diferencias y peleas. La educación autoritaria, decía Bertrand Russell, produce ciudadanos autoritarios; pero la permisividad indiscriminada los produce autoritarios y prepotentes. Han mutado los procedimientos, no la sustancia; el sentido de autoridad se ha vuelto difuso y la educación autoritaria se ha fragmentado: ahora es también ambigua, incierta, distante, contradictoria, imprevista. Además, ya no hay tiempo para ejercerla. El arbitrio paterno o materno, antes presencial (principio de inmediatez), ahora es también telefónico (muy pronto puede ser por correo electrónico o mensajes de texto) e inevitablemente sumarísimo; intenta ser justo (imparcial) y acaba siendo manifiestamente injusto (violaciones graves al procedimiento). La mediación que ejercen los adultos para resolver conflictos entre menores empieza arbitralmente y suele terminar arbitrariamente.
En el hogar no hay leyes positivas que provean a los padres de etapas y plazos procedimentales. La pregunta infantil más cercana al derecho procesal se la escuché una vez a un niño de edad preescolar que increpó a su atareada madre: “¿Cuándo es ahorita?”
Los estudiosos del derecho y de la ciencia política apenas se han interesado por la formación de las nociones de justicia. Cuando John Rawls examina las “convicciones bien fundadas” y la “adquisición del sentimiento de justicia”, aspectos relevantes de su Teoría de la justicia (1971), provoca un debate entre filósofos, juristas y politólogos que pronto cumplirá cuatro décadas. Rawls reabre las puertas a los contenidos éticos y una conclusión se impone, desnuda y limpia: las ciencias humanas también son ciencias morales. El pluralismo ético es tan real como el político. Sin embargo, es positivo que en el debate de la justicia se hayan retomado temas subestimados por las malas lecturas del positivismo jurídico: bondad, solidaridad, cultura de la legalidad, socialización y comunicación del derecho, educación formal e informal de la ciudadanía, conocimiento y obediencia del derecho, legalidad no escrita, ejemplaridad… La polémica, no obstante, se mantiene en el nivel teórico. No hay todavía, en los contenidos de la educación básica, una formación práctica en y para la justicia; no la hay en las leyes del país y menos en los procesos judiciales, y menos aún en las normas que nos rigen en el reducido espacio donde convivimos con los inmediatos. Necesitamos esas ideas prácticas de justicia que Amartya Sen propone para el mundo real.
En la educación básica, fuera de los reglamentos que se entregan a los padres al momento de la inscripción de los hijos, las materias de civismo y de educación cívica apenas rozan la memoria de los alumnos. Nuestra segunda entrada al mundo del derecho es desde la ilegalidad: en la calle la regla general es la violación de las normas de convivencia elemental. En la escuela aprendemos que es deber de los ciudadanos respetar las leyes del país, pero en la calle descubrimos que son las leyes del país las que no respetan a los ciudadanos, y que estos corresponden de un modo desproporcionado.
El espíritu reformista de la justicia mexicana se parece a la Acción Paralela de Robert Musil en El hombre sin atributos: pensamos en kilómetros pero ignoramos la distancia de un milímetro. Se habla de la necesidad de un nuevo pacto social, de grandes reformas estructurales; se formulan proyectos de largo aliento, planes integrales, operaciones conjuntas, acciones coordinadas, visiones de estado, cambios profundos y radicales… En la celebración de nuestro bicentenario no ha menguado el gigantismo de los proyectos nacionales. Con su apacibilidad darwiniana, Musil diría que es el mismo que el de los mastodontes prehistóricos que fueron víctimas de su propia grandeza. Como en la Acción Paralela de nuestros sueños públicos, no sabemos por dónde empezar; ignorándolo, siempre iniciamos desde lo alto, desde la montaña que se desgaja y nos aplasta. ¿Qué pensador de la justicia decía que empezar desde arriba supone correr el riesgo de precipitarse abajo? ¿Y qué hay abajo?
Antiguamente se caricaturizaba a los municipios diciendo que los alcaldes tenían dos obligaciones: remozar el quiosco y organizar la fiesta del pueblo. Los tiempos cambiaron, las ciudades crecieron desordenadamente y a los presidentes municipales se les impusieron otros deberes políticos: pagar la fiesta del día del maestro y recoger la basura. Sólo recientemente la mayoría de los ayuntamientos tiene recursos importantes y una autonomía política y económica sin precedentes, pero ha desaparecido del escenario idiomático el viejo ideal de que los municipios son escuelas de democracia. Las administraciones municipales se han profesionalizado y en el proceso los gobiernos se han vuelto inalcanzables, pequeños castillos adonde no se puede ascender o laberintos procedimentales que impiden salir a quienes lograron entrar. La mayoría de los alcaldes modernizaron su discurso y sus proyectos: crecimiento económico, inversión extranjera, creación de miles de empleos bien remunerados, hospitales especializados, centros de convenciones, obras monumentales… Los servicios públicos básicos (limpieza, transporte, uso razonable del suelo y el agua, alumbrado, seguridad urbana, vialidades, brechas y caminos en comunidades rurales, miles de pequeñas obras de retención y almacenamiento de agua pluvial) son tareas de poca importancia para las modernas autoridades municipales, que han olvidado la que tal vez sea la más trascendente de sus responsabilidades públicas: educación y justicia cívicas, cimientos del enorme y complejo edificio de nuestra democracia representativa.
¿Hace falta recordar que la democracia es el poder desde abajo?
Entramos a la vida pública con la vecindad. Más allá de esta geografía de la brevedad, descubrimos que lo público se ha privatizado (apropiación de aceras, banquetas, calles, parques, paredes, techumbres, postes), sin advertir que la privatización de lo público constriñe lo privado. Uno sale a la calle llevando consigo su vida privada, sabiendo que la dignidad humana depende en buena medida de que lo público sea público. Nos resignamos, en nombre de la seguridad pública, a ser invadidos por miles de cámaras que nos filman en la calle y dentro de los edificios públicos y establecimientos privados, pero nos empecinamos, con una noción vaga de que procedemos con justicia, en pasear y convivir sin que la publicidad nos atropelle y anule.
La justicia florece cuando se puede vivir lo público desde lo privado, sea nuestra intención salir a la calle a coleccionar estupideces como hace el profesor Kein (Canetti, Auto de fe), sea nuestra voluntad ocupar el sitio del espectador orteguiano con el trozo de alma antipolítico en la mirada, sea nuestro propósito vivir la heroicidad del personaje de Claudio Magris que, en la calle, indaga el secreto de la medida, la aceptación del límite que permite al individuo subordinar su propia vanidad a un valor suprapersonal, abrirse a la sociabilidad y al diálogo con los demás mediante una afectuosa vecindad que es sobre todo discreción, respeto de la autonomía del otro y de su necesidad de distancia… La justicia es primariamente geográfica; es distancia; es el espacio que facilita la tolerancia, el respeto, el diálogo, el acuerdo; es el secreto de la medida, la fijación pactada de límites, la negociación diaria de distensiones, la transacción comedida de intervalos y proximidades. Tales son los cimientos de la autonomía política del individuo. Las semillas democráticas difícilmente germinan en las masas y en los hacinamientos.
La crisis mexicana tiene que ver con este violento proceso de privatización de lo público, pero nuestra joven democracia tiene en la desecación de la vida privada la aridez que le impide madurar. El progreso material de las ciudades (casi siempre engañoso) no ha significado progreso moral, cultural y democrático de sus habitantes. Carecemos de razones prácticas que restablezcan la noción de justicia, que formen conciencia política, que eduquen a ciudadanos críticos de la alta política, pero activos en la política de lo inmediato, en la geografía que no sabe de períodos de sesiones, plazos procesales o juicios interminables.
La reforma del sistema de justicia en México ha desestimado que en la base de la convivencia se han formado nociones de justicia compuestas de injusticia, ilegalidad, impunidad y un sentimiento general de que las leyes no son de nosotros y de que es inútil hacerlas nuestras. Abajo, en la convivencia cercana, las relaciones humanas no se mueven con el maquiavelismo de la alta política sino con el apremio de llevar la fiesta en paz. La crisis pública en México necesita, no hay duda, grandes reformas públicas, pero ¿acaso no vivimos la peor crisis privada de nuestra historia?
Una tarea pendiente de nuestra democracia es la administración de justicia, “empezando por la justicia civil”, decía Norberto Bobbio, la que dirime controversias entre particulares. La justicia civil acusa retrasos centenarios. Los procedimientos civiles, familiares y mercantiles son tanto o más largos y complicados que los del siglo XIX, con una agravante: ahora son ineficaces, pues algo así como el setenta por ciento de las sentencias no se ejecutan. En las decenas de diagnósticos y estudios sobre la justicia en México sobresale la escasa independencia de los poderes judiciales de los estados. Nuestra democracia no ha podido desmantelar, mediante una real división del poder público, el carácter imperial del presidencialismo; el autoritarismo no es el pasado efímero; no ha muerto, sólo se ha federalizado. Los gobernadores se convirtieron en presidentes de sus estados y los alcaldes ascendieron a gobernadores de sus municipios. Unas pocas excepciones confirman la regla. Las secuelas de nuestra ancestral enfermedad autoritaria están vivas; representan, en conjunto, el malestar de nuestra cultura judicial.
Las reformas constitucionales en materia de justicia publicadas el último día de 1994 dieron inicio a una nueva etapa. Desde entonces las evaluaciones son prolijas: la ONU, el Banco Interamericano de Desarrollo, los excelentes estudios de instituciones académicas y cientos de diagnósticos especializados coinciden: el proceso de independencia de jueces y magistrados es lento; hay desorganización jurídica, falta de transparencia en el nombramiento de cargos judiciales, dispersión en la enseñanza del derecho, ausencia de normas que regulen el ejercicio de la profesión de abogado, falta de seguridad jurídica, problemas para hacer cumplir los contratos, excesiva regulación y formalismos, corrupción, ineficacia en el cumplimiento de las sentencias. La conclusión común es que en México no se ha arraigado una cultura de independencia judicial. Es cierto, los presupuestos judiciales de los estados son bajos: en ningún caso se rebasa el 2.5% del presupuesto estatal; asimismo, la impartición de la justicia civil ordinaria necesita más jueces, pero más cierto es que necesitamos mejores jueces y una revisión escrupulosa de los procesos. Agreguemos que los presupuestos estatales los deciden los gobernadores, con escasa participación de los órganos legislativos, y el hecho generalizado de que los altos funcionarios judiciales son designados realmente por los mismos gobernadores. En ambos casos se refleja una verdad incontestable: no se ha arraigado en la conciencia de la clase política del país la trascendencia que tiene la impartición de justicia en la consolidación del régimen democrático. La reforma constitucional que estableció la inamovilidad vitalicia de los magistrados sólo ha conseguido amacizar las raíces de la servidumbre voluntaria, y en cambio no se ha dado autonomía a los consejos estatales de la judicatura.
Los actores del drama de la administración de justicia en México (los jueces, las partes, los abogados, los profesores y los poderes) confrontan sus intereses con un libreto que data del derecho colonial. El lenguaje procesal es arcaico hasta lo risible; se mantienen fórmulas sacramentales y un léxico antipedagógico. La enseñanza del derecho tiene en la modernización del lenguaje jurídico una primera tarea intelectual. En este punto no se puede albergar demasiado optimismo, pues el academicismo del derecho sufre ya la influencia del oscuro fraseo del posmodernismo filosófico, un fenómeno idiomático al que Italo Calvino llamaría la antilengua del derecho.
México nace de la mano de la justicia civil. La primera de las Leyes de Reforma, la Ley Juárez de 1855, es la Ley de Administración de Justicia, que suprime los fueros eclesiástico y militar en materia civil. Pero el rastro de nuestro derecho procesal puede seguirse en línea recta hasta la Recopilación de 1680 y el derecho castellano. Si los sustantivos nos igualan, los adjetivos se encargan de desigualarnos. Por todo eso conviene rescatar, mediante una nueva legislación de amparo, el espíritu del artículo 160 de la Constitución de 1824: las causas civiles y criminales que conozcan los tribunales de los estados “serán fenecidas en ellos hasta su última instancia y ejecución de la última sentencia”.
La finalidad inmediata de la justicia, dice Ricoeur, es poner fin a la incertidumbre. También se puede empezar por el principio. ~
(Querétaro, 1953) es ensayista político.