Es mentira

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En tiempos de la “posverdad” las mentiras de toda la vida no pasan de moda. A pesar de ser tan corriente en la vida pública y en la experiencia cotidiana, la mentira es un viejo rompecabezas filosófico. Dos cosas han preocupado a los filósofos: por una parte, cómo definirla; por otra, por qué es incorrecta o reprobable y en qué circunstancias, si las hay, podría considerarse admisible o moralmente justificada. Como en otros casos, el problema conceptual es difícil de separar de la cuestión normativa. Siendo un concepto valorativamente cargado, el rasgo que hace mala a la mentira es relevante para comprender en qué consiste y cómo se la distingue de otros fenómenos próximos como la falsedad, el engaño, el fingimiento, el disimulo, el bullshit, entre otras formas de faltar a la verdad o a la franqueza.

Empecemos por definir la mentira. Los niños identifican la mentira con decir algo falso, y hasta el drae lo hace en la segunda de sus acepciones. Pero es demasiado laxo, pues no miento siempre que afirmo algo falso, como sucede si estoy equivocado. Para distinguirla del error honesto, podemos añadir el propósito de engañar a otro, haciéndole creer algo que es falso. Como decía san Agustín, mentiroso es quien dice algo falso con la intención de engañar. Naturalmente, eso supone la doblez de quien miente, pues una cosa es lo que dice y otra lo que piensa; según la primera acepción del diccionario, mentiroso es quien dice lo contrario de lo que piensa. La definición convencional de mentira exige que se den estas tres condiciones: falsedad, insinceridad e intención de engañar. De acuerdo con ella, a miente a b al decirle p en el caso de que 1) p sea falso; 2) a crea que p es falso; y 3) a diga p para engañar a b.

Las cosas no son tan sencillas. Buena parte de la discusión filosófica sobre la mentira ha puesto en cuestión, con los pertinentes contraejemplos, que estas condiciones sean necesarias o conjuntamente suficientes. Así, no toda aseveración falsa es una mentira, pero cabe preguntarse si toda mentira requiere una aseveración falsa. Supongamos que para no acudir a un compromiso a se excusa ante b diciendo que está enfermo (creyendo que no lo está) y a la postre descubre que sí lo estaba, ¿diríamos que ha mentido? Nuestras intuiciones son vacilantes en casos así. Estamos tentados de quedarnos con la falta de sinceridad de a o su intención de engañar como lo relevante, al margen de si dijo la verdad. Pero hay una razón para pensarse si prescindir de la condición de falsedad: si alguien nos acusa de mentir no hay refutación más eficaz que mostrar que decimos la verdad.

¿Y la insinceridad? Uno puede decir cosas falsas, sabiendo que son falsas, sin mentir. Es el caso de la ironía (“qué buen tiempo”, “este chico es un genio”), con la que expresamos lo contrario de lo que literalmente decimos. E igual con hipérboles, metáforas, lapsus o chistes. La condición de insinceridad, además, admite más de una interpretación: ¿el mentiroso ha de creer que lo que dice es falso o, en la interpretación más débil, basta con que no crea que es verdad? La distinción tiene su importancia, si recordamos que para Harry Frankfurt el bullshit es peor que la mentira por su completo desinterés por la verdad. Con la formulación débil la frontera entre el charlatán y el mentiroso se torna difusa.

Como el caso de la ironía indica, resulta crucial la tenue línea que separa lo que decimos de lo que queremos decir, o de lo que queremos que los demás entiendan que queremos decir. Por ello podemos engañar con la verdad, o con medias verdades, escogiendo cuidadosamente lo que decimos. Recordemos cuando Clinton usó el tiempo presente para negar cualquier relación (“There is no improper relationship”) durante el escándalo Lewinsky, dando a entender que nunca la hubo. En el juego de expectativas mutuas en que descansa la comunicación, el hablante calcula sus palabras con objeto de guiar en la dirección deseada la comprensión e inferencias del oyente sobre lo que quiere decir. No siempre con éxito, como en el chiste que gustaba a Freud de dos judíos en un tren ruso, en el que uno le pregunta al otro adónde va. “A Minsk”, a lo que el otro responde: “¡Qué mentiroso! Dices que vas a Minsk porque quieres que piense que vas a Pinsk, pero yo sé que vas a Minsk. ¡Admítelo!”

Imaginemos la siguiente situación: alguien de la oficina nos pregunta si hemos visto a Ana y le decimos que no ha venido porque está enferma, ocultando que hemos ido a verla a su casa. Lo que decimos es verdad, pero queremos que saque una conclusión errónea. Retoquemos la historia y Ana ha venido a la oficina a escondidas. Ahora lo que decimos es falso, aunque creemos que es verdad, y tenemos intención de engañar, ¿hemos mentido? Por otra parte, cuando afirmo algo como “Ana está enferma” a un interlocutor suelo informarle de dos cosas, del hecho de que Ana está enferma y de que creo que está enferma. Las dos cosas no necesitan ir juntas y eso abre la cuestión de cuál es el objeto del engaño: lo que se afirma, lo que cree quien lo afirma, o incluso alguna consecuencia relacionada que el oyente extraerá de lo afirmado, como en la historia de la oficina.

Buena parte de la discusión reciente se ha centrado en si la intención de engañar es condición necesaria para mentir. Thomas Carson pone el ejemplo del testigo de un crimen que presta falso testimonio bajo coacción, deseando que el juez no lo crea. Hay ejemplos corrientes como las mentiras descaradas (bald-face lies) que se dan regularmente en la vida social: “qué cena tan deliciosa”, “tu artículo sobre la mentira me interesó mucho”. Se trata de situaciones en las que decimos algo falso a sabiendas de que nuestro interlocutor no nos va a creer, por lo que no nos proponemos engañarlo, sino mostrarnos corteses o salir del apuro. Con todo, no podemos retirar sin más la tercera condición, pues las dos primeras no parecen suficientes, como revela el caso de quien bromea diciendo cosas falsas sabiendo, como su audiencia, que lo son. Por ello Carson sugiere reemplazarla por la condición de que el agente garantiza de algún modo la veracidad de lo que dice.

La discusión sobre la tercera condición tiene especial relevancia, pues en psicología y ciencias sociales se usan a veces mentira y engaño como si fueran intercambiables. Es un error porque mentir requiere hacer algo con palabras o con gestos, como asentir con la cabeza, que cuenten como afirmar o negar una proposición. El engaño, en cambio, se puede llevar a cabo de muchas otras formas, disponiendo las apariencias de una determinada manera, ocultando algo o fingiendo sin decir palabra. Si uno apaga las luces para hacer creer a una visita inoportuna que no hay nadie en casa, uno trata de engañar, pero no miente. Además, el engaño puede ser por omisión, la mentira siempre es por comisión. Más relevante resulta el determinar si todo engaño de palabra debe entenderse como mentira. A la vista de la discusión anterior no parece que sea el caso. Si podemos engañar con medias verdades, el engaño de palabra parece abarcar más cosas que las mentiras. Y si ponemos en cuestión la tercera condición, dado que algunas mentiras no engañan ni pretenden engañar, entonces hay que revisar la idea de que toda mentira cae bajo el género engaño.

No se trata de meras disquisiciones conceptuales, pues la controversia inevitablemente se extiende a qué rasgos hacen mala a la mentira. Como señala MacIntyre, en la tradición filosófica encontramos grosso modo dos posturas claramente diferenciadas. Para algunos moralistas el mentiroso obra mal porque falta intencionalmente a la verdad, aseverando lo que considera falso. Otros, en cambio, sitúan la falta en el engaño y el modo en que daña nuestra relación con los demás. Para los primeros hay algo intrínsecamente malo en decir a sabiendas una falsedad, con independencia de sus efectos en otras personas, de ahí que prohíban incondicionalmente la mentira, sin admitir excepciones.

Kant es seguramente el ejemplo más conocido, pero no el único. La mentira no necesita causar un perjuicio a otros y podría ser ligera o benigna sin dejar por ello de ser censurable para el de Königsberg. Por supuesto, cuando mentimos usualmente tratamos de aprovecharnos de otro, abusando de su confianza o ingenuidad; en términos kantianos, lo tratamos como un simple medio, infringiendo nuestras obligaciones hacia su persona. No menos importante para Kant es que quien miente incumple siempre un deber consigo mismo y se rebaja con su doblez, atentando contra su dignidad de agente racional. El engaño y sus efectos podrían agravar el mal de la mentira, pero no son necesarios para condenarla. Cabe recordar la polémica que mantuvo con Benjamin Constant. Con la experiencia reciente del Terror jacobino, Constant había defendido que tenemos el deber de decir la verdad solo cuando el otro tiene derecho a la verdad, lo que no ocurre por ejemplo con el ladrón que nos pregunta por nuestro dinero. En su respuesta en “Acerca de un pretendido derecho a mentir por filantropía”, Kant se reafirmó en la condena absoluta de la mentira con un ejemplo que ha sido largamente denostado: tendríamos que decir la verdad incluso al asesino que nos preguntara si su enemigo se aloja en nuestra casa. El deber incondicional de enunciar la verdad es un “sagrado mandato de la razón”, aunque uno se perjudique a sí mismo o a otros.

Se sigue una curiosa consecuencia: quienes condenan absolutamente la mentira no extienden tal prohibición al engaño en todas las circunstancias y juzgan que la mentira es siempre peor moralmente que el engaño. Quienes, por el contrario, cifran lo ilícito de la mentira en el posible engaño, por considerar que traiciona la confianza o las legítimas expectativas de otros, o en sus efectos perjudiciales, no tienen por qué suscribir esa condena taxativa e incondicional. La calificación moral de la mentira dependerá de las circunstancias de la situación comunicativa y del interlocutor, pues el bien afectado no será tanto la verdad y la propia dignidad del hablante como la relación de respeto y confianza que mantiene con los demás. En consecuencia, no tendría sentido afirmar que la mentira siempre es peor que el engaño y cabe sospechar si no incurre en cierto fetichismo de lo dicho quien sostiene algo así. ~

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Es doctor en filosofía y profesor de filosofía moral en la Universidad de Málaga.


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