Ilustración: Letras Libres. Foto: Ro ochoas, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

Autocrítica y debate en la política feminista

El movimiento feminista ha sido un formidable impulso democratizador de carácter global, que ahora debe trascender los fanatismos y los cierres identitarios.
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El feminismo se asume de distintas formas y no todas las feministas están interesadas en desarrollar intervenciones en la realpolitik. Para quienes nos interesa desplegar acciones con el objetivo de lograr ciertas reformas, lo que de por sí ya conlleva varios retos, un desafío central consiste en desarrollar articulaciones y construir alianzas. Sin embargo, establecer una articulación ante la fragmentación existente de grupos y colectivas requiere a su vez del esfuerzo de debate y deliberación. ¿Cómo lograrlo cuando a las feministas nos resulta tan cuesta arriba establecer los indispensables debates entre quienes tenemos posturas contrarias? Esta dificultad habla de dos cuestiones principales. Una es la carencia de una disposición verdaderamente democrática; la otra es el complejo papel de las emociones en la política, las cuales conducen a refugios de la subjetividad como son los grupos atrincherados en posturas fundamentalistas

I

Ya la politóloga Wendy Brown (1995) sugirió que lo que la política feminista necesita es cultivar disposiciones, incluso construir espacios, para discutir nuestras ideas, en especial para cuestionar ciertos usos y costumbres feministas, y desarrollar otras normas, más democráticas. El escaso interés por la deliberación política dificulta un ejercicio de reflexividad autocrítica, mientras que el debate de ideas  ayuda a volvernos más responsables de lo que decimos. Si un desafío para el feminismo es expandir una perspectiva crítica que convenza y movilice a otras personas, difícilmente lo vamos a lograr mientras las activistas no encontremos la manera de debatir  los varios desacuerdos que tenemos.

El segundo punto lo señala Chantal Mouffe (2023) al reflexionar acerca de las dificultades que surgen cuando se intenta avanzar un proyecto democrático: “lo que está en juego no tiene que ver con la racionalidad, sino con los afectos comunes” (2023:35). Ahí radica un problema de fondo: la dimensión psíquica, tan compleja como inabordable desde las perspectivas políticas tradicionales. Las emociones cobran relevancia en el espacio político del movimiento y, con más frecuencia de la que se reconoce, desatan expresiones intolerantes, incluso prácticas excluyentes y agresiones. La dificultad para debatir visiones opuestas, derivadas de la multiplicidad de concepciones y niveles de conciencia, alienta los consabidos conflictos provocados por la vivencia religiosa de la política, con sus posiciones mesiánicas, sus cismas y sus sacerdotisas. Si a esta problemática se añaden los estereotípicos problemas de la rivalidad no asumida o mal resuelta entre mujeres, con el narcisismo de las pequeñas diferencias, no es extraño que no hayamos logrado construir un espacio de deliberación y de diálogo acerca de conflictos ideológicos que parecen insuperables. Pienso, por ejemplo, en las posturas contrapuestas en relación al trabajo sexual y a las mujeres “trans”. La ausencia de autocrítica puede convertirse en una limitación al crecimiento político del movimiento, pues conlleva el riesgo de que las activistas, desinteresadas en debatir y articularse con otras, inviertan sus energías solamente “dentro” de su grupo. Cuando la dinámica interna se convierte en un fin en sí misma aparecen otro tipo de problemas, por ejemplo, el encapsulamiento en sectas. Los grupos de “cómplices” gratifican mucho en el plano personal, y la intoxicación con el propio discurso conduce al ensimismamiento identitario, en su doble vertiente: victimista y narcisista.

La política centrada en la identidad proporciona una sensación de pertenencia y de comunidad, y con frecuencia favorece que en los grupos se encaucen inquietudes políticas y vitales sin la necesaria separación entre el hacer y el ser. Centrarse solamente en la propia identidad obstaculiza el desarrollo de una práctica política más democrática. Si bien la política de la identidad nos ha hecho más sensibles a la interseccionalidad (clase, raza, cultura) y ha fortalecido a distintos grupos para reclamar su derecho a ser diferentes sin que esto conlleve exclusión o discriminación, también ha desencadenado consecuencias negativas.

Esto ya lo analizó Benjamín Arditi (2010), quien dice que si bien la política de la identidad nació como demanda legítima de un trato igualitario, en muchos casos acabó encerrándose en un razonamiento autorreferencial. Según este politólogo, reivindicar la diferencia también alimenta el “esencialismo de la diferencia”, lo que es un revés, pues cuando la particularidad se convierte en el punto central de construcción de la política, obstaculiza el establecimiento de articulaciones horizontales entre distintos particularismos. Las luchas acerca de quiénes somos no son suficientes para transformar la desigualdad imperante; para avanzar en la transformación democrática que anhelamos es indispensable articularnos con otros grupos y movimientos. Al endurecer sus definiciones identitarias, muchos grupos feministas vuelven inalcanzable un espacio de articulación política.

II

Como ya señalé, la deliberación y el debate entre posturas contrarias es fundamental. Emprender el difícil camino al diálogo requiere, como señaló Albert O. Hirschman, empujar el discurso público más allá de posturas extremas e intransigentes de ambos lados. Este autor subraya los riesgos que hay que enfrentar al recorrer el trecho que va desde “el tradicional discurso encarnizado e intransigente hasta una clase de diálogo más “amistoso con la democracia” (1991:189). Entre esos riesgos destacan los “argumentos que son en efecto invenciones hechas específicamente para hacer imposible el diálogo y la deliberación” (1991:189). Mucho de lo que él señala está presente en ciertas feministas que se autonombran “radicales” y que, más que “ir a la raíz de los problemas” utilizan una retórica moralizadora de “feminista buena/feminista mala”, que dificulta entrar en discusiones necesarias.

El desafío es enorme y Brown nos previene de que nuestro proyecto político, por muy bienintencionado que sea, puede volver a trazar, sin darnos cuenta, las mismas configuraciones y efectos de poder que pretendemos derrotar. Esto significa, entre otras cosas, que las feministas, al discriminar “en función del sexo”, podemos volvernos sexistas. Una tarea que urge es la de des-esencializar la idea de “la Mujer” como una entidad unívoca con el fin de abrirse a las alianzas necesarias para resolver asuntos puntuales como la legalización de aborto o impular una agenda feminista en intancias del Estado. Sin duda, la perspectiva de la interseccionalidad ha servido para reiterar la inexistencia de “la Mujer”: hay muchas mujeres y gran variedad de formas de ser mujer de acuerdo a la cultura, la clase y la raza. Tampoco existe la supuesta unidad “natural” de las mujeres, sino que la unidad tiene que ser construida políticamente. Creer que por el hecho de compartir una condición biológica se debe dar la coincidencia política produce, lamentablemente, “mujerismo”. Entre paréntesis, quiero aclarar que el hecho de que las feministas se organicen entre mujeres y que elijan trabajar políticamente con otros grupos de mujeres no es mujerismo. Encauzar los afanes políticos a las mujeres no es, en sí misma, una postura mujerista.  El planteamiento feminista de la necesidad de realizar un trabajo político específico con las mujeres es correcto y hay que deslindarlo del mujerismo. La perspectiva que llamo mujerismo considera que las mujeres, por su biología,  tienen una esencia que las hace distintas de los hombres.

De tal perspectiva proviene la deriva moralista que ha ganado terreno entre las activistas feministas, la cual se ha vuelto un sustituto del debate político. Brown nos ha dicho que seamos precavidas, pues corremos el riesgo de desfigurar nuestro discurso político con “recriminaciones paralizantes y resentimientos tóxicos que se presentan como crítica radical” (1995:xi). Chantal Mouffe también critica la tendencia a moralizar y señala: “podríamos decir que la distinción entre derecha e izquierda ha sido reemplazada por otra entre el bien y el mal” (2014:140). Esto se ve en algunos espacios feministas, donde cada vez más la distinción entre “nosotras” y “ellas” se establece con un vocabulario moral: las buenas feministas y las malas feministas, o las que tienen una buena postura o una mala postura. Brown se pregunta si será posible que las feministas desarrollemos una estrategia política a partir de la fuerza de una visión alternativa de la vida colectiva y no a través del reproche moralista.

III

La perspectiva de Brown y Mouffe obliga a centrarnos en una cuestión principalísima: ¿qué es aquello que permite el desarrollo de una sociedad pacificada y democrática? Para empezar, ese objetivo requiere reflexionar sobre la alienación que hegemoniza hoy la vida social, en especial acerca de cómo el orden social de género y sus mandatos producen variadas formas de sufrimiento. Trabajar por lo común requiere una postura feminista crítica que, además de ser crítica con el capitalismo, antirracista y antipatriarcal, también sea antiesencialista y antipunitivista. Y, además, que esté abierta al debate y se apoye en el conocimiento, lo que supone rechazar el sectarismo y el anti-intelectualismo tan común entre muchas activistas.

Pensar políticamente es ir más allá de las consignas, por muy buenas que sean, así como también es interrogarnos sobre nuestros puntos ciegos. Un camino muy fructífero es el que Wendy Brown sugiere al señalar que la pregunta crucial en política no es ¿En qué crees? sino ¿Qué hay que hacer, dado un cierto conjunto de valores políticos, dado un determinado grupo de esperanzas y fines, y dependiendo de quienes somos, y donde estamos ubicados en la historia y en la cultura?” (2001:94). Responderla implica, como ya lo están haciendo algunas compañeras, el desarrollo de una autocrítica y de la fundamental disposición al debate. ~

Referencias

Arditi, Benjamín. 2010. La política en los bordes del liberalismo. Diferencia, populismo, revolución, emancipación. Barcelona: Gedisa.

Brown, Wendy 1995. States of Injury. Power and Freedom in Late Modernity. New Jersey: Princeton University Press (hay traducción: Estados del agravio. Poder y libertad en la modernidad tardía. Madrid: Editorial Lengua de trapo, 2019).

——————-. 2001. Politics Out of History. New Jersey: Princeton University Press.

Hirschman, Albert O. 1991. Retóricas de la intransigencia. México: FCE.

Mouffe, Chantal. 2014. Agonística. Pensar el mundo políticamente. Buenos Aires: FCE.

——————–. 2023. El poder de los afectos en la política. Buenos Aires: Editorial Siglo XXI.

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es doctora y maestra en Antropología por la UNAM y licenciada en Etnología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Forma parte del Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG) de la UNAM. Su último libro es la compilación Deseo y conflicto. Política Sexual, prácticas violentas y victimización (FCE, México, 2023), que coordinó con Mariana Palumbo.


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