Ilustración: Alejandro Magallanes

Las ambigüedades de Morelos

La Independencia fue un movimiento militar, político y jurídico. A Morelos –párroco, combatiente y estadista– le tocó derruir la estructura jurídica novohispana al reconocer a los aquí nacidos como “americanos”.
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El problema con el que tropezaron los primeros conspiradores de la Independencia fue el reconocimiento de que no podrían alcanzar sus objetivos sin la apelación directa al pueblo. La conspiración abortada de Valladolid de Michoacán en 1809 lo había prefigurado, pero el Grito de Dolores del 16 de septiembre de 1810 lo hizo realidad. Sus dramáticas consecuencias tomaron por sorpresa a los líderes insurgentes, como también a las autoridades virreinales y a los comandantes militares de provincia. La escalada de una violencia que hasta ese momento no se había visto en Nueva España llenó de temor a las clases propietarias. El estado de conmoción facilitó la pronta caída de las ciudades principales del centro-norte –Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas, Guadalajara y Valladolid de Michoacán–; sin embargo, los cuatro puntos clave –Querétaro, México, Puebla y Veracruz– nunca cayeron en manos de los insurgentes. La recuperación del ejército regular bajo el mando de José de la Cruz, Félix Calleja, Torcuato Trujillo y el conde de la Cadena (Manuel de Flon) mostró la ineficacia de grandes masas de combatientes. Las derrotas condujeron a divisiones entre los dirigentes, Miguel Hidalgo e Ignacio Allende.1

El 29 de octubre de 1810, los rebeldes llegaron a Toluca, pero el día siguiente fueron atajados en el monte de las Cruces por las tropas disciplinadas y la artillería efectiva de Trujillo. La experiencia, además de dejar dos mil muertos y muchos heridos e inválidos, desmoralizó a los miles de seguidores de Hidalgo. Muchos otros desertaron de las filas insurgentes. Sin embargo, los insurrectos continuaron hacia Cuajimalpa con vista a llegar a la capital. Al mismo tiempo, los realistas de Calleja llegaron a Querétaro por la retaguardia. Cuando los comandantes insurgentes se dieron cuenta de la falta de apoyo en estos valles centrales, tomaron la decisión de dividir sus fuerzas y retirarse hacia el norte.

Hidalgo, sin embargo, estaba pensando, al mismo tiempo, en la forma de gobierno para un México separado de España, quitando a los europeos de sus posiciones de poder, pero sosteniendo los derechos de Fernando VII. El 31 de octubre envió a sus comandantes un Plan de Gobierno Americano. Dos puntos transcendentales tendrían consecuencias profundas para el porvenir: la idea de convocar a un Congreso (artículo 1) y la de suprimir las distinciones raciales entre los habitantes del país. En adelante “todos se nombrarán americanos” (artículo 5) y “nadie pagará tributos y todos los esclavos se darán por libres” (artículo 6). Estos dos principios reglarán, como veremos, la conducta política de Morelos. La abolición del tributo, que pagaban los indios como la raza conquistada en el siglo XVI, así como las Cajas de Comunidad de los pueblos indicaban el deseo de los insurgentes de incorporar a los indios, suprimiendo las previas distinciones jurídicas. Hidalgo, y luego Morelos, mandaron restituir las tierras usurpadas a los indios por los europeos, “para que las cultiven y mantengan sus familias con descanso” (artículo 7). Aunque el plan se refirió varias veces a “los pueblos de naturales”, nunca menciona explícitamente las “repúblicas de indios”. No resulta claro si esa omisión fuera intencional o si Hidalgo simplemente entendía los pueblos como “repúblicas”, es decir, como si fueran la misma cosa. Hay que preguntarse si la desaparición de los indios como categoría jurídica implicaba la abolición de las “repúblicas de indios”. Si la omisión de Hidalgo era deliberada, el cuadro cambia: implica que los insurgentes intentaban poner punto final a la estructura legal de las repúblicas, mantenida por las Leyes de Indias, e incluir a los indios, ya sin la protección explícita de la legislación colonial, indiscriminadamente en la generalidad de la población, pagando los mismos impuestos como los blancos y mestizos, y sujetándolos también al reclutamiento en las fuerzas armadas. No pagarían el tributo, pero sí la alcabala y otras contribuciones. Cabe recordar que este proyecto es anterior a la política establecida por las Cortes de Cádiz de hacer electivos todos los ayuntamientos de la monarquía, lo que implicó la participación inédita de blancos y mestizos. Tampoco era claro en el plan de Hidalgo si las tierras devueltas a los indios deberían ser entregadas a familias particulares o a la comunidad en general.

Si bien el plan sostenía la exclusividad de la religión católica, proponía también la destitución y la expulsión del país de cualquier obispo, sacerdote o regular que se opusiesen al nuevo orden de cosas (artículos 11 y 12).

Los insurgentes dejaron Cuajimalpa el 3 de noviembre, pero Calleja y Cadena, con milicianos disciplinados –muchos de ellos criollos–, los derrotaron en Aculco, a medio camino entre la capital y Querétaro, el 7 del mismo mes. Hidalgo llevó sus tropas primero a Valladolid y luego a Guadalajara, mientras que Allende se mantuvo con las suyas en Guanajuato con el fin de reparar la artillería. Sin embargo, la esperanza inicial de una victoria instantánea desapareció. Pronto, el 24 de noviembre, Allende fue obligado a evacuar Guanajuato, una gran pérdida para la causa insurgente.

El 29 de noviembre, Hidalgo imprimió un decreto en Guadalajara que reiteró la abolición de la esclavitud y el tributo indígena, y otro el 5 de diciembre, que devolvía a las comunidades indígenas las tierras ocupadas por propietarios privados. Esas medidas quizás estaban ligadas al propósito de los comandantes rebeldes de reclutar partidarios y fortalecer de nuevo su ejército. Cruz recuperó Valladolid a fines de diciembre. Unos setenta mil insurgentes combatieron el 17 de enero de 1811 contra los realistas comandados por Calleja y Cadena en la derrota final de la rebelión de Hidalgo en Puente de Calderón, en los alrededores de Guadalajara. El 21 de marzo, Hidalgo y los demás comandantes fueron aprehendidos en el oasis de Baján en Coahuila, procesados en corte marcial, y fusilados entre mayo y julio. A partir de entonces, el liderazgo oficial de la rebelión recayó en el secretario de Hidalgo, Ignacio López Rayón (1773-1832), originario de Tlalpujahua, pueblo minero de Michoacán.

Morelos publicó su primer documento importante en Aguacatillo el 17 de noviembre de 1810, diez días después de la derrota de Aculco, a nombre de su comandante Hidalgo y como su lugarteniente, haciendo también gala de su otro título de párroco de Carácuaro. Este bando abolió la distinción de castas y el tributo indígena, y apeló a “los americanos” a unirse a la revolución. Sin embargo, generó la misma ambigüedad que el citado plan de Hidalgo, amén de otras nuevas, que resultaban de abolir el sistema jurídico colonial, sin atacar los privilegios de la Iglesia –sobre todo el fuero eclesiástico–. Parecía que Morelos, por un lado reformador social, era, por el otro, clerical tradicional, y al tiempo que quería suprimir un aspecto integral del antiguo régimen colonial, intentaba fortalecer otro, es decir, el estatus de la Iglesia y sus ministros como una de las corporaciones privilegiadas de la estructura jurídica del típico Ständestaat.2

El pueblo de Aguacatillo se hallaba en medio de la “tierra caliente” de Michoacán, lejos de las zonas principales de la lucha en los primeros meses de la insurrección. Perteneció al curato de Carácuaro, que Morelos servía, y está situado en la actualidad en el municipio de Uruapan. A pesar de esa localización remota, en zonas sureñas donde la autoridad del gobierno virreinal apenas alcanzaba, Morelos no era una figura aislada. Al contrario, se entrevistó con Hidalgo a fines de julio de 1810, varias semanas antes del Grito de Dolores, aparentemente en dicha población, ocasión en la que habría conocido además a Allende. Hidalgo le escribió el 4 de septiembre acerca de la celebración del “gran jubileo que tanto ansiamos todos los americanos”, del 29 de octubre venidero. Algún misterio rodea este acontecimiento anticipado, que induce a sospechar que Hidalgo estaba refiriéndose al levantamiento proyectado contra los gachupines. Además, Hidalgo se mostró confiado en que Morelos se uniría a las celebraciones, que debían tener “en todo el Anáhuac”, y le informó acerca de la visita que le había hecho el párroco de Jantetelco (Izúcar, Puebla), Mariano Matamoros (1770-1814). Hidalgo informó a Morelos que el corregidor de Querétaro y su esposa también estaban involucrados.3 Esto muestra que Morelos y Matamoros formaron parte de la conspiración desde el primer momento.4 Por esta razón, no resulta de ninguna manera sorprendente que el 20 de octubre Hidalgo comisionara a Morelos para revolucionar el sur ni que este aceptara el encargo sin vacilaciones. Su intervención puso un nuevo frente a las fuerzas gubernamentales concentradas en el centro-norte del país.

El bando prometía la formación de un nuevo gobierno que excluiría a los europeos. Aunque pecaba de optimismo, pues la consolidación de una autoridad insurgente solo tendría lugar en septiembre de 1813, el bando reiteró el principio de Hidalgo con respecto al resto de la población: “todos los demás avisamos, no se nombran en calidades de indios, mulatos ni castas, sino todos generalmente americanos”.

Este principio, combinado con la reiteración de la abolición de la esclavitud y del tributo, representaba un ataque fundamental a la estructura jurídica que había sostenido el sistema colonial. Al mismo tiempo era un ataque directo a la organización corporativa del antiguo régimen. Dada su fecha, es inconcebible que Morelos, comprometido en una sublevación ya en crisis, estuviera preocupado por los debates en curso en las Cortes españolas alrededor de la cuestión de la forma de representación. Su propósito más bien era solidificar la rebelión con un apoyo popular aún dudoso, después de la retirada de los valles centrales y la derrota de Aculco. Sin embargo, existen varias ambigüedades. Es evidente que desde los primeros meses de la insurrección la cuestión de la posición futura del indio en la nueva nación proyectada preocupaba a sus dirigentes. Sabemos muy bien que los indios constituían la mayoría de la población en provincias como Yucatán, Oaxaca, Puebla y México, y formaban una proporción significativa también en Michoacán y Guadalajara. Privados de la legislación protectora colonial y de tribunales de apelación como las audiencias, provistas de un fiscal protector de indios, ¿cuál sería su suerte en este nuevo mundo integrado en que se les llamaba “americanos”?

La guerra que se desperdigó por el sur desde el otoño de 1810 habrá de prolongarse hasta el acuerdo de Guerrero con Iturbide en febrero de 1821 y resucitaría de nuevo en 1830-31. Su carácter era diferente con respecto al conflicto del altiplano y los valles centrales, en parte debido a la complejidad socioétnica de muchos distritos, donde había varios grupos de origen africano y afromestizo, comunidades de campesinos y artesanos indígenas, y un pequeño grupo de familias terratenientes, que eran criollos o criollo-mestizos. Las actividades de los comerciantes peninsulares y sus agentes en las localidades en las décadas anteriores a la insurrección habían inflamado las tensiones sociales y raciales, sobre todo en las zonas de producción algodonera, donde los comerciantes, actuando como aviadores para los pequeños productores, querían establecer monopolios, regulando los precios a su favor y orientando el producto final a las industrias textiles de Puebla, México y otros lugares del altiplano, en que tenían un fuerte interés. También estaban agraviados los terratenientes, como los Bravo de Chilpancingo y los Galeana de la zona costera.5 Morelos se dirigió primero a ellos para reclutarlos a la causa, con la idea de que actuaran como sus comandantes subordinados.

El bando de Aguacatillo tiene que ser comprendido en este contexto geográfico, social e histórico. El objetivo declarado tenía dos aspectos, que revelan elocuentemente la naturaleza del movimiento insurgente. La abolición de las categorías raciales de la colonia respondía, como se ha dicho, a las necesidades de reclutamiento. Al mismo tiempo, tenía implicaciones ideológicas pues contribuía a definir la nación. En este respecto, Morelos, siguiendo los primeros pensamientos de Hidalgo y de su grupo inmediato sobre este tema, aplicó el concepto a la realidad étnica de las zonas sureñas donde ejercía su mando. Por admirable que sea ese propósito, tenía otro objetivo, un poco más complicado; impedir el estallido de una “guerra de castas” en esa región potencialmente combustible. La situación social en ese momento se prestaba a conflictos violentos –venganzas personales, robos, saqueos y asesinatos–. A consecuencia de la inclusión de las “clases populares” en la insurrección desde el Grito de Dolores, Morelos se vio confrontado con una violencia incontrolable. De allí vino esta apelación por la unidad contra los gachupines, porque divisiones sociorraciales dentro del movimiento insurgente la destruirían más eficazmente que las fuerzas realistas. Era preciso evitar a toda costa proveer de un insumo temible a la propaganda del gobierno virreinal, que controlaba las pocas imprentas que había en el país, y pintaba a la insurrección como un asalto a las clases propietarias y a la religión establecida con el estudiado fin de atemorizar a los criollos.

Morelos nunca perdió de vista ese problema, que salió a la superficie varias veces más. Tal es el caso, por ejemplo, de su decreto de Tecpan del 13 de octubre de 1811, siendo ya el principal comandante insurgente y donde habló autoritariamente como Teniente General de Ejércitos Americanos y General en Jefe de los del Sur, con cuatro batallones bajo su mando, dos en la costa y los otros en Chilpancingo y Tixtla, y el apoyo de cincuenta pueblos de “naturales”, “que hacen muchos miles”, útiles al ejército pero indisciplinados.6 El problema del sur parecía particularmente grave, por lo que resultaba urgente eliminar, en sus propias palabras, la amenaza de anarquía y desolación: “provenido este daño de excederse los oficiales de los límites de sus facultades, queriendo proceder el inferior contra el superior, cuya revolución ha entorpecido en gran manera los progresos de nuestras armas”.

Reiteró el principio de Aguacatillo:

que no haya distinción de calidades, sino que generalmente nos nombremos americanos para que, mirándonos como hermanos, vivamos en la santa paz que Nuestro Redentor Jesucristo nos dejó cuando hizo su triunfante subida a los cielos, de […] que no hay motivo para que las que se llaman castas quieran destruirse unos con otros, los blancos contra los negros, o estos contra los naturales, pues sería el yerro mayor que podían cometer los hombres […] porque sería la causa de nuestra total perdición, espiritual y temporal.

Se nota que aquí Morelos habla no solamente como comandante militar y estratega político sino también como sacerdote y moralista. En este decreto, Morelos define el objeto de la insurrección:

Que nuestro sistema solo se encamina a que el gobierno político y militar que reside en los europeos recaiga en los criollos, quienes guardarán mejor los derechos del señor don Fernando VII […] Que siendo los blancos los primeros representantes del reino y los que primero tomaron las armas en defensa de los naturales de los pueblos y demás castas, uniformándose con ellos, deben ser los blancos, por este mérito, el objeto de nuestra gratitud y no del odio que se quiere formar contra ellos […] Que no siendo como no es nuestro sistema proceder contra los ricos por razón de tales, ni menos contra los ricos criollos, ninguno se atreverá a echar mano de sus bienes por muy rico que sea; por ser contra todo derecho semejante acción, principalmente contra la ley divina, que nos prohíbe hurtar y tomar lo ajeno contra la voluntad de su dueño, y aun el pensamiento de codiciar las cosas ajenas.

Una vez más encontramos a Morelos hablando como sacerdote y comandante al mismo tiempo. Lo que no se ve es un revolucionario social emprendiendo un conflicto de clases o una guerra de castas. Todo lo contrario, el decreto reforzó su propia autoridad como supremo, tomando la decisión sobre los secuestros y embargos, “siendo culpables algunos ricos europeos o criollos”, mientras que intentaba sostener la continua validez de la ley, determinando los castigos de los que actuaban de una manera sediciosa o tumultuaria.

De su capacidad como jefe militar, Morelos tomó la decisión política de establecer un territorio fuera del control de la autoridad virreinal. De esta manera, el 18 de abril de 1811, convirtió a Zacatula en la provincia de Tecpan, efectivamente bajo el control de sus fuerzas, designando a la ciudad de Nuestra Señora de Guadalupe como su capital. Esta provincia controlaba una larga franja costera en el Pacífico y tenía el río Balsas por su frontera interna, incluyendo a Tixtla y Chilapa. En su territorio, se abolieron “las esclavitudes y distinción de calidades”.7 Al mismo tiempo, Morelos reconoció la autoridad de la Suprema Junta Gubernativa, instalada el 21 de agosto de 1811 en Zitácuaro, Michoacán, bajo la presidencia de López Rayón. Esto fue un intento claro de cohesionar en un movimiento, que desde el principio había sido disperso. Como le explicó López Rayón se necesitaba una autoridad

a la que se sujeten todos los comisionados y jefes de nuestro partido, para embrazar [sic] los trastornos que la conducta de muchos de ellos originan a la Nación y la anarquía que se deja ver y será irreparable entre nosotros mismos […] En cuanto a formar la Junta, parece que estábamos en un mismo pensamiento y muchos días ha que la he deseado para evitar todos los males por los que hemos progresado.8

Los Elementos constitucionales redactados por López Rayón y publicados el 4 de septiembre de 1812 insistían en la justicia de la “independencia de la América” y representaron el primer proyecto de Constitución elaborado por los insurgentes. Una vez más, los líderes de la revolución defendieron la exclusividad de la religión católica, asegurando que “el dogma será sostenido por la vigilancia del tribunal de la fe”, como lo haría también Morelos en sus Sentimientos de la Nación, del 14 de septiembre de 1813. López Rayón, sin embargo, no separó a “la América” de la soberanía del rey Fernando VII de España, que sería ejercida en la práctica por un “Supremo Congreso Nacional Americano” (artículos 1-5).9 La retención de los derechos soberanos del rey llegaría a ser un objeto de contención entre Morelos y López Rayón en los meses venideros. Morelos, como Simón Bolívar en Sudamérica, se identificó como republicano y separatista. Esto fue evidente cuando se reunió el Congreso de Chilpancingo, en sus Sentimientos de la Nación, y en la formulación de la Constitución de Apatzingán, que apoyó fuertemente.10

Morelos, como hemos visto, siempre había reconocido el problema de desorden y confusión de mandos en una insurgencia fragmentada en diferentes partes del país. En muchos respectos, a ello apuntaban sus apelaciones a la unidad y contra los conflictos de tipo racial. Las repetidas declaraciones de abolición de las distinciones coloniales socioétnicas responden al mismo problema, combinando lo práctico con lo ideológico. No hay que olvidar, además, que Morelos, como sacerdote, veía estos tres aspectos de la lucha insurgente desde una perspectiva religiosa. Es decir, que la observación de la moralidad esperada de un cristiano salvaría al movimiento, protegido, según su opinión, por su patrona, la Virgen de Guadalupe. Lo vemos una vez más durante la ocupación insurgente de Oaxaca:

Que quede abolida la hermosísima jerigonza de calidades indio, mulato o mestizo, tente en el aire, etcétera, y solo se distinga la regional, nombrándolos todos generalmente americanos, con cuyo epíteto nos distinguimos del inglés, francés, o más bien del europeo que nos perjudica, del africano y del asiático que ocupan las otras partes del mundo.11

La ciudad de Oaxaca era dominada por los comerciantes peninsulares y sus asociados criollos, que se aprovecharon del comercio de la grana cochinilla y los tejidos producidos en los pueblos indígenas. Morelos intentaba castigar a los que se opusieron a la entrada de los insurgentes en la ciudad, aunque no parecía claro lo que intentaba hacer con respecto a los lazos comerciales y los métodos empleados en la financiación y distribución de estos productos. Su manifiesto del 23 de diciembre de 1812 a los pueblos oaxaqueños, es verdad, condenaba los íntimos lazos mercantiles de los comerciantes de Cádiz, Veracruz y México, pero enunciaba dos puntos centrales en el pensamiento insurgente de entonces: el carácter religioso de la insurrección contra los europeos, y la falsedad e hipocresía, a su juicio, de los proyectos de las Cortes de Cádiz. Morelos rechazó el argumento difundido por los realistas y, en particular, el obispo de Oaxaca, Antonio Bergosa y Jordán (aunque no lo nombraba explícitamente), de que los insurgentes eran no solamente traidores sino también herejes. Como lo expresó Morelos en su proclamación a los pueblos:

Ya habréis visto que, lejos de ser nosotros herejes, protegemos más que nuestros enemigos la religión santa, católica, apostólica romana; conservando y defendiendo la inmunidad eclesiástica, violada tantas veces por el gobierno español que, nivelando a los eclesiásticos al igual de la más baja plebe, los degüella en un infame cadalso.

Morelos pintó la política de las Cortes de Cádiz como un gran engaño:

Las Cortes de Cádiz han asentado más de una vez que los americanos eran iguales a los europeos, y para halagarnos más, nos han tratado de hermanos; pero si ellos hubieran procedido con sinceridad y buena fe, era consiguiente que al mismo tiempo que declararon su independencia [del imperio napoleónico], hubieran declarado la nuestra y nos hubieran dejado libertad para establecer nuestro gobierno, así como ellos establecieron el suyo.12

Sin embargo, la promulgación de la Constitución de la Monarquía Española en marzo de 1812 impulsó a los insurgentes a formular sus propios proyectos de Constitución, por tanto tiempo aplazados. Los avances del ejército real, empero, bajo el mando de Calleja resultaron en la disolución de la Junta de Zitácuaro el 2 enero de 1812 y la huida de sus miembros a Sultepec y otros lugares. Morelos se preocupó por las divisiones entre los miembros del gobierno, que, a su juicio, podían tener consecuencias desastrosas e insistió en la necesidad indispensable de formular la nueva Constitución.13 El Congreso de Anáhuac, compuesto por cinco vocales que representaban a Guadalajara, Valladolid, Guanajuato, Tecpan y Oaxaca, comenzó sus sesiones en Chilpancingo en septiembre de 1813, con la participación de Morelos como “generalísimo” de las fuerzas nacionales. Este Congreso marcó la continuidad con el primer intento de Hidalgo para formar un gobierno americano, abortado por la derrota de Puente de Calderón y el colapso de la primera revolución. Morelos consideraba que las Cortes gaditanas eran tan absolutistas como el gobierno borbón, porque concentraban toda la representación en la península y no permitían ninguna al nivel de las capitales de los virreinatos y capitanías generales.

Desde Chilpancingo el Congreso reiteró el 5 de octubre la ilegalidad de la esclavitud y prohibió los servicios personales impuestos sobre “los hijos de los pueblos”. El Acta de la Independencia, promulgada el 6 de noviembre de 1813, confirmó la intención del Congreso de separar el territorio del Virreinato de la Nueva España de la monarquía hispana, fundándola en las doctrinas de los iusnaturalistas, Grocio, Heinsius y Pufendorf, cuyos textos eran conocidos en los colegios y universidades hispanoamericanos.

La Constitución de Apatzingán del 22 de octubre de 1814 prescindió de la monarquía y de la estructura jurídica corporativa, expresando que

la soberanía reside originariamente en el pueblo, y su ejercicio en la representación nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos, bajo la forma que prescriba la Constitución […] La base de la representación nacional es la población compuesta de los naturales del país y de los extranjeros que se reputen por ciudadanos […] Se reputan ciudadanos de esta América todos los nacidos en ella […] La felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad. La íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la institución de los gobiernos, y el único fin de las asociaciones políticas.14

Estos últimos sentimientos corresponden al liberalismo de la época –católico en su protección de la Iglesia, liberal en su rechazo al corporativismo, radical en su inclusión de toda la población en los derechos políticos–. La Constitución, sin embargo, dividió la república en “provincias”, es decir, no intentaba formar un sistema federal en el país, que implementarían los constituyentes mexicanos de 1823-24. Al mismo tiempo, declaró que la soberanía era “indivisible”, es decir, que su ejercicio estaría exclusivamente concentrado en la representación nacional en la ciudad de México, sin compartirla con otro polo de poder en las provincias. De esta manera ¿podemos considerar a Morelos y sus colaboradores como centralistas o unitaristas? Aunque los estadistas insurgentes denunciaron la Constitución de Cádiz como otro aspecto de la contrarrevolución, coincidieron con los constituyentes gaditanos en su común rechazo al federalismo.

Morelos combinó tres actividades –las de párroco, militar y estadista– en una sola personalidad, de modo que conflictos y ambigüedades eran inevitables. Su defensa de la exclusividad de la religión católica y de la inmunidad eclesiástica lo define como protagonista de un estatus jurídico especial para el clero, que correspondía a la posición privilegiada de que gozaba bajo el antiguo régimen colonial. La diferencia fue que los americanos y no los europeos ocuparían los puestos principales en la institución eclesiástica, que en el porvenir quedaría igualmente bajo la suprema autoridad de la Santa Sede. En su declaración de que los insurgentes protegieran la religión y el clero con mayor empeño que los europeos, Morelos todavía expresaba la noción de que la Nueva España –convertida en la República de Anáhuac– representaba la tierra predilecta de la Virgen María que se había revelado en la forma de la Virgen de Guadalupe y preservaba la condición de una Nueva Jerusalén. En este sentido, la rebelión iniciada en 1810 se caracterizaba como la insurrección de un pueblo cristiano contra tiranos, explotadores y violadores de su propia religión.

En su capacidad de militar, Morelos abandonó la práctica de Hidalgo de levantar a grandes cantidades de gente del campo, con sus familias, armados principalmente de herramientas agrícolas –una estrategia tan criticada por Allende–, a favor de bandas entrenadas específicamente para pelear contra un ejército regular con armas de fuego y artillería. Aunque exitoso en las zonas sureñas y en la tierra caliente, adonde la autoridad virreinal apenas llegaba aun en tiempos pacíficos, su estrategia en conjunto fracasó. Nunca logró establecer una base principal en los valles centrales, donde esta- ban concentrados la riqueza y el poder en el país. En 1811-12 y 1813, la estrategia de coordinar a las bandas revolucionarias para circundar el altiplano central, enfocándose sobre todo en la provincia de Puebla, fracasó debido, en parte, a la tenaz resistencia de los realistas y, en parte, a las divisiones insuperables en el campo revolucionario. Su derrota en Puebla condujo al intento subsiguiente de tomar la ciudad de Valladolid de Michoacán. La derrota en Puruarán el 5 de enero de 1814 terminó con ese intento y llevó a la desintegración de la “fase Morelos” del movimiento en 1814-15. El Congreso destituyó a Morelos el 18 de febrero y reasumió el ejercicio del poder ejecutivo en el movimiento insurgente.

Como estadista, Morelos contribuyó significativamente a la definición de los objetivos y del carácter del movimiento insurgente. Sin embargo, nunca llegó a ser hombre de Estado. No desempeñó en México el papel que correspondió a George Washington en Estados Unidos. Protagonista de un sistema representativo para Anáhuac y signatario de la Constitución de Apatzingán de octubre de 1814, Morelos nunca podría implementar la Constitución en la capital de una nueva república como el vencedor militar, el arquitecto político y quizá presidente electo. Solo podemos imaginar cómo habría sido el presidente padre Morelos de la República de Anáhuac, establecida tal vez en el curso del año de 1815. Si la revolución hubiera logrado mantenerse en el poder en la capital de México, todavía habría debido destacarse entre un nutrido rango de personajes susceptibles de formar un gobierno efectivo –López Rayón, Liceaga, Sixto Verduzco, Herrera, Cos, Bustamante, Quintana Roo, para nombrar solo unos cuantos–. Esta visión, sin embargo, no es nada más que una fantasía. La realidad resultó desagradable. Morelos fue fusilado el 22 de diciembre de 1815 en calidad de traidor. El personaje que consiguió el derrocamiento del régimen virreinal en 1821, Agustín de Iturbide, vencedor de Puruarán, traicionó al virrey conde del Venadito y la causa real que había protagonizado desde 1810. ~

 

 

 

 

 


1 Los temas de este trabajo se podrían desarrollar con referencia a las siguientes obras: Juan Eusebio Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la Guerra de Independencia de México, de 1808 a 1821, seis tomos (México, 1877-1882); Ernesto de la Torre Villar, La Constitución de Apatzingán y los creadores del Estado mexicano (México, 1964); Ernesto Lemoine Villicaña, Morelos: su vida revolucionaria a través de sus escritos y de otros testimonios de la época (México, 1965); Manuel Esparza (compilador), Morelos en Oaxaca. Documentos para la historia de la Independencia (Oaxaca, 1986); Carlos Herrejón, Morelos. Documentos inéditos de vida revolucionaria (Zamora, 1987); Brian Hamnett, Raíces de la insurgencia en México. Historia regional, 1750-1824 (México, Fondo de Cultura Económica, segunda edición en español, 2010).

2 Bando de José María Morelos, Teniente del Excmo. Miguel Hidalgo, Capitán General del Ejército de América, cuartel general de Aguacatillo, 17 de noviembre de 1810.

3 Como lo indicó Hidalgo a Morelos, Dolores, 4 de septiembre de 1810.

4 Matamoros, capturado después de la derrota insurgente de Puruarán, fue apartado del sacerdocio y fusilado en Valladolid el 3 de febrero de 1814.

5 Leonardo Bravo (1764-1812), originario de Chilpancingo y dueño de la hacienda de Chichihualco, se adhirió al movimiento insurgente en 1810 con sus cuatro hermanos y su hijo, Nicolás (1786-1854), el futuro vicepresidente de la república (1824-27). Bravo fue ejecutado por garrote el 13 de septiembre de 1812. Hermenegildo Galeana (1762-1814) era originario de Tecpan (actual estado de Guerrero) y administrador de la hacienda de El Zanjón, propiedad de su hermano mayor. Ambos, junto con otros dos hermanos, se unieron a Morelos a fines de 1810. Hermenegildo tomó parte en la defensa de Cuautla (9 de febrero-2 de mayo de 1812) y los sitios de Huajuapan (1812) y Acapulco (1813), pero murió en una emboscada el 27 de junio de 1814.

6 Morelos a López Rayón, Tixtla, 13 de agosto de 1811.

7 Morelos, Nuestra Señora de Guadalupe, Tecpan, 18 de abril de 1811.

8 Morelos a López Rayón, Tixtla, 13 de agosto de 1811. Como explicó López Rayón, la Junta fue proclamada en nombre de Fernando VII, aunque “nuestros planes en efecto son de independencia, pero creemos que no nos ha de dañar el nombre de Fernando”, López Rayón a Morelos, Zitácuaro, 4 de septiembre de 1811. Bando, Zitácuaro, 21 de agosto de 1811.

9 López Rayón, Elementos constitucionales, 4 de septiembre de 1812.

10 Morelos a López Rayón, cuartel general de Tehuacán, 7 de noviembre de 1812. De las desavenencias en la Junta: Morelos a Verduzco y Liceaga (y a López Rayón), Veladero, 28 de marzo de 1813; Morelos a López Rayón, Acapulco, 21 y 23 de abril de 1813.

11 Morelos, cuartel general de Oaxaca, 29 de enero de 1813.

12 Manifiesto de Morelos a los pueblos de Oaxaca, Imprenta Nacional de Oaxaca, 23 de diciembre de 1812.

13 Morelos a López Rayón, cuartel general del Veladero, 29 y 31 de marzo de 1813.

14 Constitución de Apatzingán, artículos 5, 7, 13, 24. López Rayón, ausente, se quedaba en la fortaleza de Cóporo, cuando fue promulgada la Constitución.

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