Yo también fui topo

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Hacia finales de enero del 2001, estaba colaborando como voluntario en un proyecto de Telmex y la Brigada de Rescate “Topos”. En realidad, como diría mi abuela, me encontraba realizando un trabajo dentro de mi mayor especialidad: hacer bola. Todo marchaba en orden cuando, la mañana del 26 de enero, un sismo de 7.9 grados en la temible escala de Richter estremeció el noroeste de la India. Aquel día mi labor cambió por completo y, de buenas a primeras, me encontraba colaborando en la organización de la salida de la brigada hacia el lugar del desastre.
     De inmediato nos comunicamos con la embajada hindú para reportar a los topos listos para partir a ayudar, y un poco después con Aeromexico para solicitar las cortesías necesarias. El sismo parecía haber alcanzado el recinto de la embajada de la India en México, pues allí reinaba el caos: nadie nos pudo atender en los siguientes tres días. Finalmente obtuvimos respuesta; nos dijeron: “Traigan los boletos de avión y les expedimos la visa”, lo que contrastaba con lo que nos decían en la aerolínea: “Traigan las visas y les expedimos los boletos.” Pudimos desatar el nudo ciego una semana después, cuando dejamos como rehén a un hombre topo, y nos dirigimos a la Embajada con los boletos en la mano para sellar los pasaportes.
     Al momento de dictar los nombres al funcionario aéreo, el presidente de la brigada me dijo: “¿Cómo ves, jalas con nosotros?” Le expresé entonces mi enorme indisposición a los trabajos forzados, mi fuerte tendencia a los desmayos ante la más mínima gota de sangre, y las penosas y frecuentes urgencias prostáticas que me aquejaban, a lo que reviró: “Vente de traductor y para que hagas una reseña del viaje, tomando fotos y video.” Sin decir que sí del todo, dieron mi nombre al emisor de los boletos. Poco después me proporcionaron una playera roja sobre la cual cosí una banderita de México en el pecho. De parte de Telmex nos hicieron llegar un teléfono satelital para reportar cualquier contingencia.
     Finalmente partimos. Hicimos en Francia una escala obligada, ya que el vuelo a la India no salía hasta el día siguiente. En París, en un ambiente frío y lluvioso, los doce integrantes de la brigada visitamos, en un peculiar tour peatonal, los lugares obligados. Durante el recorrido por París nos acompañaron cuatro mexicanas estudiantes de la Sorbona. Al final de un ajetreado día, pasamos la noche debajo de un puente junto al Sena, para esperar la apertura del Metro y regresar al aeropuerto. Al llegar al día siguiente a la terminal aérea nos dimos cuenta de que nos faltaba un topo. Unos segundos antes de cerrar la puerta del avión, el topo ausente llegó corriendo, para luego confesarnos que se había ido a la Sorbona a buscar a una de las estudiantes, porque aquella noche, bajo el puente frente a Notre Dame, se había enamorado de ella.
     Llegar a la India fue como arribar a otro mundo: los olores, colores y sabores eran sorprendentemente distintos. Un topo, parado en unas rocas frente al mar, lloraba. Le pregunté por qué, si aún no llegábamos al sitio del desastre. “Es la primera vez que veo el mar —me contestó— y es hermoso.” Luego de un viaje en ferrocarril de doce horas, y luego de un tormentoso trayecto de catorce horas a bordo de un pequeño camión tipo escolar, llegamos por fin al lugar del siniestro. En un campamento de la Unicef nos facilitaron dos casas de campaña made in Pakistan —una especie de tendajones arabescos sin instrucciones de armado. Un par de horas después caímos en la cuenta de que uno de ellos estaba incompleto: le faltaba el mástil central. Los doce topos terminamos metidos en una sola casa. Cuando por fin me disponía a dormir, llegó el amanecer acompañado de tambores y cánticos, pues estábamos dentro de un templo sagrado. Cuando la brigada se reportó lista en el centro de mando para iniciar sus labores, me declaré en calidad de damnificado. Nunca había sentido un cansancio tan absoluto y demoledor.
     Poco nos tomó reconocer que la India no era territorio Telcel, ya que el teléfono satelital nunca funcionó. En el centro de mando nos pidieron, entre otras cosas, efectuar un recorrido por las distintas provincias afectadas, donde recabamos el número de decesos, afectaciones y necesidades, para efectuar un conteo preliminar y asignar debidamente el reparto del auxilio internacional. Transcurrieron siete días en los cuales pude observar escenas terribles y catastróficas. El sismo había sido el más devastador de los últimos cincuenta años en la India, con más de veinte mil muertos y alrededor de 170,000 heridos. La forma de asumir el dolor y soportar las inclemencias de las circunstancias posteriores al sismo, por parte del pueblo hindú, parecieron increíbles.
     La experiencia y la aventura bien valieron la pena. Guardo aún mi camiseta roja de los topos, con la banderita mexicana cosida a mano, junto con un ladrillo roto, como testimonio de la ayuda que brindamos a gentes que nunca supieron de dónde veníamos, primer paso del largo recorrido que seguramente emprendieron para restablecer de nueva cuenta su penosa vida. –

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