Para quienes nacimos a principios de los sesenta, el PRI era una maquinaria indestructible, opresiva, demagógica e incoherente; un gigantesco aparato tentacular con una extraordinaria habilidad para corromper y reprimir que erigió una abominable y absurda fortaleza política en la que éramos cautivos y desde donde veíamos la política mundial como si se tratara de regímenes extraterrestres. Lo nuestro no era democracia ni dictadura sino ideología flexible que se reinventaba día a día en un delirante sistema absoluto, destinado a ser eterno. Pero como sucede con las cosas que deben durar para siempre, el PRI se fue deteriorando y un día perdió la presidencia en una curiosa hecatombe que muchos confundieron con una transición democrática.
Tras un período turbio e hiperviolento de panismo, el PRI se reorganizó. En 2009, volvió a ser la primera fuerza en el Congreso y, en un parpadeo, Enrique Peña Nieto llegó a la presidencia para restaurar el viejo orden. Este político condescendiente que, a falta de propuestas novedosas, se enfundó en una campaña propagandística tan estridente como efectiva que glorificó su apariencia y el glamour telenovelesco de su esposa, representa el nulo avance de una clase enquistada en el desprecio, la soberbia y el necio convencimiento de su legitimidad como herederos del poder. El PRI duro, manipulador y amenazante de nuestros padres y abuelas no se transformó en un partido moderno sino en un PRI 2.0, farandulero, esponjoso y cosmético pero tan siniestro como siempre. Quisiéramos imaginar a Peña Nieto como un anacronismo en la era del cut & paste, los wikis y el Twitter, pero lamentablemente es un fiel reflejo del estatus cultural de nuestra generación, aún dependiente de la servidumbre, despojada de curiosidad intelectual e indiferente a la catástrofe que es nuestro país. ~
(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).