En septiembre de 2013 publiqué, en mi blog El grafólego, una breve entrada titulada “Cinco ideas fijas sobre crítica literaria”, que Christopher Domínguez Michael comenta en este mismo número de la revista. Luego de leer sus “Elementos de deontología”, me pareció atractivo ampliar el tercer y el último puntos –quizá los más desatendidos en el texto original y, en consecuencia, a los que él dedica menos atención–, que se refieren a la existencia de jerarquías de lectores y a la relación entre crítica literaria e internet. Ambos puntos me servirán para trazar en el presente artículo un panorama de lo que podríamos llamar “la otra crítica literaria”.
Convendría aclarar que esa “otra crítica” no existe; o mejor, que existe en teoría. Es el resultado de una antología de lecturas que apuntan hacia una manera diferente de concebir el discurso crítico literario. No hablaré, por tanto, de la crítica como producto terminado sino como procedimiento, incluso quizá como actitud y propuesta. Para acercarse a ella es necesario, primero, recordar lo excepcional que resulta el trabajo del crítico: la gente no escribe libros para que otras personas los analicen o los juzguen, sino para que los lean.
Aunque en apariencia trivial, esta afirmación cobra relevancia si volvemos a lo que se considera el primer texto de crítica literaria escrito en nuestro continente: la “Carta al arcediano” (1602) que Bernardo de Balbuena incluyó como prólogo a su Grandeza mexicana. En ella, Balbuena analiza y juzga versos que él escribió y dedicó al arzobispo de la Nueva Galicia: le parecían buenísimos. A la vanidad de la crítica se agrega otra característica: la autopromoción. Como el arzobispo no le hizo mucho caso, los comentarios, glosas y juicios sobre su poema buscaban el favor y el mecenazgo del arcediano, Antonio de Ávila y Cadena.
Leer no es valorar, aunque es cierto que la valoración es consecuencia de la lectura y, expresada dentro de un sistema, también es una de las modalidades de la crítica. Lo que me interesa resaltar es que hacer crítica literaria presupone una afirmación y que, independientemente del tipo de afirmación que sea –personal, literaria, estética, política, ética–, el discurso crítico gira en torno a tres ámbitos de los que hablaré para intentar una aproximación a lo que sucede actualmente.
1. Sentido y método
Las tareas fundamentales de la crítica literaria no han variado desde sus comienzos: analizar textos, explicarlos, relacionarlos, valorarlos, conservarlos; pero la propuesta de un sistema que guíe la lectura implica necesariamente un juicio de valor previo, una manera de construir significados que se diferencie de las otras por ser la mejor, o la correcta, o la más productiva o necesaria o útil. Hablo del cruce que hay entre el método que articula la crítica y el sentido del texto que se construye y desprende del método elegido. El discurso crítico es autoconsciente no solo porque implica una definición o idea de lo que es la literatura, sino porque también propone, implícitamente, una manera de leer textos. Esta doble característica existe desde los tiempos en que la “poética” se refería tanto al arte de hacer versos como a la tarea de estudiarlos.
Esto ha generado tensiones que impiden una definición clara y equitativa de las dos modalidades principales del discurso crítico literario: la académica –caracterizada por el espacio donde se produce y circula– y otra a la que se le llama indistintamente ensayística (aunque no todos los ensayistas hagan crítica) o no académica (manera endeble de no enfrentar el problema) o, sencillamente, crítica. El estereotipo no hace más que confirmar el poco interés que hay entre una y otra: el académico es un fabricante en serie de teorías y el ensayista un improvisado que habla de literatura de manera poco rigurosa.
Para hablar de una manera diferente de hacer crítica hay que partir de un diagnóstico. Hasta ahora, uno de los más lúcidos es el de Jean-Marie Schaeffer, quien en su libro Pequeña ecología de los estudios literarios (FCE, 2013) retrata la labor académica como una “agricultura de corte y quema”, en la que la interacción entre parcelas se limita a la polémica. Es cierto que su análisis se refiere sobre todo al ámbito académico, pero la incomunicación, la endogamia y la condición autorreferencial del discurso que él ubica como síntomas de una crisis en los estudios literarios también existen del otro lado, en la crítica no especializada –para utilizar otro eufemismo–, en la que las parcelas no dependen de escuelas u orientaciones teóricas, sino de grupos alrededor de editoriales o publicaciones periódicas, con la importante diferencia de que allí, además, está en juego algo de lo que el académico usualmente carece: influencia o capital o poder cultural.
Estas dos modalidades de la crítica se piensan también desde otra perspectiva que tiene que ver con la circulación del conocimiento que producen: espacios abiertos (no académicos) y espacios cerrados o especializados (académicos). Sin embargo, en ambos casos se trata de canales fijos y jerárquicos que no se tocan. El lugar privilegiado de estos canales se ha visto afectado, sin embargo, por el cambio en la manera en que circula y se concibe la literatura actualmente. Schaeffer lo escribió así: “Mi hipótesis es que la supuesta crisis de la literatura esconde una crisis más real, la de nuestra representación erudita de ‘La Literatura’.”
2. Autoridad y prestigio
La representación de La Literatura, con mayúscula, está en crisis, en parte porque el espacio privilegiado y fijo en el que circula y se estudia se ha visto afectado por la aparición de nuevas tecnologías. A mi juicio, la mayor aportación del mundo digital a la creación y la crítica literaria tiene que ver con la inclusión, en el debate público, de los conceptos de apertura e inestabilidad, algo que por supuesto atenta contra la autoridad y el prestigio que intentan conservar las maneras institucionales de leer. De la mano de lo digital viene la posibilidad de crear comunidades, redes que de otra manera sería muy difícil construir, que difuminan fronteras y abren el camino hacia lo interdisciplinario. Lo que no quedó claro en mi blog es lo siguiente: que no hablo de internet como medio ni como espacio que por su sola existencia posibilita nuevos contenidos; al contrario, al hablar de internet me refiero en general al mundo de las nuevas tecnologías y a las maneras en que estas han cambiado la circulación del conocimiento.
Las humanidades digitales son el ejemplo más claro de esta nueva tendencia. Para saber qué es eso, basta con visitar el portal www.whatisdigitalhumanities.com: cada nueva actualización de la página ofrece una definición diferente de esta reciente práctica académica, que puede resumirse en el uso de tecnologías digitales para investigar y enseñar las humanidades. En México, la Red de Humanidades Digitales analiza temas como el acceso abierto de publicaciones académicas, la construcción de bases de datos (como el Corpus Histórico del Español en México), la edición digital de textos (como la Biblioteca Digital del Pensamiento Novohispano) y, en general, el papel del libro en la era digital. Otro ejemplo es el Laboratorio de literaturas extendidas y otras materialidades, un proyecto que reúne a artistas, críticos y profesores universitarios –muchos relacionados con la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM– con interés por analizar el camino de la literatura desde lo textual hacia otros formatos.
Para concebir una manera diferente de hacer crítica literaria es necesario olvidarse de estereotipos o, en todo caso, estar dispuesto a inventar nuevos lugares comunes y a reconocer nuevos vicios. El poco interés por la teoría literaria que tiene la mayoría de los profesores universitarios en México, por ejemplo, sorprendería a quien los imagina en vigilia investigando nuevas maneras para no hablar de literatura. Por el lado de la crítica no universitaria, en un país como este en el que cada mes desaparece un suplemento cultural, el “praising trash” del que se quejaba George Orwell, o la “inflation at work” que condenaba Cyril Connolly en la prensa dominical tienen cada vez menos espacio: lo que sí hay son efemérides que hacen pensar que el pulso cultural se mueve al ritmo de fechas de defunción de autores consagrados o de aniversarios de obras canónicas.
En la academia anglosajona los debates literarios más interesantes se basan en el desplazamiento como categoría de lectura. La teoría queer habla del desplazamiento de la categoría de identidad y de las nuevas maneras de entenderla y construirla. El concepto de “lectura distante”, propuesto por Franco Moretti (Distant Reading, Verso Books, 2013), propone un sistema que permita leer más allá de denominaciones de origen (literaturas nacionales) y que se concentre en unidades textuales: cómo funcionan, cómo se comportan a gran escala y qué relaciones hay entre mercados y formas literarias. Con la categoría de “world literature” se busca ampliar un corpus literario dominante –Franco Moretti, otra vez– y al mismo tiempo criticar lo que Emily Apter (Against world literature, Verso Books, 2013) llama “identidades comercializables”, una literatura escrita para celebrar el punto de vista folclórico de las culturas y para importarlo mediante traducciones. A su vez, Terry Eagleton, en El acontecimiento de la literatura (Península, 2013), ha realizado un desplazamiento disciplinario al proponer una filoso- fía de la literatura basada en el análisis de las teorías literarias más importantes del siglo XX y en una idea común a todas ellas: la literatura como estrategia.
La caracterización de la academia como un espacio cerrado no funciona en ninguno de estos ejemplos; cada uno de ellos trata, al contrario, de ampliar el horizonte de la discusión y de buscar nuevas rutas para pensar y analizar literatura. Incluso las ideas de alguien como Eagleton –un agrio antagonista de la tecnología– comparten la voluntad inclusiva, el interés interdisciplinario y, más importante, la construcción de redes de conocimiento que tanto se exaltan en el mundo digital.
3. Canon
El problema es cuando llega Platón a lamentar que la escritura es la culpable de que el ser humano pierda el don de la memoria o, lo que es lo mismo, cuando se ve en las nuevas tecnologías solamente lo que hay en ellas de vertiginoso, indocumentado, pasajero y fatuo. Se piensa que la idea de comunidad atenta contra el sentido último de la crítica, que es la conservación y la transmisión del canon, pero me pregunto si la apertura en el discurso crítico no responde también a un gesto similar en el escenario actual de la creación artística, en donde el concepto de inestabilidad pareciera uno de los presupuestos necesarios.
Quizá junto con la crisis de la concepción erudita de la literatura viene una reacción para evitar que se incluya en el debate público la coexistencia y, por lo tanto, el reconocimiento de muchas literaturas. Apenas hace algunas semanas, por ejemplo, en la página de internet de la revista Nexos se publicó un artículo titulado “La novela contra la novela de género”. Su autor, Enrique de la Fuente, establece una oposición entre lo que para él es la “literatura-literatura” (Joyce, por ejemplo) y otra cosa, inferior, a la que llama “literatura” a secas o “literatura de género” (novelas policiacas, de terror, fantásticas). El extremo de esta confusión –¿cuántas veces se puede repetir la palabra literatura con la esperanza de que eso signifique algo?– le niega a las personas que leen novelas policiacas la categoría de lectores. Es verdad que el ejemplo no es de lo más articulado, pero ha llamado mi atención justo por eso: es la expresión menos razonada –y bastante extendida– de lo que en última instancia proponen sistemas como el de Harold Bloom.
La verticalidad que plantea esta concepción canónica y fija de la literatura se reproduce en el mundo de los lectores. ¿No son los críticos los que han establecido la idea de “lector de a pie” para afirmar su superioridad? ¿Qué son los defensores de La Literatura: lectores a caballo? La jerarquía literaria es el principio de un discurso que termina argumentando contra la lectura: lo que hay que leer y lo que no, lo que se considera una buena lectura y una mala. El miedo a los libros y la vergüenza por leer, actitudes que ha estudiado muy bien la antropóloga Michèle Petit (Lecturas: del espacio íntimo al espacio público, FCE, 2001), son el resultado de un discurso avejentado que postula libros y, por lo tanto lectores, de segunda categoría; más: esta perspectiva representa uno de tantos impedimentos para que las campañas de fomento a la lectura superen el fracaso. Al poner en duda la idea de que leer a escritores difíciles convierte a las personas en mejores lectores, como lo hice en mi blog, no quise negar lo estimulante que hay en la dificultad, sino criticar un modelo cultural en que los lectores de Proust se consideran superiores –no diferentes, sino superiores– a los de Stephen King.
Otro extremo del menosprecio al lector consiste en concebirlo únicamente como cliente, mientras que al crítico se le otorga apenas un eslabón más en la cadena mercantil, como sucede con la industria editorial estadounidense. Basta con leer el artículo “How a book is born: The making of The art of fielding”, de Keith Gessen (publicado en la colección de libros digitales de la revista Vanity Fair en 2011), para entender por qué a nadie le sorprende que con frecuencia la revista The New Yorker publique reseñas de novelas que, en el mismo número, han pagado una página completa de publicidad.
En The New York Review of Books, son los escritores los que resaltan como críticos –Colm Tóibín, Margaret Atwood, Joyce Carol Oates, Zadie Smith–, mientras que en The New York Times las discusiones se dedican, además de a hacer listas, a responder preguntas del tipo: ¿es moralmente buena la literatura?, ¿cómo se puede juzgar una obra si está escrita bajo seudónimo?, ¿nos engañó J. K. Rowling con su última novela? Mientras tanto, el gran crítico y profesor de Harvard University, James Wood, está preocupado por mantener y defender una estética realista mucho más cercana a los valores de la literatura del siglo XIX que a lo que se hace ahora.
La idea de comunidad como carta de presentación de las nuevas tecnologías implica la horizontalidad del discurso, algo que el crítico celoso del canon no puede permitir(se). Discusiones tan vanas como varios de los ejemplos anteriores evidencian el hecho de que la literatura ya no funciona así, que la diferencia entre alta cultura y cultura popular es cada vez más imprecisa. ¿Por qué entonces no esperar también que la horizontalidad del discurso literario contagie el discurso crítico? Nada de lo que está pasando es ajeno a la historia literaria, pero enfrascados en el modelo canónico olvidamos que los romances y las Soledades de Góngora responden al impulso de una misma poética, que tanto en el género popular como en el culto causó una de las revoluciones literarias más importantes en nuestra lengua.
Ahora que la noción de género literario no sirve más que para vender libros –la categoría de non fiction abrió la puerta para que cosas como “casa y jardín” o “bodas” se consideren subgéneros–, o que la idea de literaturas nacionales resulta práctica únicamente cuando se diseña el nuevo programa de estudios de la carrera de letras, ¿es productivo promover las diferencias entre la crítica académica y la “no especializada”?, ¿es viable hablar de crítica literaria argentina o brasileña o española o mexicana? ¿Cómo podríamos clasificar a Franco Moretti, un italiano que trabaja en California y que publica libros sobre literatura centroeuropea? ¿Y a Liliana Weinberg, argentina avecindada en México que estudia el ensayo en Latinoamérica?
Siguiendo una propuesta de Judith Schlanger, Jean-Marie Schaeffer hace una sugerencia atractiva: estudiar los olvidos selectivos en los que se basa el canon, no para replantearlo, sino para comprenderlo de una manera integral. “Aquello que la posteridad ha aceptado cobra sentido si se lo sitúa en relación con lo que ha olvidado”, afirma el investigador francés. Se necesita una manera diferente de hacer crítica porque hay tareas pendientes que son imposibles de discutir desde una perspectiva canónica: para empezar, la creación de un espacio más allá del texto, lo que no significa olvidarse del libro como centro del análisis o la valoración, sino de incluir los márgenes como parte de la obra. ~
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.