En el puente de mando, atrás de la ventanilla de grueso cristal violáceo, el capitán contempla un mar repentinamente calmo –de un azul metálico que parece casi negro en los bordes de las olas–, los mástiles de vanguardia, el compacto grupo de pasajeros en la cubierta de proa, la curva tajante que abre las efímeras espumas. “Mis pasajeros”, piensa el capitán.
Apenas un instante antes –algo así como en un parpadeo– dejaron atrás el puerto, que se les perdió de vista como un lejano incendio.
El barco cabecea dos o tres veces, con suavidad.
–Yo, la verdad, capitán, cada vez que salgo a alta mar siento la misma emoción de la primera vez– le comenta el contramaestre, un hombre de pequeña estatura, sonriente y de modales resbaladizos –¿Cómo dice el poema de Baudelaire? “Hombre libre, tú siempre añorarás el mar.” Pues yo lo añoro hasta en sueños. El puro aire salino y yodado me cambia la visión del mundo. Como si fuera una gaviota suspendida en lo alto del mástil, y desde ahí mirara el horizonte. Temo que un día esta emoción se me agote, usted me entiende. El paso del entusiasmo a la rutina es una de las mejores armas de la muerte, lo sabemos.
El capitán realiza su primer viaje en tan importante cargo, algo que esperó con ansiedad creciente desde el instante mismo en que decidió hacerse marinero.
Con actitud ceremoniosa levanta la cabeza, mete la mano al bolsillo interior del saco de hilo blanco (que apenas estrena) y toma la instrucción lacrada que, se le advirtió, sólo debería abrir ya en alta mar.
Desde hace días el corazón se le desboca con facilidad. Y hoy por fin llega al momento que, supone, pondrá fin a su incertidumbre sobre el rumbo por seguir, la clase de travesía que deberá realizar, cómo y con qué medios resolverá los problemas que enfrente.
Rompe los sellos como si rasgara su propia piel, abre el sobre y, para su sorpresa y desconsuelo, se encuentra con un texto fragmentado y casi invisible.
–¡Otra vez esta maldita broma!– dice el contramaestre chasqueando la lengua al descubrir el instructivo por encima del hombro del capitán. –Siempre la hacen a quienes ocupan el cargo de capitán por primera vez. Dizque para probar sus habilidades y capacidad de improvisación.
–Pues me parece una broma de lo más pesada. Y absurda, porque ahora no sabremos a dónde dirigirnos.
–De eso se trata, he oído decir que dicen. Precisamente, que en éste su primer viaje como capitán usted mismo decida a dónde ir, qué escalas hacer, cómo enfrentar los problemas que se le presenten. Incluso, cómo explicar y convencer a los pasajeros de la ruta que decida seguir y el por qué.
–Algunas palabras se leen aquí con cierta claridad– dice el capitán entrecerrando los ojos para enfocar el amarillento trozo de papel.
–Y si le ponemos un poco de agua quizá puedan leerse algunas más.
Con la punta del índice, como con un suave pincel, el contramaestre le pasa un poco de agua al papel.
–¡Mire, se han aclarado otras palabras!
–No demasiadas.
–Quizá sean suficientes. Por lo pronto, nos aclaran el Sur en vez del Norte y, lo más importante, que el nuestro no debe ser un viaje de recreo sino más bien formal y ceremonioso. Mire, aquí se lee muy clara la palabra “ceremonioso” y creo que la siguiente palabra es “ritual”.
–Ya me imagino explicándoles yo a los pasajeros que éste será un viaje “ritual”.
–Pues por lo menos tiene usted una pista de lo que debe decirles. He visto instructivos en que la única palabra que aparece es “convencerlos”, pero no se sabe de qué ni por qué. Además, usted por lo menos tiene muy clara la palabra “Sur”. Es mucho peor cuando le aparece “rumbo desconocido”, porque entonces toda la responsabilidad recaería sobre usted. Supe de un capitán que malinterpretó las instrucciones que se le daban…– y una chispita de ironía brilla en los ojos del contramaestre. –Bueno, no exactamente que se le dieran las instrucciones, sino que él debía adivinarlas en un papel como éste. Las malinterpretó y zozobró a los pocos días de haber zarpado. Otro más se desesperó tanto ante la confusión de las instrucciones que lanzó el trozo de papel por la borda. Lo único que consiguió fue que pocas horas después se pararan las máquinas del barco y no pudiéramos volverlas a echar a andar por más intentos que hicimos– las aletas de la nariz se le dilatan y respira profundamente. –O, en fin, me contaron de un caso aún más grave, porque la irresponsable y manifiesta desesperación del capitán provocó enseguida que una enfermedad infecciosa de lo más rara se declarara a bordo.
–Pero, ¿quién puede asumir unas instrucciones que no se le dan con suficiente claridad?– pregunta el capitán al tiempo que se le marcan las comisuras de los labios, en un gesto casi de asco.
–Creo que éste es el punto más delicado que enfrentará usted, por lo que me ha tocado ver. Hay capitanes que con muchas menos palabras en su instructivo toman una actitud tan decidida que así se lo hacen sentir a la tripulación y a los pasajeros. La respuesta por lo general es de lo más positiva. En cambio he visto a otros que, al titubear, provocan un verdadero motín a bordo, y no ha faltado la tripulación que se subleva y toma el mando de una manera violenta, con todas las implicaciones que ello significa para el resto del viaje.
–¿Y los pasajeros?
–Con los pasajeros más le vale tener un cuidado supremo. Porque si no están de acuerdo con sus decisiones, una queja por escrito a nuestras altas autoridades puede costarle a usted el puesto, lo cual significaría que éste fue su debut y despedida como capitán de un barco. Pueden hasta fincarle responsabilidades y demandarlo. Supe de un capitán que tardó años en pagar la demanda que le pusieron los pasajeros por daños y perjuicios.
–Dios santo.
–Empezarán por cuestionarle el rumbo que tome. Si va usted al Sur, le dirán que ellos pagaron su boleto por ir al Norte. Le van a blandir frente a la cara sus boletos, prepárese. Pero si decide cambiar de rumbo e ir al Norte, será peor, porque no faltarán los que, en efecto, prefieran ir al Sur, y lo mismo, van a amenazarlo con quién sabe cuántas demandas. Otro tanto le sucederá con las escalas que realice. Nunca conseguirá dejarlos satisfechos a todos, y más le vale tomar sus decisiones sin consultarlos demasiado. Simplemente anúncielas como un hecho dado, y punto. O sea, partir de que los pasajeros nunca saben lo que en realidad quieren y tomar las decisiones por encima de ellos, por decirlo así.
–¿Y si definitivamente no están de acuerdo con esas decisiones?
–Rece usted porque no le suceda algo así. Estuve en un barco en el que los pasajeros se negaron a aceptar el rumbo que decidió tomar el capitán y exigieron que les bajaran las lanchas salvavidas para regresar al puerto del que acababan de zarpar.
El capitán sostuvo el trozo de papel con dos dedos como pinzas y lo volvió para uno y otro lado. Suspiró.
–Si por lo menos lograra poner en orden las palabras que aquí aparecen. Pero son demasiados los espacios en blanco entre ellas.
–Consuélese. Recuerdo que un capitán cayó de rodillas apenas abrió el sobre sellado y se puso a orar por, según él, la gracia concedida de contar con unas cuantas palabras para guiarse en su viaje. Luego me decía: “Me complace pensar que los fundadores de religiones, los profetas, los santos o los videntes, han sido capaces de leer muchas más palabras que nosotros en estos textos casi invisibles, tras de lo cual seguramente los han exagerado, adornado o dramatizado, pero la verdad es que nos dejaron un testimonio invaluable para cada uno de nuestros viajes.”
–Prefiero atenerme a mis limitadas capacidades. ¿Y si le ponemos un poco más de agua?
–Inténtelo. Aunque si lo moja demasiado corre el riesgo de borrar alguna palabra. Lo mismo con la saliva, he comprobado que puede dar pésimos resultados. Quizá sea preferible conformarse con lo que tiene a la mano y no ambicionar más. Concéntrese en algunas de las palabras que se le dieron, léalas una y otra vez, búsqueles su sentido más profundo. Ahí tiene una, por ejemplo, que si la sabe apreciar, debería estremecerlo hasta la médula.
–¿Cuál?
–“Constelación”. ¿Le parece poco? Nomás calcule todas las implicaciones que puede encontrarle. Experiméntelo esta misma noche. ¿O no ha percibido usted el acorde, el ritmo que une a las estrellas de una constelación? ¿O tampoco ha notado que las estrellas sueltas, las pobres que no alcanzan a integrarse en una constelación, parecen insignificantes al lado de esa escritura indescifrable?
–¡No me hable más de escritura indescifrable, por favor!– dijo el capitán con un gesto de dolor.
El contramaestre no pareció escucharlo y miró fijamente hacia el cielo azul, como si sus palabras vehementes consiguieran ya empezar a oscurecerlo.
–El hombre debe de haber sentido desde el principio de la historia que cada constelación era como un clan, una sociedad, una raza. Algunas noches yo he vivido la guerra de las estrellas, su juego insoportable de tensiones, y si quiere un buen consejo espérese a la noche para contemplar el cielo antes de tomar cualquier decisión.
El barco tiembla, crece en velas y gavias, en aparejos desusados, como si un viento contrario lo arrastrara por un instante a un rumbo imprevisto.
Aquella noche, en efecto, el capitán ni siquiera intenta dormir (quizá tampoco lo intente las siguientes noches) y furtivamente sale de su camarote a pasear por la cubierta de proa. El cielo incandescente, el aire húmedo en la cara, lo exaltan y le atemperan la angustia que lo invade. El espectáculo sube bruscamente de color, empieza a quemarle los párpados. Los astros giran levemente.
“Ahí tiene una palabra que si supiera leerla lo estremecería hasta la médula”, recuerda que le dijo el contramaestre.
Contempla el trazo lechoso de la Vía Láctea cortado por oscuras grietas, el suave tejido de araña de la nebulosa de Orión, el brillo límpido de Venus, el resplandor contrastante de las estrellas azules y de las estrellas rojas. ¿Quién advierte la muerte de una estrella cuando todas ellas viven quemándose a cada instante? La luz que vemos es quizá tan sólo el espectro de un astro que murió hace millones de años, y sólo existe porque la contemplan nuestros pobres ojos. ¿Existe sólo por eso? ¿Existe sólo para eso?
El palo mayor del barco deja de acariciar a Perseo, oscila hacia Andrómeda, la pincha y la hostiga hasta alejarla.
El capitán quiere establecer y ahincar un contacto con su nave y para eso ha esperado el sueño que iguala a sus tripulantes, se ha impuesto la vigilia celosa que ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. ¿Será posible tomar hoy mismo una decisión?
Recuerda algunas de las otras palabras sueltas del instructivo, algún sustantivo redondo y pesado. Baja la cabeza y reconoce su incapacidad para descifrar el jeroglífico. Ya casi no entiende que no ha entendido nada. Siente que la fatalidad trepa como una mancha por las solapas de su saco nuevo. ¿Renunciar de una buena vez, aceptar que le finquen responsabilidades, pagar las demandas de los pasajeros? ¿O seguir, resistir un poco más, trepar los primeros escalones de la escalera de la iniciación?
Visiones culposas de barcos fantasmas, sin timonel, cruzan ante sus ojos.
Pero le basta levantar la cabeza y mirar los racimos resplandecientes en el cielo para que regrese el fervor. Entorna los labios y osa pronunciar otra palabra del instructivo, luego otra y otra más, sosteniéndolas con un aliento que le revienta los pulmones. ¿Qué otra cosa somos sino verbo encarnado?, piensa. De tanta fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos. La fragorosa batalla del sí y del no parece amainar, escampa el griterío que le punza en las sienes. Sus dedos se hunden en el hierro de la borda.
Se vuelve y mira hacia el puente de mando. El arco del radar gira perezoso. El capitán tiembla y se estremece cuando una silueta se recorta, inmóvil, de pie, contra el cristal violáceo. “Soy yo mismo”, supone. “Tenemos capitán”. Y es como si en su sangre helada se coagulara la intuición de una ruta futura, por más que se trate de una ruta inexorable. ~