Los Ășltimos ceniceros de Nueva York

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En una cierta cueva subterránea de estirpe elegante y olor a sal, se lee en un arco iris de letras: Oyster Bar. En la barra de entrada se ofrece una carta con treinta tipos distintos de ostiones frescos, una lista de 259 vinos de diversas cosechas y los últimos ceniceros de Nueva York. De las bóvedas de arista de medio punto cuelgan candiles con forma de carrusel iluminando barcos pesqueros. Abajo, a nivel banco, la clientela fuma y bebe, el ambiente cargado le da un toque de club que festeja estar al margen de una era nueva de Prohibición. Grand Central Station, donde se localiza el Oyster Bar, es propiedad del estado, razón por la cual ha podido ser excepción a la ridícula ley local impulsada por el alcalde Michael Bloomberg que prohibió desde el 30 de marzo fumar en bares. Hace un año empezó a torcerle el brazo a esta escoria políticamente incorrecta, los fumadores, con un aumento al impuesto de los cigarros que elevó el precio a casi ocho dólares por cajetilla, y ahora, con su nueva iniciativa para prohibirles espacio, terminó por aplicarles brutalmente una llave.
     El Bloomberg post-Giuliani gobierna la ciudad que había sido icono urbano de lo liberal, lo bohemio, lo peligrosamente estimulante, la isla más afortunada para los desterrados e inmigrantes, la especie de prótesis cultural que se enorgullecía de conservar su debida distancia —ríos de incompatibilidad territorial, psicológica, intelectual de por medio— con el resto de Estados Unidos. La gobierna no como el político que nunca ha sido, sino como el hombre de negocios millonario que es, preocupado por reducir el déficit presupuestario de una ciudad a la que trata como empresa. Decidió, con sospechoso aplauso, que su sueldo como alcalde sería de un solo dólar anual, tal cual: “$1.00” se factura. Es infinitamente generoso, claro, pero también insensible. Se ha puesto a castigar a sus subordinados como si vivieran todos en el Upper West Side: el transporte público, metro y autobuses, cuesta ahora dos dólares por viaje. Ser fumador y ser pobre es prohibitivo en Nueva York, imposible elegir libremente ninguna de las dos virtudes.
     Lo trágico está en la práctica, lo divertido en la prensa. La página editorial del Times está sirviendo como foro de moralidad entre los nuevos rivales: fumadores y no fumadores; la condición es ser famoso para subir al ring. Joe Esterhaz, guionista de las películas Bajos instintos y Atracción fatal, mandó una nota para expresar públicamente su arrepentimiento por concebir personajes que fumaban. Se atormentaba por haber inducido a incontables actores al vicio. Enfermó de cáncer en la garganta y decidió eliminar las virutas de humo que antes ornamentaban la tensión de sus psycho-thrillers. Por razones de salud su imaginación resolvió ser hoy día smoke-free; pero sus personajes lo rebasan, son inmortales, a diferencia de los seres mortales e imperfectos de quienes se inspira: los humanos. ¿O acaso estará pensando suministrarle nicoret a Catherine Tramell para que Sharon Stone deje de fumar? Kirk Douglas colaboró con su propia nota el 16 de mayo arrepintiéndose del vicio que se vio obligado a adoptar por órdenes del director en su primera película, The Strange Loves of Martha Ivers, en 1946. Cuenta que su experiencia con su golpe inaugural fue horrible, se mareó y hubo que interrumpir la secuencia que actuaba; no obstante, a partir de entonces, dejó clavado un cigarro entre sus dedos. La actriz Lorraine Bracco se queja también: publicó que desde que fumara para la obra teatral The Graduate en Broadway no lo ha podido dejar. El músico Joe Jackson, por su parte, escribió indignado para lamentarse de que en un concierto reciente que dio en Nueva York, su querida ciudad adoptiva, había en el camerino cinco anuncios de No Smoking y que, en cambio, en el camerino de la ciudad de Hamburgo a donde fue después, había repartidos por el cuarto cinco ceniceros —y un encendedor de cortesía. Denuncia a Nueva York como una ciudad intolerante y advierte que la va a cambiar por Londres, Berlín o Barcelona.
     La intolerancia es un problema que ya alcanzó a la gran manzana, y empieza por reflejarse en un estado policiaco a nivel personal. Se trata de establecer una distancia con el prójimo, levantar una muralla, propiciar la ignominia. Nadie tiene porqué soportar el humo de tu cigarro, el olor de tu perfume, las bacterias de tu mano, el ruido de tu rutina diaria tan pronto te levantas de la cama. En el edificio donde vivo, las quejas se acumulan entre vecinos por ese factor humano irremediable: el simple hecho de existir. Le he dicho a mi vecina del piso de abajo que seguimos ensayando, sin conseguirlo aun, el mágico arte de flotar para evitarle las jaquecas que la acosan por el ruido de nuestros pies descalzos. La señora del quinto piso levantó una queja en el ayuntamiento contra la familia del sexto porque no soporta que el niño de un año rebote sobre su techo ahora que se le ocurrió aprender a caminar. La familia es salvadoreña y según la apreciación de la señora el niño rebota más que, digamos, uno blanco promedio a quien por lo general se le protege con casco, rodilleras y ropita acolchonada para evitarle esos primeros madrazos con los que uno inaugura su libertad ante la vida.
     Un gringo se acerca a la barra del Oyster Bar y me pregunta si estoy escribiendo mi lista de pendientes, le contesto que estoy escribiendo que un gringo se acerca a la barra del bar. Luego platicamos del placer que significa poder fumar en este lugar: por ser un acto casi clandestino raya en lo criminal. Creo escuchar el vaivén del disco drag de k.d. lang en la amplificación de mis anillos de humo. En el Oak Room del Hotel Plaza también se fuma; como la clientela extranjera tiene dinero puede darse el lujo de pagar las multas. Me dice de pronto que él no tiene ningún problema con los fumadores ya que él mismo fuma, pero los limosneros, me dice, los limosneros del metro, de dónde vienen y a dónde van, eso sí que debían prohibirlo. –

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