No basta con sólo mirar

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Es inevitable la guerra; pretender abolirla es inútil. La guerra se repite, como se repite su tragedia. Y en el registro de esa tragedia se reproduce la estampa del dolor universal. Una fotografía de la guerra es la fotografía de cualquier guerra. Sus miserias retratadas son siempre las mismas; es indistinto el gesto de desamparo de un niño de Sarajevo con respecto al de una niña de Bagdad. Las imágenes hacen eco a otras imágenes: los campos de concentración serbios en Omarska de 1992 con los de los nazis en 1945. Los catálogos de destrucción y sufrimiento se van acumulando, y la compasión o el sentimiento de injusticia que podría provocar una imagen no siempre compromete al espectador: si no hay una reacción concreta, su efecto de choque se difumina. La historia se repite porque se repite el olvido. Recordar, dice Sontag, es un acto ético.
     Una semana después del ataque del 11 de septiembre, Susan Sontag (Nueva York, 1933) justificaba en el New Yorker la cosecha de odio que Estados Unidos se vería obligado a recoger como cortesía de algunos de sus enemigos en el mundo. El odio hacia el país no es gratuito, escribió para sorpresa de muchos, porque para entender un suceso se debe profundizar en su dimensión histórica. La explicación no reside en la magnitud trágica del resultado, sino en lo que llevó a engendrar el odio. Cuántos ciudadanos saben de los bombardeos que realiza ee.uu. sobre Iraq, preguntaba al lector; es más cobarde quien asesina desde el cielo y evita represalias cuerpo a cuerpo, que aquel que está dispuesto a morir por una causa. El ímpetu crítico de Susan Sontag fructificó en la publicación de su más reciente ensayo, pocos días antes de que comenzara formalmente la guerra contra Iraq.
     Regarding the Pain of Others es una reflexión suspendida entre interrogantes sobre la apreciación contemporánea de las imágenes de guerra, sin incluir —acertadamente— ninguna. Liberal radical y feminista, oveja negra de la elite intelectual estadounidense, Sontag inicia el ensayo al amparo del libro Three Guineas (1938), en el que Virginia Woolf arriesga que las opiniones sobre la guerra, a partir de ciertas fotografías, serían diferentes entre hombres y mujeres. Si lo que Sontag pretende es establecer una postura feminista actualizada ante el problema, queda lejos de alcanzarlo. El hilo rosado se pierde a lo largo de su ensayo, y sólo lo retoma tímidamente hacia el final, cuando cuestiona si existe un antídoto contra la seducción (obviamente masculina) que da pie a la guerra; aunque lo que le importa realmente no es la respuesta, sino quién formula la pregunta: una mujer.
     Alguna de las ideas que maneja sobre la omnipresencia de la fotografía tienen un antecedente en On Photography, de 1973. Establece que la unidad básica de la memoria es la imagen; es como una cita, contundente como una máxima. El poder de una foto es mayor que el de una cifra: impresiona más ver la silueta detallada de una víctima que cientos de muertos apretados en tres dígitos, porque la prueba objetiva está en la foto: es la síntesis materializada de un hecho, mientras la cifra es una simple abstracción numérica. La foto, además, involucra, obliga a la empatía. El problema, dice Sontag, es que no se recuerda a través de la imagen, sino únicamente se recuerda la imagen, lo cual obnubila otras formas de comprensión y remembranza. La retórica de la imagen solitaria está descompuesta, porque necesariamente se encuentra desmembrada de su contexto. Hay un discurso en la secuencia de imágenes que grabamos provenientes de los medios, un salto desaforado, inconexo, pero que establece procesos inconscientes de relaciones ilógicas. La fotografía no puede considerarse verídica porque suprime el contexto; es un fragmento seleccionado, y si fotografiar es encuadrar, encuadrar es excluir.
     Según Sontag, la contemplación del sufrimiento tiene origen en el valor didáctico de la iconografía cristiana: ver como una vía de aprendizaje. Mostrar el horror humano tenía una intención didáctica. En la serie “Los desastres de la guerra”, Goya buscaba despertar al espectador y lastimarlo; la repulsión que provocan sus aguafuertes es moralmente demandante, y las frases escritas al borde insisten en que no basta con sólo mirar. Pero hoy en día el sufrimiento se reconoce en tanto que tiene un público y se reproduce a distancia.
     “La realidad —dice Sontag— ha abdicado. Sólo hay representaciones: los medios. Los sucesos deben alcanzar el nivel de espectáculo para que se los tome en cuenta, para que se consideren reales.” La guerra debe ser mediatizada para mostrarse a los ciudadanos que carecen de compromiso, por encontrarse lejos y reclamando cómodamente una superioridad adquirida desde el living room de su casa. El riesgo es la estimulación del apetito por ver más: buscar la atrocidad como espectáculo, allá, lejos, en esos países exóticos. La secuencia de imágenes que coleccionamos construye una ficción, que se vuelve parte del imaginario individual, y, por virtud de ello, recordar es cada vez más sinónimo de evocar imágenes y menos de hundirse en la historia.
     No debemos preguntar qué pasó —piensa Sontag—, sino por qué.
     — Maité Iracheta

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