notario del fracaso latinoamericano

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I.

Creo que Carlos Rangel tenía en sí la audacia del reformador, aunque no con el tono plañidero o ceñudo del puritano, sino como resultado de una voluntad de saber, de una pulsión por descubrir y difundir la verdad, siempre, por definición, desagradable. El símil psicoanalítico no se le escapaba y lo usa abundantemente en una curiosa entrevista que le hizo Sofía Imber, su esposa y alter ego, en ocasión de la publicación de la edición francesa de Del buen salvaje al buen revolucionario (que precedió en unos meses a la versión castellana de Monte Ávila Editores), en 1976.1 Tersa es también la confianza en los poderes purificadores de la razón, en el alivio espiritual derivado de lo que Berta Pappenheim, la inefable Anna O., primeriza paciente de Freud, llamó aptamente “el deshollinar” de la conciencia. En ese papel de adelantado, de heraldo de las verdades musitadas o encerradas en el cuarto, Rangel no llevó a cabo una tarea especulativa sino una labor terapéutica, teñida solamente de un escepticismo que se derrama sobre las posibilidades de felicidad moral de este Nuevo Mundo. En ese 1976 Rangel se muestra decidido a emprender la cruzada de la verdad contra los mitos latinoamericanos, pero el contrapunto agonístico entre mito y verdad no se resuelve, al final, con la victoria de la luz sino con un sabor amargo, fatalista, como el del médico que diagnostica un mal crónico de desenlace incierto.

 

II.

Caracas, en estos días, está como celebrando, sin proponérselo o más bien sin saberlo, los treinta años de este libro singular. Cumpliéndose otro aniversario de su muerte en Bolivia, la exaltada figura del guerrillero heroico se multiplica en toda clase de gadgets generosamente financiados por el hinchado presupuesto nacional, compartiendo los asfixiados espacios públicos con la basura, los buhoneros y las gigantografías del presidente, que han debido ser prohibidas por el Consejo Nacional Electoral por la temporada de campaña para las elecciones del próximo diciembre. La encarnación icónica del revolucionario perfecto lo persigue a uno por todas partes, como agazapado en medio del febril consumismo que el petróleo de precios estratosféricos nos concede. Una gigantesca y voluptuosa camioneta Hummer puede saludar “Hasta la victoria siempre, etc.” desde una calcomanía color rojo Mao, y hacerlo sin ironía ninguna. Los bordes de la autopista que parte en dos a Caracas se hallan colonizados por galerías de retratos de próceres abrazándose: Francisco de Miranda con Fidel Castro, José Martí con Ezequiel Zamora, Guevara con Bolívar, en una promiscuidad panteísta. Como en una especie de perífrasis o glosa trágica del texto de Benjamin, la ciudad y el país están tomados por la revolución en la época de su reproductibilidad técnica, haciendo patente, para quien quiera verla, la tesis central de Del buen salvaje al buen revolucionario: que la política en estas latitudes está en el orden de lo mitológico y no en el orden de las aspiraciones normativas que deberían fundarla; que el desfile de ideologías y de matices doctrinarios sigue el ritmo atemporal de la frenética búsqueda del paraíso perdido, del retorno a la inocencia primigenia. Que no ha habido, propiamente hablando, política en Latinoamérica.

O mejor: que América Latina, trágicamente construida como una Europa “de borde”, limítrofe, es como el espejo borroso y deleznable de las crisis civilizatorias de Occidente. La fragmentación del Imperio Español precedió en varias generaciones a la disolución de las exhaustas monarquías europeas, y apremió negociaciones identitarias demasiado precoces, que fundaron a los Estados nacionales latinoamericanos sobre las frágiles arenas movedizas del voluntarismo político. Hoy, las ondas telúricas de las postdemocracias –intentando injertarse sobre la crisis de las democracias liberales y del estado de bienestar que lánguidamente, en medio de su opulencia, está padeciendo Occidente–, impactan el continente ante la mirada indolente del cansancio europeo y la obsesión excepcionalista de Estados Unidos.

 

III.

Lo crucial de Del buen salvaje al buen revolucionario es que elabora un relato articulado de la insaciable búsqueda de respuestas a la pregunta sobre el ser latinoamericano, pero mostrando que lo sintomático es la pregunta misma, y esto por dos razones. En primer lugar, porque el fondo sedimentario de la conciencia de sí de Latinoamérica está constituido por una enciclopedia mítica que acompaña a la tradición de pensamiento occidental desde tiempos grecolatinos, coagulándose especialmente en la figura humanista del buen salvaje. Dios inventó a Latinoamérica para que Europa pudiera deslastrarse de sus más pesados mitos, realizándolos en el Nuevo Mundo y dándose el lujo de fracasar allí una y otra vez, como si de un gigantesco laboratorio se tratara. Y en segundo lugar, porque, a la manera hegeliana, Rangel no da crédito a la noción de la originalidad de Latinoamérica: la confluencia de culturas y el mestizaje americano no autorizan a considerarla como esencialmente distinta a Occidente. No hay raza cósmica; somos pura repetición de lo que Europa alguna vez fue (aunque Hegel deja alguna rendija abierta sugiriendo que algo nuevo podría formarse en estas tierras, si bien insiste en que no es tarea del historiador diluirse en predicciones). Occidente es a su vez el resultado de innumerables cocteles culturales y mestizajes, y paradójicamente, el clamor por una identidad no occidental como opción para Latinoamérica terminaría, en buena lógica, con una negación del mestizaje americano y una reivindicación de absurdas purezas raciales, étnicas o culturales. En esta perspectiva, Latinoamérica está inevitablemente soldada al universo occidental y no tiene sentido, pues, preguntarse por la especificidad de una identidad latinoamericana.

 

IV.

Del buen salvaje al buen revolucionario impacta hoy con dos prominencias: el tono apodíctico de su pesimismo y la facilidad con que el lector puede quedar convencido. Rangel formula la apuesta desde la introducción misma: “yendo al fondo de la cuestión antes de desmenuzarla, lo más certero, veraz y general que se pueda decir sobre Latinoamérica es que hasta hoy ha sido un fracaso” (subrayado del autor). Y muestra que, al menos desde Bolívar, el continente ha vivido con una conciencia de fracaso que pugna por manifestarse a pesar del continuo ejercicio de negación que la mitología compensatoria le facilita. El caso es que Rangel se alinea de ese modo con una tradición bien establecida entre nosotros, cebada especialmente en las aguas densas del positivismo, sólo que sustituyendo a las determinaciones de raza y geografía otras de tipo cultural e histórico. Lo que a su vez explica el éxito persuasivo del libro: toca también, en su fatalismo, una filosofía social ampliamente popular y permite a la vez reconstruir una especie de meta-mitología: un relato convincente de las imposibilidades de Latinoamérica. Sin embargo, esta recursividad no es cerrada: Rangel deja deslizar, como un suspiro, una vía de escape.

Cuando Carlos Rangel escribió ese libro, Venezuela parecía estar transitando el camino real de la modernidad. Gobernaba un hijo del “aprismo”, para usar el vocabulario de Rangel, y la escalada de precios petroleros parecía una señal divina para bendecir el esfuerzo de estabilización institucional y política que había tenido lugar desde 1958. Pero la inundación de petrodólares sólo sirvió para robustecer cosméticamente al ogro: un paroxismo redistribuidor acompañó al protagonismo enfermizo del tercermundismo, ocasionando los desequilibrios que la sociedad venezolana ha venido pagando desde entonces. Pero Rangel subraya la versión venezolana del aprismo para, sin mucho entusiasmo, sugerir que esa fórmula podía llegar a ser la vía latinoamericana para conciliar libertades democráticas con modernización económica, es decir, de conectarse con los valores occidentales y desarmar la potencia de la promesa revolucionaria.

La historia ha sido cómplice de Rangel: que este país sea hoy justamente el escenario privilegiado de la resurrección de la imaginería buensalvajista, y de este grotesco experimento de socialismo petrolero, parece confirmar la tesis del papel de dique de contención que las socialdemocracias latinoamericanas cumplieron con respecto a la teología de la revolución cubana: el fracaso del aprismo se traduce en el renacer del mito; la disolución de nuestro pacto social trajo de vuelta al caudillo cesarista. Si, como ocurrió ante la evidencia de las contradicciones e inmadurez de las socialdemocracias, tuvieron lugar aquellos polvos liberales de la década de los noventa que produjeron estos lodos en Venezuela, en Bolivia, en Nicaragua y Ecuador quizás, y casi en Perú y en México, es porque, de nuevo, se trataría de casos de modelos aéreos que no llegan a articularse con el fondo cultural latinoamericano. La melancólica lección política que se deriva es que el territorio para la propagación de un liberalismo contemporáneo criollo es verdaderamente exiguo, y que, en el caso de conservar la cordura, los regímenes políticos exitosos en este continente continuarán promoviendo Estados gordos y sociedades corporativizadas, con desiguales niveles de institucionalización y no pocas dosis de caudillismo.

 

V.

Curioso resulta, entonces, que a Carlos Rangel se lo mencione tanto en las genealogías del pensamiento liberal latinoamericano. En su descripción de la lucidez y olfato político de Rómulo Betancourt y en su elogio de la iniciativa de creación de la OPEP, Rangel deja traslucir una, digamos, inquietud nacionalista que no forma parte del equipaje estándar de algunos de sus presuntos herederos intelectuales. Se produce entonces una tensión entre el tono pesimista de sus tesis fundamentales y una tímida confianza en que sí es posible elaborar el tránsito modernizador en nuestros países y realizar aquí los ideales ilustrados. La inteligencia de Rangel lo protege de su propia deriva dogmática y lo separa del antiestatismo ingenuo que de vez en cuando quiere ennoblecerse citándolo como padre fundador. También queda distanciado de ideologías de reemplazo, de cierto espíritu reaccionario que ha sustituido, en algunos casos, a la necesaria pero siempre postergada construcción de una derecha moderna, y que se ha conformado con ser eso, pura reacción irreflexiva y conservadora.

 

VI.

Tal vez debido a la peculiar coyuntura venezolana, hay una dimensión de la figura de Rangel que juzgo particularmente importante de destacar, y que tiene que ver con el papel de las elites intelectuales y la acción política. Se está repitiendo entre nosotros un patrón muy visible durante la dictadura de Juan Vicente Gómez, durante los primeros treinta y cinco años del siglo XX, que consiste en una cuarteadura de la intelectualidad: mientras unos (pocos, debe decirse) justifican marxista o postmodernamente la presencia del césar, otros han transitado por el difícil camino de reconsiderar sus compromisos políticos, o más bien, su indolencia política. Durante la consolidación de la democracia venezolana, en la década caliente de los sesenta, y en la bastante más tibia de los setenta, los clanes intelectuales competían por espacios institucionales, especialmente en ese campo de batallas y prebendas que es la universidad pública latinoamericana, pero estaban casi unánimemente situados en la misma esquina ideológica, “arrimados al marxismo como los gatos a la chimenea”, tal como el mismo Rangel los describe. La escritura provocadora de Del buen salvaje al buen revolucionario debe de haber enconado la herida narcisista que significó ese texto. Y no cabe duda de que había que ser moralmente recio para enfrentar casi en soledad la militancia de esa elite ofendida, sobre todo una con tanta potencia comunicacional y arrogancia política. Sólo ahora nos es plenamente comprensible a nosotros venezolanos esa reciedumbre, cuando no son pocos los que padecen el escarnio desde el poder.

Paradójicamente, Rangel encarnaba cabalmente la imagen del intelectual crítico, comprometido a la manera francesa, contrastando con la progresiva burocratización de las capas intelectuales del país, que no sólo conservaron férreamente sus espacios académicos sino que fueron incorporadas, como consecuencia de la política de pacificación de la guerrilla, a una serie de organismos públicos diseñados para la gestión de lo que se llamó el “sector cultural”, participando así, de pleno derecho, en el festín petrolero y domesticando notablemente su beligerancia y espíritu crítico.

Esa narcosis terminó bruscamente, cuando el final del siglo XX venezolano se conecta como una anfisbena con su principio. En realidad, el cuerpo desnudo del rey se exhibía para todos: no era inusual encontrar en la opinión pública, durante los años de crisis que precedieron a la elección de Chávez, algún amargo recordatorio acerca de la irresponsabilidad política de las elites. Pero el mal era aún más grave. Más que la omisión, fue la acción deliberada de grupos intelectuales políticamente imprudentes (y el silencio cómplice de la mayoría) lo que creó las condiciones de disolución del sistema político democrático. El oficioso grupo de “notables” que promovió la defenestración del presidente Pérez en 1993 no contribuyó en poco a eliminar los obstáculos para el advenimiento de lo que eufemísticamente se llama “déficit democrático”. Amparados en la ilusión de la antipolítica, creían cumplir labores de regeneración del cuerpo social y se veían a sí mismos como los guardianes morales frente a la corrupción política. La figura del militar presuntamente ingenuo vino a complementar esta fantasía, con los resultados que conocemos. Los años recientes han sido, en ese sentido, un periodo de reaprendizaje de la política, pero en especial para los intelectuales (si es que puede usarse lícitamente esa etiqueta) han significado una recuperación del esfuerzo de pensar lo público, lo que en definitiva constituye el tipo de efecto que Rangel bien hubiera querido para su libro. Él mismo lo enuncia así:

 

La gente me dice: “¿Usted qué propone? ¿Cuál es su proposición para el futuro?” Bueno, primero que nada, yo no encuentro que quien analiza debe o está obligado a proponer soluciones; en segundo lugar, yo creo que –como dice un autor francés a quien yo estimo mucho– la disyuntiva entre interpretar el mundo y transformarlo es una falsa disyuntiva: interpretar al mundo es una manera de preparar su transformación.2 ~

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