En mi caso, la dificultad de la novela gráfica—término con el que hoy se designa a la variante del cómic que narra historias complejas a través de arte secuencial–radica en el procedimiento de su lectura, pues éste presupone la utilización de un solo sentido, la vista, para realizar dos operaciones distintas: leer y observar. Por alguna razón, la combinación me resulta más extenuante que ver y escuchar, como en el cine, o leer e imaginar, como en la lectura de novelas comunes. Sin embargo, no iría tan lejos como para argumentar que esta dificultad es de la misma naturaleza que la dificultad de leer, por ejemplo, El sonido y la furia. Aparentemente, para publicaciones tan prestigiosas como The New Yorker, The New York Times, o The New York Review of Books, sí. El argumento no es gratuito y tiene el propósito de otorgar a la novela gráfica un status que, hasta hace relativamente poco, le era negado. Su dificultad, avanza el argumento, resulta en una plusvalía de significado que le permite a este género, antes desdeñado, entrar a las filas de La Literatura.
La consagración de la novela gráfica en Estados Unidos se inaugura públicamente en la década de los noventa, con la entrega de un Premio Pulitzer (especial) al caricaturista Art Spiegelman, autor de Maus (obra maestra que narra el Holocausto a través de las tribulaciones de una familia de ratones perseguida por los gatos nazis). A esta consagración ha contribuido también el interés de ciertas editoriales que se han encargado de dar distribución comercial a las obras de este género. Entre ellas se encuentra la editorial Pantheon que publicará en marzo de este año La perdida, escrita por la dibujante y guionista norteamericana Jessica Abel (Chicago, 1969) y próxima a publicarse también en España por la editorial Astiberri. La novela parece querer seguir los pasos de la Iraní Marjane Satrapi y su encantadora Persepolis, cuya heroína es una precoz niñita de siete años tratando de vivir una infancia normal cuando se cruza en su camino el advenimiento de la Revolución Islámica.
La perdida, una suerte de thriller antropológico (con todo y secuestro), se desarrolla en la Ciudad de México en la década de los noventa y traza las tribulaciones raciales, culturales y amorosas de Carla, una joven que llega a México en búsca de La Auténtica Experiencia Mexicana. Para ella, esto significa pasar los fines de semana ya sea en El Chopo o Coyoacán, vender camisetas comunistas, fumar marihuana en plena vía pública, enamorarse de un DJ que no tiene discos, beber en Xochimilco, ir a la lucha libre y evitar a cualquier precio las relaciones con sus paisanos expatriados. México como el espacio en el que la Guerra Fría sigue calentando los ánimos de sus ciudadanos. Carla como la conciencia norteamericana que intenta, en vano, abandonar su posición privilegiada en un gesto de solidaridad con el Otro. Para sus compatriotas radicados en México, La Auténtica Experiencia Mexicana no está inspirada en la vida de Frida Kahlo, como en el caso de Carla, sino en la figura de William S. Burruoghs, fantasma que habita las conversaciones de los almuerzos tanto como cada edificio de la Colonia Roma.
Aunque es probable que para el público norteamericano promedio el retrato de un México cosmopolita y educado venga como una sorpresa gratificante, para el mexicano, la experiencia es distinta. Paradójicamente, lo que nos salva de volvernos caricatura en la novela es la caricatura misma que logra capturar las tardes lluviosas del verano en la ciudad, las calles pobladas del Centro, las escuelas de idiomas repletas de estudiantes asiáticos, las vistas espectaculares desde las azoteas. El problema principal de la trama está en no poder dibujar, verbalmente, las sutilezas de las tensiones que propone. Por el contrario, la acción no sólo no escapa el cliché que en un principio se fijó derrocar, lo reproduce. A diferencia de Maus, cuyos ratones kafkianos son más humanos que los humanos, La perdida difícilmente abandona el narcisismo adolescente, frecuente entre los practicantes del cómic, para lanzarse en una expedición de más envergadura que los raves nativos en el Ajusco y las fiestas de periodistas norteamericanos en la Condesa.
A juzgar por ciertas obras que han captado la atención de los medios literarios, uno podría argumentar que no es la supuesta dificultad del género lo que lo lleva a este florecimiento mediático, sino la dimensión social que ha adquirido, su capacidad de retratar la comedia humana. En este sentido, avanza el argumento, Gabriel Vargas fue un visionario, y La familia Burrón precursora de la novela gráfica.
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