A bordo del Queen Mary, “el Gran Barco del Mundo”, los jóvenes y desconocidos Jack Kerouac –ya un veterano en el vagabundaje– y Adolfo Bioy Casares –de viaje por Estados Unidos y Europa– se cruzan con el entonces aclamado W. Somerset Maugham. El encuentro casual de estos nombres, sólo reunidos en enciclopedias posteriores, es extraño y fugaz.
Al editarse el rollo mecanografiado de On the road, versión primitiva de la novela ahora traducida como En la carretera (en lugar del taoísta “En el camino”), deben reponerse las identidades de sus protagonistas, llamados de la misma manera con la que respondieron a los biógrafos y a la ley: Neal Cassady, Allen Ginsberg, William Burroughs, por sólo nombrar los célebres. Habrá que olvidar, pues, al personaje Sal Paradise. ¿Qué hace Kerouac, flotando sin un centavo, en un barco de inspiración inglesa y opulento tráfico en el que nadie encuentra a nadie? Unas líneas antes de comenzar el Libro Tres de la novela refiere al abordaje del Queen Mary, en el puerto de Nueva York, la noche de despedida de unos amigos que preparan la partida a Francia. El caminante Jack espera su turno en la pasarela y sube con otros frenéticos poetas a un camarote en el que se bebe whisky. En la fiesta, el lampiño Ginsberg lee sus poemas.
Quienes serán llamados beatniks, en las costas norteamericanas del Atlántico y del Pacífico, fastidian a un caballero al que conocen de oídas: “Estábamos entorpeciendo el funcionamiento normal del ascensor, y nos dijeron que Somerset Maugham, el famoso escritor, estaba que echaba chispas por ello.” En el barco, a esa hora, también está Truman Capote, al que Kerouac y la caterva ven tambalearse ebrio, marchar sostenido por dos ancianas y probablemente por su amante Jack Dunphy. La cronología publicada en Un placer fugaz, correspondencia de Capote, fija la fecha de esta noche de celebraciones en las que todos parecen reconocer a Maugham en una nave presta a zarpar: 26 de febrero de 1949.
En tal panorama, magnífico en sus pequeñas escenas, el más discreto y elegante entre los cientos de pasajeros ha de ser Bioy, que a esa altura ha publicado La invención de Morel y Plan de evasión, novelas tan notables e ignoradas por los viajeros de la flota como los cuentos de La trama celeste. En El gran serafín, de 1967, colección de extraordinarias y milagrosas historias galantes, el recuerdo transparente pasa a la literatura. En la primera parte de “Los milagros no se recuperan”, relato de fondo fantástico cuyo tema es la réplica y el estado de irrealidad, un tal Adolfo B. Casares cuenta a otro que en el Queen Mary, transatlántico de la compañía Cunard, encontró duplicado (o triplicado) a Maugham. Se puede creer, pues, que el episodio de la multiplicación es una fantasía dotada con un sentido de la comedia, hasta que se lee la siguiente nota del diario del autor, que alude a este cuento predilecto: “Cuando viajé, en 1949, entre Nueva York y Southampton, en el Queen Mary, viajaban en ese barco Somerset Maugham y una o dos personas idénticas a él. En la rada de Cherburgo pude ver a uno de ellos en la lancha que llevaba pasajeros al puerto y en el barco a otro.”
Así como se sospecha que el afortunado escritor británico integra la sala de primera clase (aunque Capote en carta críptica a Cecil Beaton recuerda a Maugham entre “cañerías y calderas”), nada se sabe de su réplica, advertida por Bioy en la presencia de un coronel retirado que pudo ser un personaje del propio Maugham. En el cuento, de partida, Adolfo B. Casares es sorprendido por el desasosiego al no hallar su nombre en la extensa nómina de turistas, en la que aparece el verdadero Somerset Maugham. Era un riesgo, en esas estratificadas condiciones de navegación, no figurar en la lista del capitán, no ser más que un polizón, posibilidad que en la distribución de las identidades pudo recaer en cualquiera. Bioy encuentra, al fin, las “tres palabras mágicas”, comprendidas a pesar del error: “Cesares, Mr. Adolfo B.” Kerouac, no obstante su afición por los paseos al aire libre, acepta el reto de largarse de polizón (“estaba borracho”), pero la mujer de un amigo lo baja del trasatlántico: acaba pateando cajas en el puerto. El “atleta de la libertad” lamenta perder el segundo barco de su vida: “estaba destinado fatalmente a la carretera y a la indagación harapienta de mi país nativo con el loco de Neal Cassady”.
Con vestimenta de lino, en la senda de la pesquisa libresca y del ingenio razonado, Bioy se destinaba al diálogo con Borges, con quien tradujo, para Cuentos breves y extraordinarios, un fragmento –que titularon “El milagro”– de A writer’s notebook, que Maugham estrenaba en 1949 (“Y no me canso de admirar la riqueza de su último libro”, dice Bioy durante el viaje a una falsa y lúgubre versión del autor). La coincidencia de los escritores en el Queen Mary es, con la perspectiva de tiempo, una operación milagrosa, o un plan literario para convocar enigmas. De regreso a Buenos Aires Bioy edita junto a Borges, en la colección El Séptimo Círculo, una novela policial cuya trama sucede en la travesía del Queen Victoria, otro barco de bautismo monárquico que viaja de Nueva York a Southampton con parada en Cherburgo. El barbero ciego, de John Dickson Carr, publicada en 1950, ridiculiza a los más distinguidos pasajeros, truculentos criminales, y con el narrador ya en tierra descubre –a través de la eficiencia lógica de un especialista en deducción– al culpable del secuestro de objetos absurdamente valiosos y replicados. Dickson Carr crea una ficción de itinerario marino como lo había hecho, en otra dirección y en otra historia cruzada, Henry James en El punto de vista.
Al igual que la aventura de Bioy, Maugham y Capote, el viaje de Dickson Carr sobre el zafiro Atlántico tiene como destino la vieja Europa. En la contraria, alejándose por tierra del muelle, Kerouac toma la ruta que lo lleva al centro del misterio (México). Estas direcciones y trayectos son tan significativos como aquello que apuntaron Borges y Bioy en la “Noticia” de El barbero ciego, a propósito de las novelas del autor: “combinan hábilmente la rapidez de la escuela americana con el rigor intelectual de la escuela inglesa”. Dickson Carr, el único que repara en el decorado de la nave y en la vida allí dentro, está a mitad de camino entre dos gramáticas de la narrativa de la segunda mitad del siglo xx. En la prosa de En la carretera todo es escuela americana: ese tempo existe porque existen la respiración del jazz y el be bop, los viajes en automóvil a más de 120 kilómetros por hora, las urbes que apestan con su energía eléctrica, el humo de los trenes. La escritura sin cansancio, sin angustia técnica, sigue la premisa de un libertario saxofón. Bioy, que viaja con la comodidad inglesa (de poeta o entomólogo inglés), y reconoce en la dificultad rigurosa de la tesis de Berkeley el estribo del género fantástico (esse est percipere et percipi), posee un temperamento mesurado y, desde el principio, angustia técnica. Dejó escrita una clave: “Cada frase es un problema que la próxima frase plantea nuevamente.”
Esta serie de coincidencias, “inútiles” según “Los milagros no se recuperan” (“en el sentido de que no prueban nada”), comienza con el testimonio de una novela cuya visión de la naturaleza no redime a quienes se aseguran en camarotes herméticos y lujosos, sino a quienes sobreviven en la intemperie. Si hubiese sucedido el encuentro entre el ex jugador de futbol americano y el tenista porteño, para ambos habría sido espantoso. El caso es que sobre los innumerables pasillos del Queen Mary, ya convertido en reliquia y museo, los escritores en ese tiempo ignorados, luego mejor leídos que el creador de espías o fantasma al que esbozan, no se perciben. Bioy prefirió las escaleras; Kerouac y Maugham optaron por el ascensor, Capote por las sillas del bar. En esa nave “todo el mundo estaba en ella y todo el mundo buscaba a todo el mundo y no lo encontraba” (Kerouac).
En la carretera podrá leerse algún día como una novela al filo de lo fantástico, cuyo argumento se resume a un viaje circular en el que el protagonista llega una y otra vez al lugar del que parte, en el que descubre la falsedad del mapa y la mutación de su avieso vagabundo interior (“yo no supe quién era”). El abordaje del Queen Mary, fruto del azar de Kerouac, sobreviene al hallazgo de “la cima del éxtasis que siempre había querido alcanzar, el paso total desde el tiempo cronológico a las sombras intemporales”. Es en ese lugar fuera del tiempo, ahora bajo la luminaria de un barco detenido, donde los encuentros improbables suceden, tenues, al menos una vez. ~