La cosecha del 32

AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Rossi a la vista
¿Y usted conoció de veras a Manuel José Othón?", le preguntó Jorge Luis Borges a Alfonso Reyes cuando lo conoció en Buenos Aires, en el departamento de Pedro Henríquez Ureña. Al autor de Reloj de sol le brillaron con malicia los ojillos rasgados de mandarín criollo y le replicó en inglés: "Did you ever see Shelley plain?", citando unos versos de "Memorabilia" de Robert Browning que de algún modo reiteraban la pregunta del argentino: "¿Acaso alguna vez vio a Shelley cara a cara?" Este tipo de preguntas zumbaban a mi alrededor durante mis primeros encuentros con Alejandro Rossi, en el verano de 1975, en la redacción de la revista Plural, dirigida por Octavio Paz y publicada por el diario mexicano Excélsior animado por Julio Scherer.
      "¿Y tú conociste a José Gaos? ¿Y cómo era Martin Heidegger? ¿Y Gilbert Ryle? ¿Y Raymundo Lida? ¿Y Rómulo Gallegos?" Las preguntas me quemaban la lengua pero me mordía los labios y no las soltaba, pues al fin y al cabo eso no era lo importante, me decía a mí mismo, mientras corregía alguno de los textos del Manual del distraído, por ejemplo el titulado "Puros huesos", ayudado por la coordinadora Ana María Cámara, quien leía en voz alta como apuntador: "…me vino a la memoria la voz de Ortega y Gasset, escuchada en un disco hace años, en aquel departamento que tuvo José Gaos frente a la calle de Melchor Ocampo. Esa voz gruesa y como dejada caer, arrastrada en los finales de las frases, y que en esa época me sorprendió por el tono tan de tertulia, tan de café. Un empleado canoso pontificando a las seis de la tarde ante sus víctimas de siempre".1 En realidad, no sé qué tanto importa para conocer la vida del espíritu cuáles han sido los autores con que un escritor ha tenido comercio o trato, y Alejandro Rossi no es tampoco muy proclive al tosco ejercicio de andar por el mundo soltando nombres como un niño que reconoce a todos los habitantes de la tienda de muñecos. Eso no ha impedido desde luego que, en el curso de viajes y andanzas, se me plante alguien, con sombra de precursor y cuerpo de epígono, y me pregunte: ¿Y tú: conoces a Alejandro Rossi? ¿Y cómo es?
     La pregunta roza a la persona, pero en realidad quisiera dar en el blanco de un mito: el acertijo intelectual que representa la inteligencia en movimiento continuo de un escritor que ha sabido transitar, con limpieza y entrega, de la filosofía, la cátedra y el seminario al ensayo literario y de éste a la narración fulgurante; la adivinanza viva que encarna una inteligencia capaz de reconstruir los argumentos conceptuales más complejos —como en Lenguaje y significado— y de salvar y comprehender, casi con fervor, los hechos y pasiones más bochornosos e inquietantes de nuestra hispanoamericana historia (como en La fábula de las regiones), siempre con una lengua diamantina, un oído de afinador de pianos y un corazón intacto y bien nacido. He tenido la fortuna de leer y de oír leer a su autor no pocas de esas páginas suyas, que parecen venir del país de los diamantes y donde cada rayo de luz semántica se arquea en sucesivos prismas y cadenas asociativas. El nombre del escritor hispanoamericano, nacido en Florencia en 1932 de una rancia familia italiana y descendiente de un ilustre libertador e insurgente hispanoamericano —de ahí la vivacidad de su sabiduría criolla—, ha significado para un puñado de lectores americanos una contraseña, un argentino shiboleth que declara que, luego de las órbitas trazadas por el sistema estelar de la Triple B (Borges, Bioy, Bianco), más allá de donde las rocas sueñan, su breve obra abismal salva un espacio por venir para las fábulas de la inteligencia, y es posible ver convivir en ella el baluarte y el jardín.
     A pesar de haberlo leído y releído, de haberme embarcado en su compañía en conversaciones concéntricas que saben volver matemáticamente al puerto de partida, para mí Alejandro Rossi sigue siendo un misterio. No creo dominar las claves de su prosodia y a veces pienso que no sé si lo he conocido realmente. En todo caso, espero haberlo reconocido. ~
     

— Adolfo Castañón

 



Ulalume a contrasentido
¿Ulalume tiene setenta? Cualquiera que la conozca sabe que puede tener cinco años, o veinte o ciento treinta, pero no esas edades de la gente mayor y común. ¿Setenta? Pero si hace apenas semanas caminaba por la pared, descalza, para no dejar huellas. Yo mismo la vi beber un vaso de agua, así, en esa perpendicularidad solamente suya. Pero, pensándolo bien, con ella todo parece poder girar noventa grados sin derramarse. Eso le pasó por andar traduciendo a Carroll. O antes, cuando decidió que era poeta sin todavía saber leer ni escribir: "Yo también soy poeta", le dijo a Jules Supervielle, en 1936, y todavía recuerda unos que ella llama versitos de entonces:

Yo lo veo a Dios,
     lo veo en pensamiento;
     Ay, que habla en el mar,
     Ay, que habla en el viento.

Difícil de creer, pero posible porque a Ulalume el tiempo le corre distinto de como nos sucede a los seres grávidos y, ay, vasallos del sentido común. Su historia es otra. "Ya era experta en adulterios y en incestos desde los cinco años", dice, porque desde niña recuerda a su padre, Roberto Ibáñez, y a su madre, Sara de Ibáñez, leyendo poemas en voz alta. ¿Qué se puede esperar de una cabeza que, antes de las nanas y las rondas, desde antes de los juegos infantiles y de las necedades glosolálicas, estaba ya marcada en versos cultos? Y eso va quedando claro por toda su obra: nada más lejano de la ingenua inmediatez emotiva de que se surte tanta poesía simplona. La inteligencia de Ulalume es cosa rara: incluso en los juguetes verbales, esos que en la tradición de la lengua española se convierten en jitanjáforas, en ella surgen como auténtico nonsense; es decir, antes que acomodos deleitables de palabras incoadas, los juegos de Ulalume provocan la imaginación y retan al sentido común: "El país de los Huecos / Sin Nada Alrededor." Un poco de geómetra, de topóloga, de perpleja. Abreviemos: en el siglo xvii —Pascal, por ejemplo; Spinoza, por ejemplo— se hablaba de dos espíritus complementarios: el de fineza y el de geometría. La imaginación era la loca de la casa. Y Ulalume es la loca de la geometría. Uno puede disfrutar sus pomas por la maestría técnica, por la delicadeza de su oído, por su rara imaginería, por la ausencia de cursiladas, o la intensa inteligencia, o… pero, al fin, lo que permanece es una sensación peculiar: uno ha visto cosas abstractas surgir de los objetos mostrencos; uno ha escuchado los sonidos cotidianos descoyuntarse —y no sé si eso pueda ser disfrute demótico o se trata solamente de un goce de adeptos— y uno acaba en la certeza de que algo muy extraño ha sucedido con el lenguaje.
La cosecha del 32 1706
Olaf Ladouse
Pound admiraba una cosa que llamó logopea, y la definía como "la danza del intelecto entre las palabras".
     Pero, en resumen, Ulalume es una paráfrasis de Ulalume de Poe:

She rolls through an ether of signs—
     She revels in a region of signs. ~
     
— Julio Hubard

 



Un cumpleaños de Juan Vicente
Fue quizá a finales de los años ochenta. Tienes que irte inmediatamente a Veracruz, me dijo Juan García Ponce, hay que traer aquí a Juan Vicente, hay que hospitalizarlo, si sigue bebiendo se muere. Por un momento pensé que Melo habría vuelto a caerse y romperse la cadera, o que en algún bar un marinero rubio, molesto con su acoso homosexual, habría vuelto a darle una paliza. Pero no va a querer venir, ya otras veces… Tráetelo amarrado, cloroformado, a chingadazos, pero tráetelo, vamos a desalcoholizarlo quiera o no quiera, Beatriz y Guillermo (los hermanos) están desesperados, Huberto no puede ir por él, tienes que ser tú.
     Sólo sería posible engañándolo, y puesto que en un par de días sería su cumpleaños, tramamos una traición "genial": los viejos amigos le ofreceríamos a nuestro jarochón un festín monstruo, de amistad, nostalgias, ebriedades, chismes…
     Volé a Veracruz. Por horas Juan Vicente y yo entretejimos recuerdos y me leyó, como recién escritas, páginas que años antes ya me había leído de su tela de Penélope: La rueca de Onfalia, y me dijo que iban a traducirle al francés La obediencia nocturna, esa gran novela gótica y lírica, rara avis en las letras mexicanas. También en francés sería un bello título: L'obéissance de la nuit. Logré engatusarlo con la oferta de la celebración de cumpleaños y tomamos el vuelo a Smógico City. Durante el vuelo yo, culpable, me escondía en un esforzado parloteo, y, de pronto: Pepet, ya sé. ¿Qué, Juan Vicente? Ya sé que Inés y Juan y Huberto y tú andan diciendo que el maricón borracho Melo ya no puede escribir, que está acabado como escritor. Nadie dice eso, Juan Vicente. Pero lo piensan, y tú también, Pepet. ¿Lees los pensamientos, Juan Vicente? Ya sabes que desde niño por la noche yo adivinaba desde mi cama hasta qué tranvías oía pasar allá fuera, tengo la seconde vue, ustedes, papacitos, son trasparentes para mí, piensan que yo como escritor ya me acabé. Qué tontería, Juan Vicente. Sí, Pepet, no te hagas el pandesh (pendejo). No me hago, Juan Vicente, eres el mejor de todos nosotros, es genial lo que me has leído de La rueca de Onfalia. Se encerró en un mayor y ceñudo silencio, pero cuando ya sobrevolábamos la ciudad de Smógico me miró de reojo desde su resentido perfil y: Ya sé, me van a encerrar en Nutriología, cabrones. Tragué saliva, me desenmascaré: Sí, Juan Vicente, no nos dejas de otra. Pues no me van a encerrar, primero muerto, dijo, y calló y se oscureció más. Pero cuando el avión descendía, de pronto, ya vencido, susurró: Está bien, cabrones, pero mi fiesta de todos modos me la hacen. Desvié la mirada, tragué saliva, me sentía un canalla.
     Como la primera vez que vio a Juan en silla de ruedas, lloró, y Juan se reía de esos "aspavientos". Allí lo celebramos con todos los amigos y amigas disponibles en el momento, y mientras se charlaba y se bailaba, estuvo tumbado en un sofá, siempre horizontal, bebiendo hipotéticos últimos tragos, chismoso, gracioso, querendón, casi el jarochón de siempre, se diría que a punto de levantarse a danzar su celebrada parodia de La consagración de la primavera, y a veces gritaba dizque gozosamente el nombre de alguno de nosotros para, cuando mirábamos hacia él, dedicarnos una sonrisa ladeada, la sonrisa de Melo sintiéndose querido y agraviado: Ya sé, papacitos, cabrones… ~
— José de la Colina

 



Julieta Campos o el duelo con la ambigüedad
"Hoy siento que puedo reconciliarme, al fin, con mi identidad escindida" —escribe Julieta Campos en la presentación de Reunión de familia, libro que recoge, en 1997, su obra narrativa y una única pieza teatral. La confesión alude, concretamente, a la convivencia —que ahora se descubre pacífica, sin colisiones— de su vocación por la literatura y su vocación por la "realidad real". El descubrimiento de un pacto acaso precario pero posible entre "la taumaturgia de la escritura" y "la tentación de modificar" lo existente parece haber obrado, en efecto, como un lenitivo que allanó el camino para la conciliación de dos vertientes de la humana experiencia tenidas desde larga data por contradictorias, quizás por enemigas. Por una parte, la de un ejercicio literario que, en el caso, y a través de unos títulos circulares muy fechados (1965: Muerte por agua, 1968: Celina o los gatos, 1974: Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina, 1979: El miedo de perder a Eurídice), exalta con sobrecarga deliberada la indagación interior y dramatiza y pone en escena, como un juego de espejos sin tasa, los misterios de la memoria y el olvido, de la ventura y la fatalidad, y, por otra parte, el afincamiento en la holgura concreta de la historia, "en el tiempo que marcan los relojes", ese que solicita su manifestación y su anclaje en la congestionada práctica terrena. No es improbable que tal convergencia de lo que se entiende como diverso y hasta contrario contribuyera a reconciliar, a su vez, otro aspecto no menos urgente de aquella "identidad escindida", de lo que se denomina "el duelo de mi ambivalencia": nacida en Cuba, el itinerario intelectual y vital de Julieta Campos la conduce a reconocer a México, casa de elección, como definitivo "espacio de vida".
     Ya se sabe que a menudo conviven, en el ser del hombre, simultáneas aspiraciones opuestas: la que se desdobla en lo individual y en lo social, en el ensueño y en la materialidad, en el parentesco y la soledad, la que querría remontarse a lo aéreo y la que pretende arraigar en lo contiguo… Fue el segundo romanticismo, tan oscilante entre la escuela de la melancolía y el llamamiento de lo real, entre la política, arte "tout d'exécution", y la literatura, arte "qui parle à I'âme", el que porfió en la ingénita antagonía de esas esferas, fruto sin duda de una conciencia persuadida de no poder satisfacer en la nueva sociedad creada por la burguesía postrevolucionaria las apetencias de un "yo" en busca de un absoluto —de un deseo— insaciable.

La cosecha del 32 1707
Olaf Ladouse
Una y otra esfera —sin nunca abandonar, es verdad, una suspicacia recíproca— llegarían a una avenencia reconstituyente en el desarrollo del siglo xx, cuando las novelas ejemplares de André Malraux (el hombre que alía al intelectual y al político, el hombre que pasa del mundo de la reflexión al mundo del destino) anuncien, casi como ley de una época, que el vivir y el escribir ya no pertenecen a universos distintos sino que se entrelazan, se complementan mutuamente y se enriquecen dramáticamente.
     Así, sin discrepancia alarmante, la misma humana intención que es capaz de engendrar una mirada que nace de adentro de un texto y que adopta la andadura abstracta de un recoleto monólogo puntilloso, como ocurre en las obras antes enumeradas de Julieta Campos, esa misma humana intención hace un ademán expansivo y se adentra en la vasta realidad próxima con la esperanza —también ella excitada y romántica, partera de nutridas tentativas enmendadoras— de infligir modificaciones y dirección a lo dado, de eventualmente enderezar lo torcido y redimir lo condenado. Peregrino itinerario que transita de una prosa sensible, tersa, susurradora, que mucho fía en la calidad de los matices, y que tanto se empeña en escuchar la voz del fuero interno, a los síntomas confusos y las convulsiones ruidosas de la historia hecha carne y hueso. No sorprende, en este contexto, que la propia Julieta Campos asegure que las piezas de Reunión de familia conforman "un trayecto concluso" y que, a partir de entonces, publique algunos ensayos (1995: ¿Qué hacemos con los pobres?, 1996: Tabasco: un jaguar despertado) que ponen por escrito sus fogueos con el México a la intemperie, con "el otro México". Es, por supuesto, una forma de dar testimonio, de alegar y refrendar sus mudanzas a lo empírico; es, también, un desvelo por juntar lo discordante, un pasmo que ansiaría hermanar, sin claudicaciones onerosas para ninguna de las partes, sin remilgos dogmáticos, el verbo y la acción. Y, muy en el fondo, y como extrema consecuencia efectiva, estos cruzamientos acaso entrañen un anhelo mayor, donde presumiblemente se agazapa una exigencia por igual existencial y literaria: hacer coincidir las palabras de la tribu, las palabras que nos son ajenas, con las palabras que nos pertenecen, que nos son propias por provenir de nuestro interior. Este teorema que concreta lo general y lo singular, el lugar común extranjero y el fondo del corazón propio, es lo que construye no sólo al escritor sino al ser humano de bien. Ambos atributos —quien firma lo sabe hace tiempo— son parte medular de Julieta Campos. ~
     

— Danubio Torres Fierro



Elogio de Montes de Oca
El siglo veinte se inicia en la poesía mexicana con Lascas de Salvador Díaz Mirón y Poemas rústicos de Manuel José Othón. Termina con Delante de la luz cantan los pájaros de Marco Antonio Montes de Oca y El traje que vestí mañana de Juan Bañuelos. El tomo de Montes de Oca no es un volumen sino una biblioteca: 1,110 páginas contienen 32 libros, veintisiete publicados y cinco inéditos antes de su aparición en esta Poesía 1953-2000 (Letras mexicanas, Fondo de Cultura Económica). La impresión de exceso se borra al reparar en que el promedio es de veinticuatro páginas por año, dos páginas al mes.
     Montes de Oca ha dedicado su vida a la poesía, ha escrito cada día de su existencia. El libro final de este conjunto revive más que repite un título de 1973: Soy todo lo que miro. El mundo existe para que Montes de Oca lo contemple y por obra de la imaginación lo transforme en lenguaje. No emplea un vocabulario: escribe con todo el idioma y despliega con la mayor naturalidad el léxico de todas las actividades imaginables. El caos de lo real se transforma en un cosmos de incesantes imágenes y correspondencias que sin su poesía jamás hubiéramos imaginado. Leer a Montes de Oca significa encontrarnos con los seres y las cosas bajo la luz del día en que empezó el tiempo.
     Nada queda en 1953 excepto Ruina de la infame Babilonia, el poema asombroso con que un joven de veintiún años imprimió su voz irrepetible y única en la poesía de la lengua española. "La sal, estatua que nace demolida" es tan brillante como estos versos del poema final, medio siglo después: "La música sube como un vapor incoloro / El silencio baja como un tornillo de agua en arenas movedizas." Pero entre unos y otros hay una riqueza y variedad que desafían toda descripción.
     La mejor manera de leer y disfrutar Delante de la luz cantan los pájaros es leerlo despacio, de principio a fin, como un solo gran poema de la totalidad que nunca deja de asombrar ni de encantar. Nuestra vida de lectores sería impensable sin Marco Antonio Montes de Oca. ~
     
— José Emilio Pacheco

 



Elizondo o el vuelo de la alondra
Desde hace algunos años la relectura de Salvador Elizondo se ha convertido en una de mis costumbres menos censurables. A estas alturas de la vida, en las que siguiendo el método propuesto por él mismo en su Autobiografía, yo mismo oscilo entre hablar con los muertos y parlotear con los vivos, me siento mejor dispuesto hacia su obra. Quizá ya sean cuatro las ocasiones en que leo Farabeuf o la crónica de un instante (1965) y de cada encuentro salgo con una alegría mayor, la suscitada por visitar al doctor Farabeuf, quien contra el silencio que parecía exigir como forma de posteridad, me parece uno de los grandes personajes de nuestra literatura. Farabeuf es un ser que, por su peculiar ubicación en el tiempo y en el espacio, mucho tiene de proteico, forma fantasmal siempre bien dispuesta, en tanto que muerta, a charlar con un vivo. Su conversación sólo es monotemática en apariencia y yo saco provecho de sus manías.
     Pero para festejar los setenta años de Elizondo quisiera hablar de su Autobiografía precoz (Aldus, 2000), dignamente reeditada hace un par de años. Ese texto, cuya relación con la "vida" de Salvador Elizondo es secundaria, es una de las piezas más hondas de la literatura contemporánea en nuestra lengua.
La cosecha del 32 1708
Olaf Ladouse
El libro hace honor a sus primeras líneas: "Beda el Venerable compara la vida humana al paso de una alondra extraviada que penetra en un recinto, lo cruza fugazmente y vuelve a salir hacia la noche. Una autobiografía es a la vida lo que ese momento es al vuelo de la alondra."
     A lo largo de sus 79 páginas, la Autobiografía precoz ofrece cuatro o cinco parpadeos en que el vuelo de la alondra resulta inolvidable. Gracias a cada una de esas brevísimas visiones, Elizondo transforma a su lector en un sonámbulo capaz de seguirlo sin ninguna tregua, mediante ese pacto suicida que sólo algunos creadores logran establecer con sus víctimas. Un primer parpadeo nos coloca ante esa imagen del narrador y su Schwester Anne Marie, evocación del nazismo como pocas se han escrito entre nosotros, página distinguida por su helada economía de medios. Más adelante, dejando atrás su infancia berlinesa y narrando escuetamente su regreso a México, Elizondo predica con el ejemplo y se retrata: "Al final de cuentas como escritor, me he convertido en fotógrafo; impresiono ciertas placas en el aspecto de esa interioridad y las distribuyo entre los aficionados anónimos. Mi búsqueda se encamina, tal vez, a conseguir una impresión extremadamente fiel de ese recinto que a todos, por principio, está vedado."
     Las placas tomadas por Elizondo son una exposición sin cuyo seguimiento algunos escritores mexicanos no hubiéramos sido lo que somos o habríamos evolucionado de una manera muy distinta. Ejerciendo una mínima preceptiva, Elizondo ha sido un maestro no tan secreto, cuya influencia irradia desde las páginas de su Autobiografía precoz. Con una honradez extraña en un autor con una mal ganada fama de formalista, Elizondo establece un dilema entre Bécquer y Baudelaire, anunciando que "El tiempo llegará sin duda en que abandone este lirismo en aras del supremo menester, o mester poético, pero es que estoy comprometido, más comprometido, con la mirada que me mira en el espejo que con el esplendor del cielo".
     Si leer a Bécquer es mirar el esplendor del cielo, examinar a Baudelaire (y a su corolario fatal, Mallarmé) es mirarse en el espejo. Elizondo descubrió, en el dominio exhaustivo de las formas, que "la subsistencia de la poesía no son las meras palabras de que está hecho el poema sino el sentimiento vital que lo inspira." Esta declaración romántica, en la pluma de quien acababa de publicar Farabeuf, salvó a Elizondo del mecánico formalismo de otras escuelas que le eran contemporáneas. Más que escritura, Elizondo es élan, voluntad de la forma por encarnarse, como en El hipogeo secreto, en El grafógrafo, en Museo poético —una de las mejores antologías de la poesía mexicana— o Elsinore, un sofisticado relato de formación.
     La Autobiografía precoz de Elizondo habla del alcohol y de los manicomios; pero más allá de mis razones personales para elegir este libro, me importa dar por falsa la versión que hace de esta autobiografía un fechado, pasajero o legendario gesto de poeta maldito, de lector de Swinburne, de coleccionista de chinoiseries. La existencia, antes que las curiosidades del esteta, es lo esencial, pues el escritor que bebe con William Burroughs en el Hotel Chelsea es, también, el hombre asombrado por la negación que implica el nacimiento de su hija. Un decadentista comercial habría vendido su fotografía con el autor de El almuerzo desnudo y ocultado piadosamente la experiencia paternal.
     Tras las aventuras con el cine y la pintura, una vez cumplidas sus temporadas en el infierno y en el paraíso, Elizondo dejó atrás Nueva York y París, y encontró, no del todo deplorable, la condición de escritor latinoamericano. En su Autobiografía precoz no explica lo que hoy sabemos fue una elección, pero es curioso señalar que Elizondo, como otros de los grandes cosmopolitas mexicanos, desde los Contemporáneos hasta Paz, Rossi y García Ponce, haya decidido quedarse a vivir en México, haciendo del juego de las antípodas una garantía de universalidad. Sólo en Elizondo, viajero en el interior de su cuarto, he leído que el problema de Roma es que los romanos son poco interesantes.
     De Bécquer a Mallarmé, Elizondo decidió consagrarse al culto del Libro, que para él no puede ser otro que Ulysses, de Joyce. Otros de nuestros maestros han escogido el mismo Libro con distinto título, pero lo que queda como enseñanza es el ejercicio cotidiano del arte de la lectura, manía del descifrador que no podía sino llevar a Elizondo, desde Pound y Fenollosa, al estudio de la escritura china. La letra manuscrita de Salvador Elizondo es letra gruesa, una compleja mancha de tinta y una indeleble marca caracterológica, dispuesta en la habitación para que la alondra, tras perderse en la noche, vuelva a casa. ~
     
— Christopher Domínguez Michael

 



Poniatowska: la poética de la inconformidad
Desde hace tiempo Elena Poniatowska es una referencia indispensable de sus numerosos lectores, en especial de grandes sectores de mujeres, no sólo porque expresa en su obra dilemas y realidades femeninas, sino porque ella misma personifica un ideal: una mujer que da cauce productivo a su obsesión por registrar y testimoniar. Así, su oficio de periodista, su pasión de cronista y su talento de narradora conjugan su solidaridad con las personas marginales, vulnerables y desposeídas, entre ellas las mujeres.
     Si tuviera que elegir una obra de entre todas las que admiro de Elena Poniatowska, sería Hasta no verte Jesús mío, porque reivindica el amor propio de las mujeres en los términos de Savater: amor propio como inspiración ética que funda un sujeto responsable de sí mismo. Jesusa Palancares, esa mujer jodida y sola, capaz de mandar a todos a la chingada, incluyendo a la "catrina" latosa que la entrevista, es para Poniatowska un ejemplo de toma de posición frente al modelo hegemónico de mujer. La admiración con que Poniatowska describe la rebeldía de Jesusa, quien dice, por ejemplo, que las mujeres se tienen merecido el trato que los hombres les dan por "dejadas", habla también del deslumbramiento que le provocan quienes rompen los esquemas tradicionales, las que transgreden, las independientes. Poniatowska es una mujer inconforme y valiente, y por eso también critica. Ya desde un ensayo de 1982, titulado "La literatura de las mujeres es parte de la literatura de los oprimidos",1 Poniatowska se sale de la trampa autocomplaciente del mujerismo, y señala:

No hay una condición femenina en abstracto ni es necesariamente la mujer la depositaria de todas aquellas virtudes que el hombre no tiene tiempo de ejercer.
La cosecha del 32 1709
Olaf Ladouse
Para combatir críticamente la explotación y el marginamiento de las mujeres sería un error idealizar, inventándola, la condición femenina.

Sus frases filosas —¿No son las mujeres hornos, estufas, bolsas desechables?— parecen hechas con la esperanza de que algo sacuda a esas conciencias temerosas y las salve del precipicio de la costumbre. De manera implacable señala una de las llagas más dolorosas:

¿No es la falta de respeto y el enfermizo espíritu de competencia de las mujeres el que da al traste con su evolución? ¿No es el espíritu competitivo el que contribuye a que las mujeres sean aún este rebaño que (acepta) la cópula y pare y vuelve a copular, amamanta, copula y vuelve a parir hasta sentir que ya no sirve porque justamente sus entrañas ya no dan fruto?… ¿Qué hace la mujer entonces, para dónde voltea, dónde está la mano amiga, mejor dicho, qué mano amiga se le tiende? Si la solidaridad entre mujeres existiera, hace mucho que habría comedores y guarderías públicas… Sin embargo, cuando el puesto se lo permite, las mujeres suelen ser verdugas de "las otras". Tratar mal a una sirviente es una forma de tortura. Un ser desvalido que se ampara a la sombra de otro más afortunado y es sujeto de explotación y humillaciones, es afrentado en su dignidad y en sus derechos que son los mismos: los derechos humanos.
     Además de lo que la escritora tan leída le ofrece a sus lectores, Elena Poniatowska se ha vuelto una referencia indispensable entre grandes sectores de mujeres mexicanas no sólo por su obra, sino también porque en sus relaciones personales introduce el reconocimiento y la valoración entre mujeres. En su vida cotidiana ella ejerce una sólida y callada generosidad con los cientos de mujeres que la buscan y solicitan su apoyo, desde las estudiantes de secundaria que le siguen demandando entrevistas hasta sus amigas feministas a quienes acompaña en sus causas perdidas, pasando por sus marchantas del mercado y las señoras de sociedad.
     Sin embargo, y para nuestra fortuna, la razón primordial por la cual Poniatowska trasciende su clientela "femenina" es su escritura. En su literatura, México no es una noción utilizable como recurso mercadotécnico, sino que es un horizonte específico: a la vez un reclamo por las personas sometidas y una alabanza a aquellas que inauguran espacios y caminos de lucha.
     Elena Poniatowska es una escritora excepcional, y en muy buena medida su excepcionalidad depende de lo que Carlos Monsiváis formuló como "el modo en que su presencia en los lectores se da siempre en forma de diálogo". ~
     
— Marta Lamas

 



García Ponce: la realidad y el deseo
De entre los narradores de la llamada Generación de la Casa del Lago, Juan García Ponce es el que, de seguro sin proponérselo, se ha hecho de un mayor número de lectores fieles. No importa aquí tanto la cantidad como aquella cualidad: los lectores de García Ponce suelen entrar en una suerte de comuniones, de complicidades incluso, en una obra que seduce desde sus primeras incitaciones. Y no pueden luego rehusarse a seguir el viaje, tan a menudo ocurrido en una sola, cambiante atmósfera, compartiendo la presencia (cercana) de personajes extrañamente reconocibles. Puede emprenderse el viaje hacia varias regiones, pero seguramente hay algunas más tentadoras que las demás: las relaciones de pareja, tan frecuentemente raras bajo sus capas de normalidad; la concreción de la belleza fugaz y atrapable; la libertad de las mujeres, novedosa hasta la irrupción de esta obra, una libertad que se extiende sobre zonas inexploradas, desde el sentido del humor hasta la asunción del amor y el abandono; la presencia, en vivos claroscuros, de lo sagrado, acompañada con frecuencia por la sombra de la transgresión; los ires y venires de la amistad, puesta lejos de todo sesgo machista o sexista; y, en un primer término, concentrando a menudo todo lo anterior, la aparición, la circulación del deseo —como la ha llamado José de la Colina—, donde florecen el poder de la mirada, la disposición a la entrega y la certeza de que la entrega es la condición para poseer al Otro / la Otra.
     Lejano al cultivo de una prosa lujosa, y al propio esmero formal en el empleo del lenguaje, el narrador ha preferido encauzar la amplia libertad de su aliento narrativo en la morosa construcción de ámbitos donde caben el registro de intenciones psicológicas, los pliegues del azar y siempre la mirada abierta hacia una turbadora libertad. Desde sus primeros libros de ficción —los volúmenes de cuentos Imagen primera (1963, Universidad Veracruzana) y La noche (1963, Era) y la novela Figura de paja (1964, Joaquín Mortiz)—, García Ponce está dispuesto a recuperar una visión del mundo que consiste sobre todo en posibilidades latentes, los deseos ocultos y los circulantes en cuerpos florecidos, deseos que declinan sólo para renovarse una vez y otra a partir de una mirada que siempre crea significados. ¿Quién no recuerda las largas piernas de algunas de las mujeres de Juan García Ponce entregadas a una inminencia dilatada ante los ojos que miran para siempre su belleza? Si buscar la belleza es el propósito central de todas las artes, para el narrador yucateco dar con la imagen auténtica de la realidad es el primer fin de la literatura. "La realidad", piensa al hacer un primer recuento autobiográfico,

se nos presenta de pronto como un misterio, del que, simultáneamente, somos actores y espectadores. Para mí la misión del escritor consiste fundamentalmente en poner en movimiento ese misterio, hacerlo actuar, obligándolo a revelarse en toda su luminosa oscuridad. Una oscuridad que debe abrirse mediante el poder de la palabra, pero sin perder su carácter de misterio. Porque es evidente que el misterio no es aquello que está cerrado y nos revela su secreto al abrirse, sino lo que una vez abierto sigue siendo misterio, como las personas y el curso mismo de la vida. Sólo en ese sentido, la verdad de la literatura, de la poesía, puede hacerse más real que la realidad llevándonos a ella.

Juan García Ponce ha alcanzado esa verdad desde aquellos libros fundadores para seguir caminos que se cruzan en los mundos del pasado, el amor, la posesión y la indiferencia, la contemplación, la búsqueda y el encuentro de imágenes, siempre con una pasión distante y encendida. Nunca ha querido para él la desdicha, y ha mantenido el No al dolor y la derrota en favor de la venturosa fuente de la literatura verdadera. ~
     
— Juan José Reyes

 

+ posts

es doctora y maestra en Antropología por la UNAM y licenciada en Etnología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Forma parte del Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG) de la UNAM. Su último libro es la compilación Deseo y conflicto. Política Sexual, prácticas violentas y victimización (FCE, México, 2023), que coordinó con Mariana Palumbo.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: