Destacada soprano mexicana, Lourdes Ambriz debutó con la Compañía Nacional de Ópera del INBA en 1982, interpretando el papel de Olympia en Los cuentos de Hoffman. El año previo había sido premiada en el Concurso Nacional de Canto Carlo Morelli. A lo largo de su exitosa carrera, ha cultivado un extenso repertorio que incluye ópera, música de cámara, música renacentista y contemporánea. Ha colaborado con directores como Charles Bruck, Lukas Foss y Eduardo Mata y actuado junto a figuras como Plácido Domingo, Francisco Araiza, Ramón Vargas y Rolando Villazón. Entre sus grabaciones destacan las óperas Aura de Lavista, The visitors de Chávez, Montezuma de Graun y El conejo y el coyote de Rasgado.
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¿Cómo fue que comenzaste a cantar?
La mayoría de los cantantes de ópera provienen de familias de músicos o de aficionados a la música. Mi papá era un señor de los Altos de Jalisco al que le gustaba Jorge Negrete y Pedro Infante, aunque en casa de mi mamá sí había una pianola con rollos de arias de óperas. A mí me empezó a gustar la música y, después de algunos avatares, mi mamá me llevó a una academia para estudiar canto porque no tenía instrumento y era lo más económico. Al poco tiempo, pasé a estudiar en la Nacional, entré al concurso Morelli, me dieron un premio y empezaron a darme trabajo. Empecé a cantar ópera desde muy chiquita. Lo primero que recuerdo es una pieza de Monteverdi, dirigida por José Antonio Alcaraz, que se llama El baile de las ingratas. Yo era una de las ingratas. Luego volví a entrar al concurso Morelli y recibí una beca de Fonapaz, lo que me permitió estar un año en la Hartt School of Music en Connecticut.
¿Encontraste diferencias entre la pedagogía artística de Estados Unidos y la de México?
Sí, definitivamente. Para empezar, había una clase de teatro para cantantes y un taller de movimiento corporal. El taller de teatro lo llevábamos con Brenda Lewis, una cantante muy famosa. Y lo que era increíble es que se dirigía a ti no como cantante, sino como actriz: parecía un director de teatro. Además, llevábamos talleres donde muy buenos músicos corregían nuestra técnica vocal.
En tu trabajo siempre he visto una enorme vocación actoral: invariablemente veo una cantante que está representando un personaje. ¿En las escuelas en México los cantantes no llevan talleres de actuación?
En mi época, no. Ahora ha cambiado. Sin embargo, creo que estamos lejos de lograr el nivel de otros lugares. Con frecuencia, los cantantes no aprenden estilos de actuación: no entienden la diferencia entre el drama, la comedia o la farsa. Y esa es una carencia.
La primera vez que te vi fue en Aura, de Mario Lavista.
Ese fue un proyecto muy integral: había mucho diálogo entre todas las partes. Lavista no se había animado a abordar el género y un día, caminando por el centro de la ciudad, vio una casa que lo remitió a la novela. Habló con Carlos Fuentes y él le permitió hacer la ópera. Se incorporaron Ludwik Margules, como director de escena, Juan Tovar como adaptador, y Alejandro Luna como escenógrafo. Todos trabajamos para crear una atmósfera. El trabajo con Ludwik fue muy intenso: muy introspectivo, como le gustaba a él. Los cantantes trabajamos dos meses antes de ensayar con la orquesta. Nos obligó a movernos al ritmo de la música, lo cual creo que fue uno de los grandes aciertos del montaje. Pienso que realmente se construyó el universo misterioso y opresivo que sugería la historia. Había una candencia muy lenta, pero con una gran carga emocional. Hace un par de años colaboré con Claudio Valdés Kuri en un proceso de búsqueda aún más largo. Trabajamos seis meses para poner en escena Montezuma, de Carl Heinrich Graun, lo cual es sumamente inusual en la ópera.
La vi y me encantó. Me pareció notable cómo Claudio logró darle un sentido contemporáneo a esa obra tan singular, que resonaba con tanta fuerza en el México actual.
El libreto es de Federico el Grande y no tiene ninguna base histórica o incluso geográfica. Lo último que le interesaban eran los aztecas. Él quería hacer una obra que hablara de la grandeza de los monarcas: establecer la diferencia entre el elegido de Dios para gobernar y resto de los mortales.
Pero en la puesta de Claudio el tema era la desgracia nacional, el caos en que vivimos, esta tierra de ciegos donde el tuerto es rey. Y lo que más me impresionó fue el aria donde, evocando el desmembramiento de Coyolxauhqui, descendías una pirámide para luego volver a subirla. De alguna manera se transmitía este espíritu de ave fénix mexicana: aunque somos un desastre, seguimos en movimiento. Era hermosísimo. Nunca he visto algo así en la ópera.
Trabajamos con mucha intensidad. Lo interesante de Claudio es que trabaja con el material humano y se deja afectar por él. Todo el tiempo está provocando a sus colaboradores para que le hagan propuestas. Él ya tenía en mente ese medallón de Coyolxauhqui desmembrada. La pregunta era cómo llegar ahí. Trabajamos con un maestro de danza buto. Los ensayos eran larguísimos y de un desgaste físico enorme. En esas jornadas interminables surgió la idea del renacer.
Hubo mucho contraste entre los estrenos de Edimburgo y Alemania.
Los públicos de distintos lugares te devuelven distintas cosas. En Alemania yo recuerdo que era como una comunión. Fue un público muy receptivo con un entusiasmo desbordado. En Edimburgo, el público aullaba al final de las funciones, pero la crítica fue muy conservadora y se horrorizó. Creo que no entendieron nada. Sin embargo, lo más desconcertante ocurrió en España, porque todos se ofendieron: no solo la crítica sino el público también. Lo vieron como un insulto, como una expresión antiespañola actual. Nunca lo vieron como algo basado en hechos históricos. Lo cual tal vez quiere decir que nuestra puesta tocaba fibras sensibles. Y al estar tan viva, no pudieron verla con distancia.
Es muy emocionante cuando la ópera está viva escénicamente. Recuerdo la espléndida trilogía de Mozart-Da Ponte, dirigida por Benjamín Cann.
Mozart estaba buscando el pleito, poniéndole música a las obras más políticamente incorrectas de su tiempo.
Me acuerdo de tu Zerlina en Don Giovanni. Era una manipuladora que tenía sexualmente sometido al pobre de Masetto.
Los personajes de Mozart tienen esos dobleces. Hay muchas aristas: no es solo que Don Giovanni es el malo y ya. Todos los personajes están dibujados con complejidad. Tal vez la que más gustó fue Così fan tutte (ahí yo hacía Despina). La idea era trabajar sobre el doble discurso de los personajes: por un lado, la picardía y, por otro, el miedo a que en mi juego la que pierda soy yo, a que si juego a que le pongo los cuernos a mi marido, no acabe yo enamorándome del otro. La idea era que al final las parejas acababan chuecas. Cuando las cosas vuelven a la normalidad, yo ya me enganché en el cruce. Y entonces, ¿qué somos: swingers? ¿Podemos aceptar esto?
¿Qué le hace falta a la ópera en México?
Dinero, pero los recursos solo tienen sentido si vienen acompañados de una buena administración, que sepa aprovechar la experiencia y el talento que tenemos. Uno de los problemas principales del país, más allá de la ópera, es que rara vez hemos tenido la inteligencia para manejar bien nuestros recursos. Generalmente, mucho se nos va en pitos y flautas. Tal vez sea cruel decirlo, pero tal vez hay demasiados empleados en las oficinas y pocos recursos aplicados a la escena. Uno ve casas de ópera de renombre mundial y en las oficinas hay cinco personas. ~
(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.