Las ofrendas

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Llevabas sólo dos meses de muerta,

y estabas otra vez súbitamente ahí, a mi alcance.

Tomé la Northern Line en Leicester Square,

me senté y ahí estabas. Y ahí

comenzó el sueño que no era ningún sueño.

Te miré y me ignoraste.

Tu papel en el sueño era ignorarme.

Ser invisible, el mío. Irremediablemente,

sin poder manifestarme.

Una mirada nada más, vacía e incorpórea. Apoyé

todo el peso de mi mirada incrédula

en tu cara, que estaba ahí, imposiblemente real.

Poco cambió que te tocara.

Te estremeciste apenas, mientras el vagón

viajaba rumbo al norte, a través de la tierra.

Parecías más vieja: la muerte te había hecho envejecer [un poco.

Más pálida, diría, amarillenta, como estabas

en la morgue, pero impasible.

Como si los rieles que se desplegaban delante de nosotros

y el traqueteo de las vías fueran una película,

la de tu vida, que te ocupaba por dentro.

Tu mirada, metida para adentro, rechazó mi mirada.

La canasta en la falda, repleta de paquetes.

La cartera colgada de una larga tira. Las manos recogidas

por encima. Inmóvil,

mi mirada se apoyó en tu mirada,

como si una mirada apoyara la mejilla en una mano.

[Lo imposible

continuó compartiendo tu leve estremecerte, tus párpados,

tus labios que fruncías con fuerza, tu melancolía.

Como un sueño que insiste en algo que es sin duda

[imposible, y dura

segundo tras segundo tras segundo,

y se vuelve cada vez más increíble;

como si lentamente giraras la cabeza y me miraras,

sonriéndome en la cara, y retándome

allí, entre los vivos, a hablarles a los muertos.

Pero tú parecías no saber qué papel te tocaba interpretar.

Y yo, igual que en el sueño, no dije nada.

 

Intenté solamente separar el recuerdo

de tu cara de esta nueva cara que ahora tenías puesta.

Pensé que si bajabas en Chalk Farm

te seguiría a casa. Te hablaría.

Haría algún esfuerzo por hacerme cargo

de esta ofrenda, este triste sucedáneo que la muerte

me devolvía, y que ahí en el metro

me estaba revelando; seguramente para

que yo lo examinara y lo aprobara.

Llegamos a Chalk Farm. Me levanté. No te moviste.

Fue el momento de la prueba.

Yo tiré de tu cara y me la llevé

afuera, hacia la plataforma en este sueño

que para todo Londres era vida consciente.

Vi cómo te alejabas, transportada

hacia el norte, de regreso al abismo;

tu verdadera nueva cara inalterada, iluminada,

[inconsciente de sí,

por algunos segundos todavía fue visible,

[y luego desapareció

dejándome el vacío de antes

en donde habías estado y de repente ya no estabas más.

Pero tres veces se nos ofrece todo.

Y de repente estabas otra vez en tu casa.

 

Joven como antes, como si la muerte no te hubiera

[tocado;

una alucinación que al parpadear no se desvaneciera.

Como si las imágenes que vienen antes de una migraña

distorsionaran mi retina.

Tú parecías no tener idea de que eras tú misma.

Ni de que estabas apropiándote del nombre

de tu enemiga más antigua, como si hubiera sido

lo primero que encontraste a mano. Y sin embargo,

eras tú misma en tal medida que

mis hemisferios cerebrales parecieron desfasarse levemente

para reconocerte a ti, a ti, y al mismo tiempo darse cuenta

de que tú no eras tú. Y verte a ti, a ti,

que tan desfachatadamente seguías siendo otra.

Incluso conservabas tu fecha de cumpleaños; la misma,

como un chiste sobre la imposibilidad.

Y vivías a sólo tres kilómetros de donde habíamos vivido.

Otros espíritus se conjuraron para darte asistencia,

para hacer las veces de nuevos padres para ti,

[un nuevo hermano.

Volviste a seducirme, disimuladamente.

Yo respiraba un aire que me desorientaba, el gas

de ese submundo en que tú te movías con tanta

[naturalidad

y que albergaba ahora tu nuevo ser. Me hablaste

del sueño de tu vida romántica que había

durado todo nuestro matrimonio, allá en París;

como si hubieras vuelto recién ahora.

 

Tu talento, la muerte se lo había reapropiado. O quizás

lo había convertido en algo más imperceptible:

un anhelo salvaje y silencioso, una ferocidad

dormida de deseo en la mirada

de una extraña fijeza. Me debatí un momento

en mi doble existencia, viva y muerta.

Pensé: “Esto es una coincidencia, simplemente

el impulso de la inercia de mi vida, que intenta conservar

las cosas como eran, como si el espectáculo

debiera continuar a toda costa, las mismas máscaras,

los mismos parlamentos, no importa quiénes sean

[los actores.”

En el fondo del Rin, casi sin aire, consciente a duras

[penas,

con ese pataleo resignado de alguien que se ahoga

acerté a liberarme.

Tu amistoso ultimátum me fue dejando ir.

Haciéndole justicia a tu humor espectral, la vez siguiente

me enviaste una postal desde Honolulu.

Parecía que habías conseguido volver entre los vivos

dejándome como fianza, un rehén detenido

en la tierra de los muertos.

Cada vez menos yo

pensaba en escapar.

Hasta en mis sueños nuestra casa estaba en ruinas.

Y de repente –la tercera vez– te encontrabas ahí.

Más joven que cuando nos conocimos. Parecías

recién hecha, mitad ciervo salvaje,

mitad algo perfecto, inapreciable, facetado,

como una joya de cobalto. Viniste

por detrás de mí (cuando estaba indefenso,

probando con la punta de un pie el agua de la bañadera).

Tajantemente me dijiste, como si entre el estruendo

de un río se escuchara una voz conocida que de cerca

[nos apremia:

“Ésta es la última. Esta vez. Esta vez

no me falles.” ~

Traducción de Ezequiel Zaidenwerg

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