Los muros del paraíso

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La libertad de los individuos, el derecho de cada quien de decidir sus actos y reafirmar su singularidad, estableciendo diferencias respecto a los demás, son conceptos que, de tan sobados, han devenido dogmas contemporáneos que nadie puede darse el lujo de cuestionar.
     Al menos eso es lo que creía este lector, hasta que al abrir una novela se topó con unos personajes extraños: mujeres que no sólo aborrecen la posibilidad de ser libres, soberanas e individuales, sino que incluso están dispuestas a cometer un crimen con tal de permanecer como conjunto anónimo, con su destino a cargo de los demás. Se trata de monjas, es cierto, tan integradas unas a otras dentro de los muros del convento que han perdido toda diferencia para constituirse en “masa”, pero no por eso deja de resultar inquietante que, en cuanto la abadesa les propone que sean ellas mismas, aparezcan en el grupo el desasosiego y la “gana de matar”.
     La novela es Ya no pisa la tierra tu rey, que se hizo merecedora este año del Premio Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Según unas líneas escritas en la solapa, su autora, la española Cristina Sánchez-Andrade, posee “un mundo propio e insólito y un estilo que sorprende”. Aunque no siempre coinciden la experiencia de lectura de un libro y las palabras entusiastas que lo acompañan, en este caso hay que reconocer que la frase es certera: Sánchez-Andrade es una narradora original, cuyo poder de sugestión se apoya en una irreverencia innata, en una voluntad poética muchas veces sombría, que raya en el delirio, y, sobre todo, en un imaginario raro, humorístico, situado en los límites del absurdo y lo grotesco.
     Ya no pisa la tierra tu rey es una historia narrada en tono de farsa trágica por la voz colectiva de las religiosas: un “nosotras” riguroso que de antemano elimina cualquier distinción entre las protagonistas. Visten hábitos idénticos, hacen y sienten siempre lo mismo, hablan igual y hasta piensan pensamientos similares. Juntas rezan, comen, juegan, caminan por los pasillos y suben a los altos del convento donde, por el hueco de una ventana clausurada, contemplan el palacio del marqués, don Iñigo de Grandes Rivadavia y Gato, situado enfrente: “… la vida era el relato de una monja. Una monja tuerta que, subida en la última de las ollas amontonadas junto a la ventana del sobrado, nos iba dando cuenta de lo que pasaba por su ojo vivo”. En el palacio los aristócratas gastan su existencia en ocios y holguras; los sirvientes intrigan, pelean, discuten las noticias del mundo con voces que viajan por el aire hasta los oídos de las monjas. Ahí la vida sigue su marcha cotidiana y las cosas suceden como si se tratara de una puesta en escena dedicada a las mujeres.
     De este modo, a través de una voz gregaria y de una percepción seccionada nacida del voyeurismo, los lectores nos enteramos de que la diversión del joven marqués consiste en brincar todos los jueves las tapias del convento para meterse entre las piernas de alguna novicia. A las hermanas estos asaltos las divierten, no así a las autoridades eclesiásticas, quienes deciden destinar el recinto a la clausura, privando a las religiosas de la escasa movilidad que les queda: “En época de clausura, la imaginación es lo que nos salva.”
     A partir de esta condena, los cambios se suceden en cascada. La madre del marqués decide casarlo para acabar con su “vicio”. Llega la novia al palacio y trastoca las costumbres. Las monjas delinquen: roban artículos de las dotes y salen del convento en expediciones clandestinas. La abadesa sufre accesos de locura: les ofrece dejarlas libres e intenta convencerlas de que se olviden de ser “masa” para asumir cada una su individualidad.
     Los cambios generan conflictos. La libertad prometida es amenaza que aplasta el ánimo. Las religiosas saben que ser independiente significa estar solo, pensar por cuenta propia, arriesgarse a decidir. La sombra de la expulsión del único paraíso que conocen se cierne sobre ellas, y pronto comienzan advertir peligrosos brotes de singularidad en el grupo. La disolución de la grey perfila la psicología de unos personajes memorables que trascienden la voz colectiva para adquirir carácter. Sus extravagancias se acentúan: cavan un pozo que rápido se convierte en túnel, cambian piedras de lugar en el patio, suben y bajan escaleras sin descanso, montan escenas teatrales para imitar a quienes siempre tuvieron personalidad. Como el líder, cuando ya no sirve a nuestros propósitos, se transforma en chivo expiatorio, comienzan a conspirar en contra de la abadesa: hay que deponerla, hay que expulsarla, hay que matarla…
     Y esto sucede en una soledad sin Dios y sin rey, en un ámbito fuera del tiempo, en un falansterio espiritual donde los personajes se interrogan, hasta en el más pequeño de sus actos, acerca del sentido de la existencia y recurren para responderse a una filosofía ordinaria, sustraída del saber popular, que en el estilo de Cristina Sánchez-Andrade se tiñe con tonos de aforismo. Todo para que Ya no pisa la tierra tu rey se constituya en parábola que pone en tela de juicio muchas de nuestras convicciones más arraigadas, en agria metáfora de la condición humana, en un reflejo del mundo distorsionado por el lenguaje poético. –

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