La educación de una chica mala

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Nacida Nissa Shetty, creció en una casucha de las afueras de Chester (Virginia), por encima de Hopewell, entre Screamersville y Blanco Mount, siguiendo una pista de nada al este de la 295. Maíz a ambos lados de ella y cabras detrás. Su madre, Helen, grecoamericana, llenita, fuerte, lectora de libros, soñadora, una mujer de orígenes humildes que se desenvolvía bien y confiaba en más, se enamoró, durante la carencia de hombres de la Segunda Guerra Mundial, de un caballero indio de suaves palabras, un abogado —¿cómo llegó hasta allá? Los indios van a todas partes, ¿no? Como la arena— que se casó con ella, tuvo tres hijas en tres años (Nissa, nacida durante los desembarcos de Normandía, era la de en medio), fue a la cárcel por negligencia profesional, fue expulsado del colegio de abogados, salió de la cárcel después de Nagasaki, le dijo a su mujer que había revisado sus preferencias sexuales, se fue a Newport News, para establecerse como carnicero con su amante masculino, fuerte como un toro, “en calidad de parte femenina de la relación”, por utilizar las palabras de Vina, y nunca escribió ni llamó ni mandó dinero ni regalos para sus hijas en sus cumpleaños o en Navidades. Helen Shetty, en aquella paz sin amor, cayó dando tumbos por una espiral descendente de bebida, píldoras y deudas, fue incapaz de conservar un empleo, y las niñas se iban al diablo a toda velocidad, hasta que fue rescatada por un constructor de toda clase de cosas, John Poe, viudo con cuatro hijos, que la encontró en un bar, borracha y largando lo que se le ocurría, la escuchó, estimó que tenía buenos motivos para desesperar, dijo que era una mujer atractiva que merecía una oportunidad, juró cuidar de ella, la quitó de la bebida, se la llevó a ella y a sus tres hijas a su sencillo hogar, y nunca hizo distinciones entre los hijos de ella y los suyos propios, nunca dijo nada de su piel oscura, dio a las niñas su apellido (de forma que, a los tres años, Nissa Shetty se convirtió en Nissy Poe), trabajó duro ganando dinero para poner comida en las bocas de su familia y ropa en sus espaldas, no pidió a Helen a cambio más que el trabajo tradicional de la mujer y el acuerdo de no tener más hijos y, aunque ella había esperado grandes cosas en la vida, sabía lo cerca que había estado del arroyo, de forma que se sintió feliz de haber encontrado en cambio aquello, estabilidad, una especie de amor semibrusco y monosilábico, un hombre de alma generosa y un suelo sólido bajo los pies, y si él quería las cosas a la antigua, era un trato que estaba dispuesta a cumplir sin quejarse, de forma que la casucha estaba impecable, la ropa limpia, los niños alimentados y bañados, la cena de John Poe caliente sobre la mesa todas las noches cuando él volvía a casa, y él tenía razón también en lo de los hijos, de manera que fue a la ciudad y se hizo la operación, y aquello también estuvo bien, estuvo realmente bien, ella tenía muchas cosas que hacer y eso las hacía más fáciles, él era chapado a la antigua tanto en la cama como fuera de ella, no se andaba con gomas ni cosas de ésas, y ahora todo iba bien, mejor que bien, iba bien. Una vez por semana todos iban al drive-in en la furgoneta de John, y Helen Poe miraba a las estrellas que había encima en lugar de mirar a las de la pantalla, y les daba las gracias, con alguna reserva, por su destino.
     Si John Poe soñaba con algo, era con cabras. En el corral que había detrás de su hogar tenían una hembra Saanen blanca, que daba a la familia leche, y una población pequeña y flotante de cabras españolas y miotónicas, destinada al matadero. Nissy Poe se crió sin saber qué gusto tenía la leche de vaca. John Poe le dijo que la leche de cabra era más fácil de digerir, e incluso la animó a que se lavara la cara con ella como tratamiento de belleza, lo mismo que solía hacer la reina Cleopatra. Ella había aprendido de su madre a no llevar nunca la contraria a aquel hombre grande y amable pero dominante, y se tomaba dócilmente el líquido delgado, azulado y con olor a rancio que había llegado a aborrecer. Y cuando las cabras españolas sentenciadas eran llevadas al matadero en la estación correspondiente, no había para comer, durante semanas seguidas, más que cabrito, carne de cabra. Helen Poe no era una mujer de gran habilidad culinaria, y la pequeña Nissy llegó a temer más que nada las horas de las comidas, por la sonrisa que tenía que pintar en su cara. Joe Poe era un hombre que necesitaba que le dieran las gracias regularmente por los dones que repartía.
     Después de una gran cena de cabra, echaba hacia atrás la silla y predecía el porvenir. Aquellas escasas criaturas de la parte de atrás, en el prado rodeado por una cerca de cinco pies de altura con los espacios entre los alambres de sólo cinco pulgadas o algo así, eran sólo el comienzo, manifestaba el padrastro de Nissy. No iba a trabajar para otros toda su vida, podía apostar. Estaba pensando en una granja de cabras. No una granja para carne, sin embargo; sentía por las cabras para carne algo así como desprecio, especialmente por las miotónicas, cuyos trastornos genéticos hacían que se cayeran con las patas rígidas cuando se asustaban. Algunas noches, John Poe deseaba el día en que entraría en el negocio de la leche de cabra, en Oregón tal vez, o en Florida. Se extasiaba hablando de las virtudes de las alpinas “suizas” y de las Toggenburg y de las rubias del “desierto”. Hablaba de las delicias del queso de cabra y de la sopa de leche de cabra. Otras noches su visión era de angora y cachemira, y de un futuro de fábricas textiles en Texas o Colorado.
     —Os gustará, con vuestra sangre oriental, ¿eh? —les dijo a las hijas de Helen—. El cachemir viene originalmente de Cachemira, en la India, y la angora de Ankara, Turquía, y el nombre de mohair, que es como se llama a una tela hecha con pelo de la cabra de angora, es árabe o algo así, y significa “lo que preferimos”. En esos ensueños, a menudo surgía la cabra negra uzbeka, cuya lana es de fibra más larga que el pelaje de protección, y es de calidad cachemira. Nissy Poe, a pesar de su sangre oriental, llegó a detestar las simples palabras mohair, cachemir y uzbeko. Pero sonreía y daba las gracias cuando hacía falta. Y John Poe, con una cerveza en la mano, se dejaba llevar a su fantasía oriental particular.
     Ormus Cama y yo, que nos criamos en la India, sentíamos que nuestros corazones tendían hacia el oeste; qué extraño es pensar en los primeros años de Vina bajo la égida de aquel hombre bueno y sencillo con su pasión por el este, o si no por éste, por sus bestias peludas.
     Algunas veces, John Poe contaba chistes de cabras. (Dos cabras entran en la cabina de proyección de un drive-in y empiezan a masticar. “Dios, qué buena es esta película —dice la primera, y la segunda va y dice—: sí, pero me parece que la novela era mejor”). Sin embargo, no toleraba a los otros esa frivolidad. Un vecino nuevo vino de visita una vez y dijo:
     —Cabras, ¿eh? Seguro que nos gustan las cabras, estamos pensando en tener una como mascota, pero un tipo nos dijo: “lo malo de las cabras es que se comen el coche”.
     Cuando se fue, John Poe los declaró a él, su familia y sus tierras zona prohibida. El hombre se vio condenado a perpetuidad sin saber siquiera qué había hecho, y siendo John Poe como era, era una condena contra la que no había posibilidad de apelación.
     Era un hogar sin intimidad, con los niños amontonados en literas, a tres o cuatro por habitación. Algunos de ellos crecieron tranquilos, introvertidos, defensivos. Nissy se volvió salvaje. En el jardín de infancia, adquirió mala fama por morder a otros niños y también a los maestros, y hubo que sacarla de la clase. John Poe le sacudió a fondo y ella volvió al jardín y mordió con más fuerza. Hubo una escalada y la guerra se interrumpió de súbito, porque ambos combatientes se dieron cuenta de que, si continuaba, podría haber alguna baja. John Poe dijo a Nissy que la quería y guardó su cinturón y Nissy Poe dijo a sus aterrorizados compañeros de clase:
     —Oquey, no os voy a comer.
     En cuestiones de raza, John Poe estaba cerca de ser liberal. Fue con Helen a ver a las autoridades escolares para explicarles que la morenez de las niñas no era morenez de negro: eran indias de la India y no tenían por qué ser discriminadas, podían ir en el autobús lo mismo que los niños corrientes. La escuela aceptó el argumento, aunque ello trajo sus propios problemas.
     Cuando Nissy se hizo mayor, se enteró de que los otros chicos, los chicos blancos, la llamaban India Piesnegros, y también chica-cabra. Y luego estaban aquellos tres chicos de la vecindad, que parecían negros y hablaban español —¡ellos sí que eran un lío!— y solían abuchear a Nissy Poe porque podía ir en autobús a la escuela de los blancos. Y entonces, un día los tres chicos estaban esperando el autobús, y no hacían más que decir que ahora había una ley y que iban a ir también a la escuela, pero el conductor no los dejó subir, no a su autobús. Mientras ella subía, oyó cómo la insultaban, algo relativo a los cabritos de su familia y a que ella era cría de un cabronito. Lo miró en el diccionario. Cabrito era cabra pequeña y cabronito, pequeño homosexual. Al día siguiente los chicos estaban esperando el autobús otra vez, esta vez con su padre, pero daba igual, de manera que arremetió contra todos. El padre la separó de los chicos, y ella dio patadas y puñetazos en el aire mientras la arrastraba, pero se sintió contenta, porque en aquel corto tiempo había infligido una cantidad de daños desproporcionada a sus difamadores. John Poe volvió a quitarse el cinturón, pero sin mucha convicción, y no acompañó a Helen cuando fue a la escuela a suplicar al personal que dejara que su hija se quedara, y recibiera una educación, y escapara de la trampa de la pobreza, como ella misma había confiado un día en hacer.
     —Es duro para una niña —dijo Helen Poe a la maestra de la clase de su hija— vivir sin esperanza.
     Chica-cabra. No lejos de la casucha, hacia Redwater Creek, había una hondonada boscosa llamada Jefferson Lick. Según la leyenda local, vivía en ella una especie de centauro, refugiado de un circo ambulante canadiense, loco y peligroso por haber pasado todos aquellos años en una jaula para diversión del público, azotado y medio muerto de hambre. El Monstruo Cabra de Jefferson Lick era el coco local, utilizado para asustar a los niños a fin de que obedecieran, y en el baile de disfraces anual durante la feria del verano siempre había uno o dos hombres de Lick, el gran dios Pan llegado a Virginia y vestido de harapos. Cuando los niños estaban seguros de que estaban suficientemente lejos de Nissy Poe para estar a salvo, la llamaban hija del Hombre Cabra y corrían para salvar la vida.

     Helen trató de llevar a su hija por mejor camino. Cuando la chica tenía casi diez años, su madre estaba con ella (era el fin de semana del Día de los Caídos de 1954), mirando la galaxia que resplandecía en el cielo de la noche.
     —Sigue tu estrella, encanto, y no dejes que nadie ni nada te desvíe —dijo Helen, con un temblor en la voz que hizo que Nissy la mirase fijamente. Su madre inició una sonrisa rápida, delgada y dura que no engañó a Nissy ni un instante—. No como yo, ¿eh? —Hellen sonrió burlonamente, como una calavera—. Elige una de esas preciosidades y síguela a donde te lleve.
     Relampagueó un meteoro.
     —Quiero ésa —dijo Nissy Poe—. Parece como si fuera a llegar lejos.
     No elijas ésa, pensó su madre, las estrellas fugaces traen mala suerte. Pero no lo dijo, y la chica asintió firmemente.
     —Sí, señora, ésa es la que quiero.
      
     Aquel fin de semana, después de terminar sus deberes, Nissy Poe fue por su cuenta a Jefferson Lick, sin miedo. No esperaba encontrar monstruos, pero quería entrar allí, tan lejos como pudiera. El bosque era encantador, oscuro y profundo, y mientras ella se abría paso entre el mullido follaje hacia las profundidades de la hondonada, sintió que algo muy desconocido caía sobre ella, como una bendición. Era la soledad. Para ver los pájaros, tienes que formar parte del silencio.

¿Quién dijo eso? Algún zoquete. Allí dentro era como Blanca Nieves. Pájaros por todas partes, como nubes de mariposas, y si cantabas, cantaban al mismo tiempo que tú. Las currucas de capucha y las currucas de pecho amarillo proporcionaban las vocales de apoyo; los pájaros carpinteros marcaban el ritmo. Nissy Poe se olvidó de todo y cantó:
      
     Shake, rattle and roll!
     Shake, rattle and roll!
      
     Ese era su gran secreto, aquella voz como la explosión de fuerza de un cohete. A veces, cuando John Poe estaba trabajando, y los hijos de John Poe estaban todos fuera de la casa, de forma que no irían con cuentos —John Poe podía tratar igual a todo el mundo, pero los chicos eran algo totalmente distinto—, Helen ponía la radio y buscaba una emisora que transmitía lo nuevo, los Driftwoods, Jack Haley, Ronnie Man Ray. A veces sintonizaba incluso alguna de aquellas emisoras de rythm and blues negro, y Helen movía las caderas participando en la música, la música segregada, la música que John Poe llamaba el boogie del diablo.

     —Vamos, encanto —la animaba Helen—, canta conmigo —pero Nissy Poe se negaba siempre, apretando la boca en una línea blanca y exangüe, y Helen sacudía la cabeza—. No sé qué haría falta para que te lo pasaras bien —decía, y entonces la música volvía a apoderarse de ella, que ponía los ojos en blanco y bailaba, y armaba jaleo, ante los ojos leales e impasibles de sus hijas. (Dos de las tres; la menor era situada normalmente en el patio delantero, en servicio de centinela, por si John Poe volviera inesperadamente). Helen parecía en esos momentos ser una niña también, tratar de llegar a una versión de sí misma que había quedado aplastada bajo la persona adulta que se había visto obligada a ser por necesidad.
     Nissy Poe no cantaba nunca para su madre; pero iba a Jefferson Lick para estar sola, y sólo entonces, lejos del mundo, protegida por un ogro apócrifo, liberaba la voz que revelaba el deseo más profundo de su alma. ¡La música! Era todo lo que quería en la vida; no ser parte del silencio, sino del sonido.
     Si hubiera habido algún Monstruo de Lick presente, habría aplaudido. Desde el principio Vina tuvo la voz, y el ataque implacable. Cantó liberando su joven corazón, luego se echó en un montículo de tierra, aunque sabía que tendría que padecer después por su ropa sucia, se durmió, despertó sobresaltada y descubrió que se había hecho oscuro, salió como pudo del Lick y empezó a correr, y cuando llegó a casa descubrió que hubiera podido tomárselo con más calma, porque todo el mundo estaba muerto.
     Los niños habían sido asesinados en sus camas, con el corazón apuñalado por un gran cuchillo de cocina. Murieron sin despertarse. Pero a John Poe le habían cortado el cuello y, por el desorden de la habitación, era evidente que se había tambaleado por allí largos momentos, antes de estrellarse contra la parte superior del viejo aparato de televisión. Había sangre embadurnada por la pantalla del televisor, y él yacía a sus pies, en un gran charco pegajoso, el pantano de su vida perdida. El televisor estaba encendido, y alguien estaba diciendo algo sobre el comienzo de una guerra que afectaba a ¿Vietqué? ¿En Bienbiendónde? En Indochina, sí. ¿Eso era entre la India y China? Y realmente tenía mucho que ver con una chica de una casucha cerca de Hopewell (Virginia), hundida hasta la rodilla en la sangre de su familia muerta.
     Helen no estaba en la casucha, pero Nissy la encontró muy pronto, porque todas las cabras estaban muertas también, y Helen colgaba por el cuello de una de las vigas transversales del cobertizo abierto que John Poe había construido con sus propias manos para que el ganado tuviera algún sitio donde estar cuando el tiempo fuera malo. En el polvo, debajo de los colgantes pies de ella, había un gran cuchillo de cocina, espesamente cubierto de sangre oscura y cuajada.
      
     Porque no fue a buscar ayuda hasta la mañana; porque puso una escalerilla y cortó la cuerda de su madre con el arma homicida; porque se quedó fuera, en el cobertizo, toda la noche, sola con el cuchillo y su madre y las cabras muertas y el universo incendiado en el cielo, las estrellas fugaces cruzando como bólidos en todas direcciones, con la vía láctea derramándose, probablemente estaba hecha de esa mierda de leche de cabra y olía como ese pis de mierda; por sus antecedentes de chica mala, los mordiscos, las peleas, sospecharon de ella unos cinco minutos, cinco minutos en los que ella, la chica-cabra, la hija del Monstruo Cabra de Jefferson Lick, vio en los ojos del policía lo que sólo hay en ellos cuando miran a los grandes asesinos. Llamadlo respeto. Sin embargo, al cabo de cinco minutos, hasta el sheriff Henry había comprendido que hubiera sido muy difícil para la chica hacerlo, colgar a su madre, por Cristo, sólo tenía diez años. No era un caso difícil de resolver, una mujer loca pierde la cabeza, una gran mujer frescachona como ella, en donde todavía había mucho que agarrar para consolarse, qué lástima, las cosas pudieron más que ella, y saltó. Esa mierda ocurre.
      
     Después de aquello su padre, el carnicero Shetty, apareció con su amante, pero a ella no le gustaba cómo sonaba Newport News, y había tenido ya carnicería suficiente para toda la vida, sería vegetariana el resto de sus días. Finalmente accedió a ir a vivir con unos parientes lejanos de Helen, los Egiptus de Chickaboom, arriba, cerca de los Finger Lakes en la parte occidental del estado de Nueva York: y durante todo el camino hasta allí, sola en el autobús, se preguntó por qué su madre había elegido precisamente aquel momento para derrumbarse, aquel Día de los Caídos en que su hija mediana se había quedado dormida en el Jefferson Lick. Tal vez no fuera algo hecho sin pensar. Tal vez Helen había esperado a que ella estuviera fuera de peligro. Nissa había sido elegida para sobrevivir, seleccionada por su madre como la única de la familia que merecía la vida. Su madre había visto u oído algo en ella, algo que no era sólo salvajismo y violencia, y por eso le había salvado la vida. Nissa, su estrella fugaz.

     —Me oyó.
     La fuerza de su súbita comprensión la hizo gritar las palabras. Los pasajeros que tenía más cerca la miraron y se removieron en sus asientos, pero ella estaba totalmente ajena a su incomodidad. Helen me oyó. Debió de seguirme hasta el Lick algún día y yo nunca lo supe, y por eso esperó, sabía que me había ido para mucho rato. Estoy viva porque ella quiso que yo cantase.
     Bienvenido a Chickaboom, decía un letrero.
      
     Del año que pasó en aquel clima norteño, en aquel exilio egipcio, Vina Aspara nunca dijo mucho a nadie. Si le hacías una pregunta de más, se te revolvía como una serpiente. Sólo me habló de ello un par de veces en su vida. En el momento en que llegó allí, enterró a la pobre Nissy Poe. Eso lo sé. Mr. Egiptus le ofreció usar su apellido y dijo que siempre había querido una hija que se llamase Diana. Ella se convirtió sin pesar en Diana Egiptus. Sin embargo, el nuevo nombre no tuvo suerte.
     —Había una mujer que no fue buena conmigo —me dijo—. No me trataron bien en esa familia.
     Me costaba trabajo conseguir que me dijera sus nombres. Llamaba a su principal atormentadora, Mrs. Marion Egiptus, “la mujer con la que yo estaba entonces”; los otros miembros de la familia eran “la gente con la que no fui feliz”. Aquella gente, pude averiguar, los Egiptus, tenían una pequeña tienda de tabaco, a cuya puerta estaba la figura de un faraónico auriga, sosteniendo, en una mano, las riendas de su único caballo y, en la otra, un puñado de puros.
     —Era una ciudad de mala muerte, de un solo caballo —decía Vina—, y el único caballo que había era de madera.
     Aquella pequeña ciudad fue su primera Troya. Bombay sería la segunda, y el resto de su vida la tercera; y dondequiera que iba, había guerra. Los hombres luchaban por ella. A su modo, fue también una Helena.
     ¿Qué ocurrió en Chickaboom? No puedo decir mucho; Vina me dijo muy poco, y los que han investigado su historia luego han hecho relatos contradictorios, a menudo puramente ficticios. Marion Egiptus era malhablada y dura, y le repelía la piel oscura de la futura Vina. Otros miembros del hogar de los Egiptus veían esa misma piel oscura como invitación a las relaciones sexuales. La joven Nissy-Diana-Vina tenía que defenderse de sus primos.
     El Egipto se tambaleó, o fue comprado. Hubo un incendio, o no lo hubo. Fue un chanchullo con el seguro, o un incendio intencionado, o no ocurrió. Marion Egiptus, “la mujer con la que yo estaba entonces”, “la mujer que no fue buena con ella”, se negó, tal vez por el revés recibido por la fortuna de la familia, o (si no hubo realmente tal revés) por su profunda aversión a la chica, a tener a Diana Egiptus con ellos más tiempo. Hay indicios de que la delincuencia de Vina continuaba, el ausentismo escolar, la violencia, el consumo excesivo de pastillas.
     Rechazada por Mrs. Egiptus, fue enviada a la India porque no quedaban opciones americanas. El carnicero Shetty de Newport News escribió una carta de súplica a sus ricos parientes, los Doodhwala de Bandra, Bombay, pero sin mencionar que ya no era abogado, que no era ya un pez gordo que engordara cada vez más con una dieta diaria de pececitos americanos de muchas calorías, pero omitirlo era cuestión de honor, una forma de conservar su propia estima. También omitió mencionar los muchos tropiezos de su hija con la autoridad, y exageró un tanto los femeninos encantos de la joven Nissa Shetty (porque, en aquella carta, ella volvió a su nombre original). En cualquier caso, los ricos Doodhwala, seducidos por la encantadora perspectiva de adquirir una sobrina vuelta de América, accedieron a acogerla. El padre de Nissa Shetty la recogió del Greyhound en la Port Authority Terminal, y pasó una noche con ella en Manhattan. La llevó a cenar al Rainbow Room y bailó con ella en la pista giratoria, manteniéndola muy cerca, y ella entendió lo que le estaba diciendo; no sólo que sus negocios iban bien sino que le decía adiós para siempre, que no podía contar ya con él. No llames, no escribas, que lo pases bien, adiós. A la mañana siguiente, fue sola a Idlewild, respiró profundamente, y se dirigió hacia el este. Al este hasta Bombay, en donde Ormus, y yo, esperábamos.
     Si queremos comprender la furia de Vina, que dominó su arte y perjudicó su vida, debemos tratar de imaginar lo que ella no nos diría, la miríada de insignificantes crueldades de unas relaciones injustas, la ausencia de hadas madrinas y zapatillas de cristal, la imposibilidad de los príncipes. Cuando la conocí en la playa de Juliu y lanzó aquella asombrosa invectiva contra toda la India, pasada, presente y futura, en realidad sólo estaba permitiéndose una especie de mascarada, ocultándose de mí detrás de sus amargas ironías. En el Bombay cosmopolita, era ella la provinciana; si alababa a nuestra costa el refinamiento americano, era porque el refinamiento era una cualidad de la que carecía por completo. Después de una vida de pobreza, era la India, en la forma ampulosa de Pilo Doodhwala, la que le había ofrecido el primer gusto de la opulencia; en consecuencia, por inversión, llenaba su diálogo de desprecio sustitutivo de americana rica por el empobrecimiento del Oriente. En Chickaboom, los inviernos habían sido feroces (detalles que conseguí arrancarle); odiando el frío, se quejaba del calor en el caliente Bombay.
     Por último, y sobre cualquier otra cosa, si queremos comprender la furia de Vina, tenemos que ponernos en su lugar, y tratar de imaginar sus sentimientos cuando, después de un extenuante viaje a través del planeta hasta el aeropuerto de Santa Cruz de Bombay, desembarcó del Douglas DC-6 de la Pan American para encontrarse con que su padre —¡imperdonable irreflexión la de aquel hombre!— la había entregado otra vez, y con escasas esperanzas de huida, a la odiada compañía de las cabras. –
     — Traducción de Miguel Sáenz

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