Estaba en la cola del cine cuando llegó mi hija implorando por cincuenta pesos. “Es que por fin encontré la liga”, me explicó. “La tienen todos los de la televisión: la liga amarilla de ayuda contra el cáncer; ándale, dame los cincuenta pesos…” Saqué el billetito. Volvió al poco rato con una sonrisa como si la hubiesen vacunado de por vida contra el cáncer, mostrando orgullosa en su muñeca derecha un caucho amarillo visible desde un kilómetro. Un niño que estaba atrás de nosotros en la fila, le dijo: “Compraste la liga pirata”, a la vez que mostraba en su muñeca una liga semejante. “¿Cómo lo sabes?”, le preguntamos. “La original dice LIVESTRONG, y la pirata sólo dice ARMSTRONG, ¿ven?” Mi hija fue a reclamarle al vendedor, quien le dijo que la original costaba ciento cincuenta pesos, pero que la que le había vendido era la “pirata original”, porque ya había otra que era la “pirata pirata”. Mientras proyectaban la película ví de reojo a mi hija, estaba triste y confundida.
A los pocos días me encontré con un amigo que durante muchos años nos hizo creer que era piloto pero que luego delató su verdadera profesión de sobrecargo. Era conocido como el “chivero”. Le encargué noventa dólares de libros y los diez restantes de pulseritas amarillas, con la consigna absoluta de que fueran originales originales. Una semana después me llamó el chivero: “No encontré los libros, pero te traje cien pulseras.” ¿Cien? Al llegar a casa mostré mi compra, mi hija lanzó —emocionada— las pulseras al aire, bañándose con ellas, como quien disfruta las joyas del tesoro. Al día siguiente todos portábamos nuestra liga amarilla. Decididos a recuperar la inversión forzosa en la que nos había involucrado el chivero, mi hija y yo nos dimos a la penosa labor de colocarlas en el mercado escolar. Las ligas no duraron ni tres días. Mi hija me devolvió mi inversión y todavía sobró dinero como para comprar al menos cinco lotes nuevos. Sin darnos cuenta, formábamos ya parte del cáncer del comercio informal. Una cosa nos quedó clara: el cáncer era lo que menos importaba, lo valioso era portar el símbolo de estatus en el que se había convertido la liga amarilla. –
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