Pasó ayer por Barcelona Juan Goytisolo y dijo que él siempre ha procurado hacerse el muerto. De la extraña muerte de su hermano José Agustín nada quiso decir. No estuvo en el entierro porque —tal como le ha contado a Miguel Dalmau en Los Goytisolo (Anagrama, 1999)— desde el 64, cuando murieron con poca diferencia de meses su padre y su abuelo, no quiere pisar ni volver a ver ese horrible panteón familiar de Montjuïc, que es una copia pretenciosa y relamida del Duomo de Milán y, además, simboliza todo el horror de la clase burguesa y explotadora entre la que le tocó nacer. Luis, el otro hermano, no estuvo en el funeral pero sí en el entierro: no quiso dejarse ver en la capilla ardiente para no robar protagonismo al muerto: viejos ecos de antiguas competitividades fraternas.
Los desencuentros entre los tres hermanos difíciles siempre han sugerido una novela. Miguel Dalmau, tras largos años de infinitas indagaciones, ha escrito un libro sobre ellos y ha contado, a pesar de las resistencias iniciales, con la participación de los tres. Los Goytisolo, según cómo se mire, es —si se me permite el símil porno— Goytisolo duro. No cabía esperar menos, los tres hermanos se explayaron a gusto. El primero en hacerlo, tal vez por su condición de persona más asequible, fue el ahora muerto. El segundo en hablar fue el que procura hacerse el muerto. Y el tercero fue Luis que, viviendo como vive en Madrid, está ya burlando al destino fúnebre del horrible panteón familiar.
Ayer fui con Miguel Dalmau al 41 de la calle de Pau Alcover a ver las arrasadas ruinas de la memoria familiar de los Goytisolo. Y allí donde antaño se alzara el palacete de la familia, recordé a Borges cuando dice que sólo es nuestro lo que perdimos; lo recordé frente al desolado espacio de la memoria de los Goytisolo del barrio de las Tres Torres y me dije que no hay otros paraísos que los perdidos y que los tres hermanos difíciles han perdido tantos que ya sólo pueden contarlos y que esas perdiciones ahora son lo que es suyo.
Lo que es suyo es su expulsión del paraíso a raíz de la bomba que en el 38 destrozó a su madre y del abandono del palacete de la infancia. Ahí ayer, frente al 41 de Pau Alcover, hablé con Miguel Dalmau de las zozobras, alegrías y terrores de los tres hermanos. Y hablamos del caso de Antonio, el mayor, asesinado por la meningitis en el 27. Sí. Los Goytisolo no eran tres sino cuatro. La muerte prematura de Antonio desmontó la armonía fraternal, pues produjo ese fenómeno que, en términos psiquiátricos, se conoce como “cadenas alteradas”: José Agustín, el nuevo heredero, fue destronado por el padre, que entronizó a Juan.
Según Juan, su hermano José Agustín fue puenteado, sus ojos oscuros fueron comparados con los ojos claros de Antonio, y a José Agustín se le impidió ser el primogénito: “El trato de mi padre hacia él, un trato de indiferencia y de no reconocimiento, explicaría las dificultades y tropiezos psicológicos con los que mi hermano se encontraría a lo largo de su vida”.
La expulsión del paraíso —con la bomba a la madre como eje del drama— determinaría la vocación literaria de los tres hermanos. Miguel Dalmau se queda con Luis a la hora de elegir al mejor de los tres como escritor. Para él, Antagonía de Luis Goytisolo brilla con fuerza sobre la sombría y esforzada obra del trabajador Juan que, a partir de la muerte de Monique Lange, se ha dulcificado y comienza a vivir como los místicos, sin esperar nada y sin temer nada (viviendo su propio Barjaj, el purgatorio islámico) y abre las puertas que antes cerraba. Fue el propio Juan quien dio el empujón decisivo para que el libro sobre los tres hermanos llegara a ser una realidad y la gente pudiera saber que la memoria de cada uno de ellos se volvió ácida y triste, cargada de pérdidas, pero también es cierto que esa memoria es hoy estela de un fuego que se aleja hacia arriba, más allá de la montaña de Montjuïc de Barcelona, más allá del oscuro panteón familiar donde unos ojos oscuros descansan. –