Olga Orozco (1920-1999)

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1.
Olga Orozco nació en 1920 en Toay, Provincia de la Pampa, en Argentina, bajo el signo de Piscis, y murió en Buenos Aires en agosto de 1999. Antes de publicar su primer poema, ya había aprendido a tocar el violín. Se le ubica en la llamada “Generación del 40” a la que pertenecen poetas muy distintos como Alberto Girri (1919), María Granata (1923) y autores de mayor edad como Enrique Molina, que comparte con Olga una idea magnética del universo y una gramática inspirada en el surrealismo. Figura entre los colaboradores de la revista Canto —dirigida por Miguel Ángel Gómez, Julio Marsayot y Eduardo Calamaro— pero colabora también en diversas publicaciones argentinas de la época como Reseña, Reunión, Cabalgata, Correo Literario, Anales de Buenos Aires, A Partir de Cero, Papeles de Buenos Aires, Espiga, La Nación, Sur, Testigo y en el exterior en Vuelta y Cuadernos Hispanoamericanos. A su labor como poeta debe añadirse su tarea como traductora, y quizá no sea superfluo recordar que sus versiones, versificadas principalmente del italiano y del francés, han trasladado a nuestro idioma obras de Luigi Pirandello (como Vestir al desnudo), de Eugenio Ionesco (como La lección y las sillas), de Arthur Adamov (como La invasión), de Jean Anoulh (como Becket o el honor de Dios).
     Olga Orozco inicia la publicación de su obra poética en 1946 con el título Desde lejos, editado por la casa Losada. A partir de entonces, sigue un itinerario lírico fielmente ceñido a una constelación de preocupaciones atentas a las Mutaciones de la realidad, para decirlo con otro de sus títulos (publicado en 1979). Otros títulos suyos son Las muertes (1952), Los juegos peligrosos (1962), Museo salvaje (1974), Cantos a Berenice —su gata— (1977), La noche a la deriva (1984), En el revés del cielo (1987), Con esta boca, en este mundo (1994), además de las antologías (una media docena) y la compilación de su obra realizada por Corregidor en 1979.
     En 1961, Olga Orozco viajó por diversos países de Europa —Suiza, Italia, Francia, España— para realizar un estudio que no hemos podido localizar, significativamente titulado “Lo oculto y lo sagrado en la poesía moderna”. En todo caso, el interés por las vertientes ocultas de la realidad, por el subsuelo mágico y mítico que recorre y sostiene la superficie prosaica del mundo no es algo novedoso para sus lectores: “Mis amigos —dice en las citadas ‘Anotaciones para una autobiografía’— me temen porque creen que adivino el porvenir. A veces me visitan gentes que no conozco y que me reconocen de otra vida anterior”.1
     Las referencias, emblemas, talismanes y demás signos que prosperan en el bosque de los símbolos no están ausentes de una obra donde “La Cartomancia” no es sólo el título de un poema sino un principio de realidad imaginaria a condición de entender que la poeta dibuja su propia baraja fabulosa. Memoria e imaginación, fábula, recuerdo y profecía juegan con libertad en el campo asociativo que es campo magnético de su poesía. Ese juego es, además, una representación, un ensayo dramático. No en balde, al intentar definir la poética de Olga Orozco se ha hablado de un “desdoblamiento de Dios en máscara de todos”.2 Poesía radicalmente lírica, la de Olga Orozco conjuga una vertiente dramática, como si la búsqueda del yo profundo y la identidad tuviese como consecuencia una revelación: que cada ser ostenta y encubre una persona, que las diversas fuerzas que mantienen en equilibrio al mundo tienen un nombre secreto y en consecuencia un Destino. De ahí que el sacerdocio mágico del poeta entrañe una responsabilidad pues que el nombrar es un oficio delicado, tenso, en la medida en que está comprometido con la transfiguración, es decir con la conversión de la historia profana en sentido. Cabe decir, en cualquier caso, que el oficio sacerdotal de Olga Orozco se define en términos de una religión y una experiencia personales, y no en función de una acción pública.
     La política verificada por Orozco es una política de la experiencia y no una política de la comunión.
     Esta experiencia poética arranca de la infancia y, dentro de ella, se enraíza en un territorio emblemático: “La casa”, a la que dedica por cierto uno de sus primeros poemas.
     Ese territorio encantado donde se alojan los cuerpos como signos en un cuaderno pide ser descifrado y nombrado en términos que incluyen pero trascienden la poesía. El relato se impone como un cauce ineludible para desahogar la líquida materia de la edad mítica llamada infancia. La casa vuelve a aparecer pero ahora en relato que la desdobla.

II.
Al leer la obra narrativa de Olga Orozco llaman la atención diversos hechos. El primero es su brevedad abismal. Se contiene en dos libros, La oscuridad es otro sol (1967) y También la luz es un abismo (1995), cuya simetría sugieren los títulos que parecen reflejarse entre sí y que confirman, de un lado, el hecho de que cada obra cuenta quince relatos y, del otro, la compartida sustancia narrativa, pues ambas describen el mismo mundo, deslindan los territorios de una misma memoria; configuran entre ambos “unas oscuras alas de mujer” (evoco aquí un título de Enrique Molina) que recuerda su alada y mágica infancia. A diferencia de otros poetas que escriben en prosa narrativa, los relatos de Olga Orozco no sólo están embebidos de zumo lírico y de impulso contemplativo: las narraciones verifican un riguroso desdoblamiento y acompañamiento de la materia poética, y en muchos casos parece cumplirse un juego de fuga y variaciones —en la acepción musical del término— entre los juegos infantiles descritos en las narraciones y los exorcismos y fórmulas rituales inscritos en los poemas. Prosas y poemas abren un espacio de alusiones y complicidades recíprocas. Arman “unas tijeras para unir” —título de uno de los relatos incluidos en La oscuridad es otro sol— como si la tapicería tramada por los poemas pudiese enmarcarse y enfocarse mejor al ser tendida sobre los bastidores de la narración. Se da entre poesía y relato un léxico de afinidades, para decirlo con el título de la uruguaya Ida Vitale, entre cuyos poemas y prosas se constata un péndulo comparable.
     La poesía de Olga Orozco deletrea en un incesante y arriesgado autorretrato la geología de la experiencia soñada y presentida. En la estirpe visionaria, romántica y surrealista, su idioma —”procesión de antorchas subterráneas”— plantea la paradoja de la vida interior cifrada en paisaje y naturaleza contemplada renovando la antigua alianza órfica. Dilata el ritmo en órbitas de musicalidad tan pronto amorosa, tan pronto galopante, gobernada por la armonía impredecible del vértigo. Una y otra vez acosa la palabra a la imagen propia ante el espejo, o acomete las radiografías del abismo soñado y soñándolo, organiza los testamentos enigmáticos de la pasión, confiesa los avatares de la caída y la transfiguración mediante un examen de conciencia cuyas materias son el fuego y la analogía. Historias y prehistorias: el saber sobre el alma no sabría prescindir de las sustancias fantásticas para instaurar el álgebra de sus mitologías, pero tampoco sabría progresar si no la guiara un sentidradical de la fantasía sustantiva.
     Gramática y plegaria, cábala, oración y sueño, ubicua piedad y severa exactitud en el arte terapéutico del nombrar, la poesía de Olga Orozco sabe someter al régimen diurno del decir poético las oscilaciones y réplicas de una geología moral cuya exploración afirma la autenticidad de su vocación poética, es decir, trágica. –

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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