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En un cartón, recórtese la silueta, al tamaño natural, de un gato sentado. Cúbrase con varias manos de pintura luminosa y añádanse los detalles necesarios para hacer convincente la figura. Vale la pena realzar el brillo de los ojos. Por último, el siniestro objeto debe ser impregnado de menta piperita, cuyo olor repele a ratas y ratones. Detrás del cartón se ajusta otro, en ángulo, para que se mantenga de pie el artefacto. Estamos ante el "Dispositivo de iluminación, para asustar ratas y ratones", objeto de la patente norteamericana 305,102, otorgada el 16 de septiembre de 1884.
     Basta con instalar el gato de cartón en el suelo del salón —o, por supuesto, de la despensa, etc.— para tener seguro un triunfo sobre aquellas alimañas. Se pone cerca de los agujeros de ratas y ratones. Apiñados en el fondo de su madriguera, aterrados por la presencia siempre vigilante del gato fosforescente y hediondo, los roedores no se atreven a salir y pronto mueren, roídos a su vez por la angustia y la desnutrición.
     Ahora bien, el inventor de este útil gato repite, con razón, que se trata asimismo de un objeto ornamental, sin que sea forzoso padecer ninguna plaga para disfrutar tan attractive article. Sin ir más lejos, basta colocarlo en la ventana para llenar de regocijo a los transeúntes, salvo los decididamente ratoneros.
     Una colección de viejas patentes, de las cuales el gato de cartón es sólo una bonita muestra, fue compilada hace mucho por A. E. Brown y H. A. Jeffcott, y la reimprimen las publicaciones Dover, de Nueva York, con el título irreverente de Absolutely Mad Inventions. Se incluyen extractos de las laboriosas descripciones, de tufo abogacil, así como figuras auténticas.
     La diversidad de estos inventos hace difícil elegir. Hay un sistema para hacer que el ganado se quite de las vías férreas, disparándole un chorro de agua hirviendo de la locomotora (y tampoco por fuerza en línea recta, lo cual "puede aprovecharse ventajosamente en las curvas"). Imposible demorarnos en el aparato, con un contrapeso dentro del sombrero, que permite levantarlo para saludar cuando se tienen las manos ocupadas. O el aparato inquisitorial que, ajustado a la infeliz gallina, marca diferencialmente el huevo a fin de saber cuál de ellas puso cuál de ellos. O el paracaídas ajustado a la cabeza, que simplifica notoriamente el problema de lanzarse al vacío en los incendios.
     La instalación para dar una última oportunidad a quien haya sido enterrado vivo, concuerda con las precauciones tomadas por Edgar Allan Poe en su estimulante cuento acerca del entierro prematuro. Aunque parece mucho más atractivo evitar inhumaciones vulgares y pasar directamente al "Método para preservar muertos", de 1903 (Patente 748,284), en el cual, por medio de un poco de silicato de sodio y un mucho de vidrio fundido, se obtiene un agradable bloque de unos dos metros cúbicos dentro del cual se ve al difunto en pie, a punto de sacar algo del bolsillo (y sin duda achicharrado gracias al vidrio derretido). Claro está que en un bloque más manejable puede preservarse sólo la cabeza, la cual a menudo es suficiente.
     Pasando sobre otros inventos provechosos en el gallinero o el establo, y prescindiendo del aparato infernal que pone un cascabel, pero no al gato sino a la rata, nos despediremos de los asuntos agropecuarios con una feliz combinación de arado y cañón, cuya utilidad en numerosos lugares y ocasiones no necesita ser ponderada.
     Abordemos ahora problemáticas de orden netamente humano. Higiénico, en particular. Hay un precioso estuche para guardar el chicle. Un inexplicable "extractor de venenos del cuerpo" mediante la electricidad. Y, en vista de que la orina conduce tan bien la corriente, ¿qué más lógico sino una alarma contra la enuresis? En cuando el colchón se siente mojado, suena un timbre, para información del durmiente y aun del vecindario.
     El problema de la gente aficionada a subirse con zapatos y todo sobre el asiento del inodoro es tan palpitante hoy como hace más de un siglo, pese a que entonces fue inventado, de una vez por todas, el modo de impedir esa tropelía. Sin más que la mínima molestia de hacer cuadrado el asiento, y de que cada lado sea un rodillo presto a girar, se logra precipitar al suelo a quien ose subir un zapatón al asiento del retrete.
     Se entera uno con alarma de que el pico de los sifones ha servido (ocasionalmente) para administrar lavados intestinales. Por fortuna, la solución es sencilla: dotar la boca del sifón de unas crueles aletas metálicas, y a ver quién es el valiente.
     Quizá donde el ingenio del Hombre raye más alto sea en cierta capsulita con una ventanita, un muellecito dentro y otras piececillas bien pensadas y, por el otro extremo, un hilito. Largo, pues hay que tragar la cápsula y esperar, con el extremo colgando de la boca. Cuando se estima que la solitaria debe haber picado, se tira del hilito —y ya está. (Patente 11,942.) –

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