Las elecciones del pasado 2 de julio han sido leídas por la mayoría de los analistas como una comprobación de la división del país en dos campos, norte azul y sur amarillo, o ricos y pobres, o derechas e izquierdas y otras divisiones similares entre esos colores. A esta interpretación hemos contribuido en buena medida los encuestadores con los datos que generamos durante las campañas. Pero ¿es realmente así?
Provenimos de una tradición premoderna que privilegia las dicotomías. Yo estoy bien-tú estás mal, equivalente al juego suma cero y su correlativo gana todo-pierde todo. El estudio de los valores de los mexicanos (y del mundo, conforme lo hemos venido midiendo en la Encuesta Mundial de Valores cada cinco años desde 1980 y que cubre cien países en su última ronda) muestra cada vez con más fuerza y claridad que las sociedades se alejan con rapidez de ese tipo de encuadres, aunque los líderes (políticos, de negocios, culturales, intelectuales) son más lentos para procesar tal cambio. Por supuesto que la intensificación del terrorismo y las guerras de Medio Oriente parecen más bien hablar de lo contrario. Pero es importante distinguir entre los valores de los individuos y los de sus líderes.
El maniqueísmo se ancla en la cultura de la desconfianza, y su corolario de la exclusión de los contrarios. Éstas son las bases de una intolerancia que históricamente se reforzó en prácticas propias de países con una religión dominante, con una cobertura educativa muy baja y población rural muy alta.
México se ha ido alejando de ese maniqueísmo. El siglo XX atestiguó la migración de una gran mayoría rural, a principios de la década de 1930, a una gran mayoría urbana hoy. Es un cambio demasiado rápido para ocurrir en siete décadas, pues implica cosmovisiones diametralmente opuestas que coexisten en tres generaciones de miembros vivos dentro de las familias (abuelos-hijos-nietos).
Al proceso de urbanización se agregó una rapidísima expansión del sistema educativo durante el mismo período, que propagó el laicismo y el valor del pensamiento científico y racional. Producto de los cambios anteriores, el mercado de las religiones en México se enriqueció con nuevas denominaciones, cada vez con mayor dinamismo en las últimas tres o cuatro décadas.
Un ideal de homogeneidad y pureza, o de identidad monolítica y preservación endogámica, no es sostenible en las sociedades modernas, si es que alguna vez lo fue en algún otro tipo de sociedades. Hoy en día, por el contrario, cada vez se hace más evidente que es la diversidad lo que da fortaleza a los sistemas. Así ocurre en la biología. El respeto a lo diferente; la capacidad de aprendizaje de la experiencia y visión del contrario; la aceptación del enriquecimiento que significa lo diverso. De alguna forma es un nuevo paradigma y la sociedad mexicana ya está allí, mas no así la mayoría de sus líderes sociales, políticos, económicos ni culturales.
Gabriel Zaid escribió recientemente que “varios análisis de la votación han mostrado al país dividido por regiones, edad, escolaridad, ingresos. […] Pero no hay que confundir las diferencias sociales con las demandas políticas” (“¿Un país dividido?”, Reforma, 13-VI-2006, p. 14). El propio título hace obvio que las condiciones actuales pueden interpretarse o como división o como combinación. Es decir, de manera excluyente o incluyente. En otras palabras, ¿muestra la elección de julio un país dividido entre calderonistas y lopezobradoristas? ¿O es un país que combina a ambos? Es el dilema del vaso medio lleno o medio vacío. Ambas visiones son ciertas, aunque sus implicaciones son muy distintas. El divisionismo debilita; la heterogeneidad fortalece. ¿Qué dicen los datos?
La encuesta preelectoral del Reforma (23-VI-2006, p. 1) cuyos datos brutos, no netos (es decir, sin descontar los que responden ninguno) se presentan en el cuadro 1, muestra que, a nivel nacional, el voto se repartió por partes iguales para López Obrador (veintiocho por ciento), Felipe Calderón (veintisiete por ciento) y para otros (veintisiete por ciento), con un dieciocho por ciento que no reveló su preferencia. El total de los entrevistados, como muestra la columna de la derecha, fueron 2,100. Los detalles metodológicos se consignan al final del texto.
Tal vez sería válido hablar de divisiones si la mitad de cualquier segmento sostuviera una opinión. Sin embargo, ese caso no está presente cuando vemos al país por regiones, género, edad o escolaridad, con excepción de dos subsegmentos de ingreso y orientación política. Es cierto que el norte prefiere ligeramente a Felipe Calderón (33 por ciento) sobre López Obrador (veinte por ciento), lo inverso de lo cual ocurre en el sur (23-32, respectivamente). Pero parece un poco exagerado, dados los porcentajes anteriores, el afirmar que el norte se pinte de azul y el sur de amarillo. En ambos casos, cada candidato goza en su región de un apoyo de un tercio de la población, pero ni siquiera llega a la mitad, cuando en el centro del país están relativamente en equilibrio.
Si observamos los porcentajes por género, es evidente una combinación similar. Por edades ocurre lo mismo, con una ligera inclinación de los menores de 35 años de edad a favor de Calderón y de los mayores de 36 a favor de López Obrador. Por escolaridad, la diferencia porcentual máxima entre ambos candidatos es de nueve puntos en los niveles superiores a preparatoria. Las únicas excepciones están dadas en los niveles de ingreso alto, donde Felipe Calderón alcanza 47 por ciento (veintidós puntos sobre López Obrador) y en la autocalificación de izquierda, donde el segundo recoge 54 por ciento (cuarenta puntos más que el primero). Pero aun entre los que se autocalifican de derecha la diferencia se cierra a quince puntos porcentuales.
Si hacemos un análisis similar de los principales problemas que la opinión pública del país identifica, obtenemos una imagen muy parecida a la de los votos. Es decir, hay una enorme combinación por cualquier tipo de segmento que se observa en la percepción de los problemas como se muestra en el cuadro 2.
Sólo para subrayar la heterogeneidad de la sociedad mexicana, que no división, véase cómo el sentimiento de inseguridad, por ejemplo, es mayor entre las personas que viven en el centro del país y ganan más de dieciséis mil pesos mensuales, que entre los habitantes del sur y de las zonas rurales. O cómo el desempleo afecta más a los hombres que a las mujeres, en el occidente que en el centro, o a los que ganan menos de dieciséis mil pesos mensuales que a quienes ganan más que esa suma.
La economía como problema recibe menos menciones entre quienes tienen el nivel de ingreso mayor, pero son quienes más se quejan de la corrupción. En este tema, la escolaridad tiene un efecto positivo muy claro. Quienes tienen estudios hasta primaria promedian un cinco por ciento de menciones, mientras con estudios profesionales se eleva a once por ciento.
Por último, la pobreza alcanza menciones del nueve por ciento y diez por ciento entre los mayores de cincuenta años, en áreas rurales, con nivel de primaria en el sur y occidente del país, cuando apenas llega al cuatro o cinco por ciento entre quienes ganan más de ocho mil pesos mensuales, rebasaron la primaria o viven en la zona centro.
De alguna manera, la necesidad de dicotomizar revela un anhelo de autoafirmación. Lo que “yo” propongo, o el bando al que pertenezco, es lo que está en lo correcto. Por lo tanto, los otros tienen que estar en lo incorrecto. Así opera, también, por una defensa de los intereses propios, y, en ese sentido, es una reacción básica de territorialidad. Pero ambas reacciones (territorialidad y autoafirmación) se fundamentan y justifican en situaciones premodernas, que en las condiciones actuales de México resultan altamente perjudiciales.
Los mexicanos debemos aceptar que el país, para avanzar sanamente, requiere del impulso de las dos fuerzas que, de alguna manera, se condensan en la organización, visiones y propuestas que hoy en día formulan, en sus expresiones más extremas, el PAN y el PRD. Es decir, el progreso por la vía del desarrollo de la economía o del desarrollo de la sociedad. Es avanzar sobre dos impulsos, sobre dos inspiraciones, sobre dos piernas. Cada una de ellas atrae, en distinto grado y por distintas razones, a los individuos en la sociedad. Pero esa preferencia no hace mejores ni peores a unos ni a otros. Ambas son igualmente válidas, útiles y necesarias para el avance global del país.
La inspiración social o de centro izquierda la podemos ubicar en la historia de México en los regímenes de Lázaro Cárdenas, López Mateos, y, tal vez, López Portillo. La inspiración del avance por la vía económica la podemos ubicar en las presidencias de Miguel Alemán, Díaz Ordaz o Salinas. En mayor o menor medida, los presidentes intermedios revelaban una transición en lo que muchos analistas llamaron un movimiento pendular de la política mexicana.
No ayuda a la maduración del país el radicalizar el discurso y caricaturizar las posiciones de unos y otros. La victoria de la derecha no es moralmente imposible, y hace referencia a unas posiciones históricas rebasadas hace muchos años. Intentar asustar a la población con la peligrosidad de la izquierda tampoco es real, y busca rememorar situaciones de expropiaciones masivas y pérdidas privadas ajenas a los sistemas de derecho modernos. Es fácil polarizar, pero es difícil contrarrestar los efectos nocivos de las polarizaciones.
Los datos que hemos revisado brevemente en las líneas anteriores, más que de una división, hablan de una heterogeneidad sana y potencialmente conveniente para el país, que podemos desperdiciar. No hablan de una situación resuelta, muy lejos de eso. Pero sí hablan de la distinta forma en que los problemas y las preferencias se absorben, repercuten y explican las conductas de los individuos.
Durante los últimos cinco años, la mayoría en la cúspide de la pirámide social (cinco por ciento) tuvo en general una imagen negativa del rumbo del país, mientras que la mayoría en la base de la pirámide (65 por ciento) tenía una interpretación más benévola del rumbo. En los sectores medios (treinta por ciento), las opiniones son muy mezcladas. Dependen de la actividad en la que participan sus miembros y según la región del país donde viven. Si la actividad o la región son prósperas, la perspectiva tiende a ser positiva. De lo contrario, será negativa. Las observaciones anteriores requieren de un tratamiento más detenido que no es posible abordar aquí, salvo algunos apuntes rápidos para lo que nos ayudan algunas preguntas de ciertas encuestas.
La misma encuesta de junio pasado de Reforma sirve para mostrar el punto. Al preguntar: Comparada con hace un año, ¿su situación económica personal mejoró, empeoró o sigue igual?, veintiocho por ciento responde que mejoró y diecinueve por ciento que empeoró (el resto dice que sigue igual). Pero al subdividir o desagregar la opinión por nivel de ingreso, el estrato más alto dice, en proporción ligeramente mayor (tres puntos porcentuales) que el estrato más bajo, que la situación ha empeorado: veintiuno por ciento contra dieciocho por ciento, respectivamente.
Si se utiliza una pregunta muy similar, pero referida a la situación del país, el patrón no sólo se confirma, sino que se enfatiza aún más: la brecha de opinión sobre el empeoramiento entre el estrato de ingreso más alto y el más bajo se amplía a siete puntos: veintinueve por ciento contra veintidós por ciento. ¿Por qué ocurre esto? ¿Qué no sería más lógico esperar una visión más optimista de las personas en los niveles altos de ingreso y menos optimista en los niveles de ingreso más bajos? Habrá que investigar con profundidad y detalle para responder con certeza. Pero, a manera de hipótesis, puede preguntarse hasta qué grado las enormes remesas de los migrantes en los últimos años están teniendo una repercusión en las precarias economías de las familias más pobres, y que las encuestas lo están recogiendo ya traducido en una visión más benévola del país. Por su parte, los niveles de altos ingresos, conexpectativas enormes a partir del año 2000, han visto un panorama triste.
En síntesis. Tres visiones de México, sí; tres Méxicos, no. Heterogeneidad, sí; división, no.
Apéndice metodológico
La encuesta del cuadro 1 se levantó del 17 al 19 de junio del 2006 y consistió en 2,100 entrevistas personales en domicilio, utilizando un método de selección aleatoria con base en las secciones electorales del IFE, el cual garantiza la representatividad del país. Se utilizó una boleta con los nombres de los candidatos y logotipos de los partidos, así como el espacio libre para candidatos no registrados. Para este artículo no se aplicaron filtros ni ponderadores para estimar a los votantes probables.
En la separación por regiones, el norte se compone de los estados de Baja California, Baja California Sur, Coahuila, Chihuaua, Nuevo León, San Luis Potosí, Sinaloa, Sonora, Tamaulipas y Zacatecas; el centro, de Aguascalientes, Colima, Distrito Federal, Durango, Guanajuato, Hidalgo, Jalisco, México, Morelos, Nayatit, Puebla, Querétaro y Tlaxcala, y el sur, de Campeche, Chiapas, Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Quintana Roo, Tabasco, Veracruz y Yucatán. El ingreso bajo se establece con base en aquellos que ganan menos de mil seiscientos pesos, el medio bajo entre mil seiscientos y 6,500 pesos, el medio alto entre 6,500 y 10,500 pesos, y el alto de 10,500 pesos o más. La categoría de izquierda suma a los que se autocalifican entre 1 y 3 en una escala de 1 a 10, centro los que obtienen entre 4 y 7 y derecha los que se ubican entre 8 y 10. ~