La hora del fuego

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La crítica Kate Chisholm ha dicho que en los libros de John Michael Coetzee (1940) “no hay nada cómodo ni reconfortante; su escritura, sin embargo, es absolutamente magnética: la penumbra siempre es iluminada por trozos de mica que fulguran bajo un sol feroz”. Esta imagen en la que es posible detectar una aparente rivalidad fondo-forma ilustra la dialéctica que, de Dusklands (1974) a Juventud (2002), anima el trabajo de uno de los grandes renovadores de la narrativa y el ensayo en lengua inglesa; una dialéctica que se apoya justo en la contraposición de elementos oscuros y luminosos.
     Sudáfrica, ese país que “se ha inscrito en la mente como un lugar de luz plana y dura, sin sombras y sin profundidad”, según leemos en La edad de hierro, se perfila en buena parte de la obra de Coetzee como el campo de batalla ideal para que ética y estética luchen, se imbriquen y tramen un pacto inusitado a favor de la literatura. En esta “región maldita” que “se ha deslizado directamente de lo prehumano a lo posthumano” —palabras de Breyten Breytenbach, el narrador y poeta sudafricano condenado a siete años de prisión en 1975—, atravesada por espasmos políticos y sociales y bañada por “un sol feroz” que no obstante es incapaz de disipar las tinieblas legadas por la historia, Coetzee ha ido diseminando sus “trozos de mica”: libros que fulguran, en efecto, con un brillo de fuego. Hasta la fecha, tres de estos libros han sido narrados por mujeres, una táctica que Fiona Probyn define así: “Al apropiarse de lo femenino y emplearlo como metáfora de la impotencia que resulta de la complicidad [con el régimen patriarcal], Coetzee registra un rechazo simbólico de la casta a la que pertenece […] Es obvio que utiliza lo femenino como maniobra textual para evitar ciertas estrategias retóricas y habitar al otro.” Ese otro es el terceto integrado por Magda, Susan Barton y Elizabeth Curren, las voces cantantes de In the Heart of the Country (1977), Foe (1987) y La edad de hierro, a las que se suma Elizabeth Costello, el alter ego elegido por Coetzee para sus conferencias (The Novel in Africa y La vida de los animales, ambas de 1999). Las cuatro se adueñan de formas narrativas que —otra vez Probyn— constituyen actos de escritura: Magda, la joven aislada en una granja, vuelca su psique en un diario sin fechas; Susan Barton, la inglesa que busca reescribir —contraescribir— Robinson Crusoe, ofrece primero el relato de su vida en una de las islas más célebres de la literatura y luego sus cartas a Daniel Defoe o Foe; Elizabeth Curren, la anciana con cáncer en los huesos que vivía de dar “voz a los muertos” en clases de latín, dirige una extensa carta a su hija exiliada desde 1976 en Estados Unidos, una carta que “pretende desnudar algo, pero no mi corazón”; Elizabeth Costello, la novelista sudafricana que comparte nombre e iniciales con Curren, viaja por el mundo dictando sus ponencias. Las cuatro son blancas y encarnan el sujeto femenino que, dice Probyn, “se puede ver como el modelo idóneo del sujeto posmoderno, descentrado y fragmentado”.
     Es precisamente la fragmentación, el continuo vaivén entre interior y exterior desatado por el sufrimiento, lo que da coherencia al discurso de la narradora de La edad de hierro (“No hay escritura sin dolor”, subraya). Aquí se trata de un sufrimiento por partida doble: por un lado está el cáncer, un mal saturnino que funge como maternidad inversa —”[Quedé] embarazada de estos tumores, de estos bultos fríos y obscenos”— y que emparenta a Curren con las mujeres secas de Clarice Lispector, y por otro Sudáfrica, “una tierra que bebe ríos de sangre y nunca queda saciada”. Es la Sudáfrica del apartheid, el sistema de relaciones étnicas —el eufemismo es de Geoffrey Cronjé, uno de sus teóricos principales— que echó raíces en el país durante cuarenta y cinco años y al que Breytenbach se refiere como “la ley del bastardo”. Es la Sudáfrica que el protagonista de Vida y época de Michael K. (1983) recorre junto con su madre agónica; la Sudáfrica convulsa del estado de emergencia decretado en 1986, una etapa “[in]hospitalaria con el alma” en la que “abrir un periódico, encender la televisión, es como arrodillarse y que te orinen encima”; una Sudáfrica similar a “un viejo sabueso malhumorado dormitando en el umbral, retrasando el momento de morir”. Esta figura canina preludia de algún modo los perros desahuciados que el personaje central de Desgracia (1999) ayuda a incinerar y cristaliza en el collie que acompaña a Vercueil, el vagabundo negro de filiación beckettiana con quien Elizabeth Curren entabla un lazo ambiguo, no exento de cierta tensión erótica, semejante al que se establece entre Susan Barton y Viernes en Foe. Unida por el desamparo, por la sombra cada vez más cercana de la muerte, la pareja dispareja de Coetzee habita una Ciudad del Cabo que parece reducirse a la casa de la narradora, “un museo en decadencia, un museo que debería estar en un museo” y que se convierte en refugio de dos de los “niños de hierro” —jóvenes de raza negra que apelan a la rebelión armada contra el apartheid— a los que alude el título de la novela: Bheki, el hijo mayor de la criada de Curren, y su amigo John. Cuando ambos son asesinados, Bheki por los militares en un pueblo próximo a Ciudad del Cabo y John por la policía en el cuarto de servicio de la casa, la narradora debe desviar la atención de su dolor para concentrarla en el orbe en llamas que la rodea. Su mirada se vuelve entonces aún más amarga pero flamígera; su mente se llena de imágenes vinculadas a la lumbre: una y otra vez se ve a bordo de su automóvil, bañada en gasolina, a punto de prender un cerillo para echar a rodar como antorcha humana por una de las arterias más concurridas de la ciudad. Escoltada por Vercueil, el Virgilio cuyo abrazo frío apagará su anhelo de incendio, la anciana asume al final que su cuerpo y Sudáfrica son un solo organismo: “Este país [ha sobrepasado su plazo] también, ya es la hora del fuego, hora de acabar, hora de que crezca lo que crece de las cenizas.” Hora, cabe añadir, de leer sin tardanza a J. M. Coetzee. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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