cartas02 A continuación, una lista de las únicas cosas que se pueden adquirir hoy en México con 20 centavos (dos centavos de dólar):
Un chicle marca Canel's. Un centigramo de canela. Cuatro chupadas de Marlboro rojo. Dos pétalos de rosa. Un semestre de clases en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
¿No es escandaloso cómo han subido de precio los chicles Canel's?
En cambio el costo del semestre universitario se mantiene idéntico desde hace 50 años, sin ajustes inflacionarios ni nada: cuando el peso estaba a $12.50 por dólar, el semestre costaba 20 cts., y cuando estuvo a $3,700, también (es decir, cuando el chicle Canel's costaba 20 pesos). ¿Por qué? Porque hay muchos para quienes esos 20 cts. representan una heroica batalla: la de preservar la educación superior “gratuita” (y algunos para los que representa la heroica batalla por perpetuar la incongruencia en el sitio que se supone que nació para combatirla).
Hoy le toca al rector Francisco Barnés de Castro el turno de lanzar al aire el veinte: el incómodo volado de la universidad gratuita con esa manoseada moneda que, cada tanto, sale rodando del clóset de las vergüenzas, resbala por el sentido común, cae de canto en la mesa de las disputas (o de diálogo), tintinea hacia los intereses partidistas, ensucia bolsillos de oportunistas, se invierte en nuevas generaciones de líderes estudiantiles, aumenta la hacienda de los sindicalistas y disminuye la de la Universidad. Después, el veinte regresa a su caja fuerte y paga la hipoteca de unos años más de calma.
De ahí que, ahora desde la perspectiva universitaria, presentamos la lista de otras cosas que se pueden comprar con 20 centavos: Comités de huelga. Manifestantes enardecidos. Grupos de presión política y social. Cargos para los democráticos líderes sindicales. Coartadas para aumentar el aparato burocrático. Inclinación de la balanza de la sucesión presidencial hacia un lado. Inclinación de la balanza de la sucesión presidencial hacia otro lado. Pero esta vez, en el crítico umbral del trilenio, y frente a los adversos ajustes presupuestales, de lograr el pago de cuotas justas depende que la UNAM sobreviva y, necesariamente, cambie para siempre (o hasta diciembre del 2000). ¿Lo logrará el rector? Sus antecesores lo ensayaron sólo para claudicar ante las razones del Estado o ante la ambición política de sus administradores.
Todo descansa sobre la convicción de que la educación universitaria debe ser gratuita o, por lo menos, barata. Más allá de las raíces del paternalismo, los avatares de la Historia y los postulados de la Revolución, esta obesa convicción asume que lo gratuito es un derecho humano traducible a fantasía social.
El afecto a lo gratuito es un apetito lodoso, emparentado con la avaricia, sazonado por un toque de mendicidad. La palabra misma, gratis, es una anomalía: aunque viene de gratia carece de ella, y no rima con nada excepto satiriasis (y eso en asonante). El diccionario la asocia con “arbitrario, infundado, de balde”; y el Cazares dice que equivale a gorrón, a de bóbilis y a por su linda cara. Sin embargo es una palabra mágica, de la variedad que no se escucha con las orejas de la razón sino con el colon de la magia, como dinero. Su enunciación dispara una reacción visceral de voracidad mezclada de oportunismo, agandalle y hasta de justicia: esto me lo merezco por mi linda cara. Esto es rarísimo y desde luego irreal. ¿Qué es gratis en la vida? Un molde de plástico con el casco de los Delfines de Miami que viene en las bolsas de pan Bimbo y que sirve para apachurrar un pan Bimbo y tener un bonito casco de los Delfines de Miami hecho de pan Bimbo. Eso es gratis.
Lo gratuito acaba, tarde o temprano, por vaciarse en la gratuidad. Para un grueso de la gente, basta con que cualquier cosa tenga apenas un grado superior al de la basura para graduarse de algo apetecible. El voraz de lo gratuito es el pepenador socialmente encomiable. De ahí las personas que se llenan la bolsa con los canapés que sobraron, o las que se llenan la bolsa de fichas de depósito en los bancos, o las que se atragantan de aceitunas en los muestrarios de los súpers y luego corren a sus casas a exprimirse el aceite.
Estoy de acuerdo en que the best things in life are free, como entonaban las adenoides de John Lennon. Que el resplandor del cielo, la camaradería, los versos de Neruda y hasta el beso de una madre, no cuestan pero valen (sobre todo si la madre es la de uno). Y aunque no sé nada de economía, sé que lo que cuesta es porque vale. Lo gratis es de balde y no por accidente: disimula un engaño inmediato o eventual; inherente o subsidiario. Lo gratis carece de valor por obsoleto, o superado o irrelevante; pero es también peligroso: algo esconde, algún designio subrepticio e inconfeso, tan oscuro que se disfraza de gratuito. Y aun así, basta no dar nada a cambio para que se convierta en oro. Una vez, desde una remota ventana, vecina que era de un comité distrital del pri, miré a un sujeto que corría, reculaba y corría de nuevo, buscando algo, presa de gran agitación hasta que de pronto se detuvo y gritó a voz en cuello: “¡¿Onde sonstán regalando las pinchs Constituciones?!” Claro: no vale la Constitución, vale que la regalen (aunque sea “pinche”).
Pero cuando algo no vale ni cuesta y sin embargo lo apetecemos, es porque ha desplazado su valor real al valor simbólico de la transacción: lo que vale es la ilusión de que lo gratis vale, no que valga por sí mismo; que en la mano del iluso antes no había nada y ahora hay un molde para hacer cascos de pan de los Delfines de Miami, o una Constitución. El gesto de alargar la mano de ida para recibir algo que no cuesta, supone el gesto de vuelta: tirarlo por la misma razón. Lo que importa es el acogedor minuto de esa gratuidad, ese traslado de lo fático a la economía. En las caras de esa moneda impalpable están la voracidad y el desdén.
¿Qué respeto puedo esperar yo de unos alumnos que pagan cinco milésimos de centavo* -$.0005- por su hora de clase? ¿Y qué respeto pueden esperar ellos de la clase, o de sí mismos? El empeño de los líderes universitarios, sindicales o partidistas por acrecentar sus 20 centavos (es decir: fijándolos para siempre en 20 centavos), arraiga en cualquier otra cantidad de falacias ofensivas ya no digamos contra la inteligencia universitaria, sino hasta con la término medio. Pero esto no es cosa de inteligencia, sino de magia. No extraña por eso que el asunto de las cuotas se presente como “la libertad de la educación”.
Por ejemplo, creer que los 20 cts. borran la frontera entre lo que cuesta y lo que no, a fuerza de casi no ser cifra. Detrás de esa anulación -un acto de racismo aritmético contra una cifra sólo porque es chiquita- palpita otra más grave: la anulación de la experiencia de que lo que cuesta se gana; es decir, de la causalidad entre el esfuerzo y la recompensa, y su suplantación por el mito madre del Estado repartidor de panes y peces (sacados no de la mágica canasta de la fe, sino -menos milagrosa, siempre providente- de la del pueblo). ¿Por qué debe el obrero José Gómez pagar con sus impuestos la diferencia que hay entre los 20 cts. que pagó el joven Jonathan Erick Chavero por un semestre, y los 15,000 pesos que realmente costó? ¿Por qué la UNAM no puede utilizar los 3,000 pesos mensuales de Jonathan Erick para pagarle mejor al maestro, para mejorar los laboratorios, para tapar los baches que hace el Spirit último modelo de Jonathan Erick en las calles de la UNAM o, desde luego, para becar al hijo del obrero José Gómez? Porque es más bonito que sea gratis.
Permitir y propiciar que quien puede pagar no pague, es otro acto clasista. Además de que finge igualar al que no tiene con el que sí, iguala al que sí tiene con el que no, cosa francamente atroz para el que sí, para el que no, para el que ni sí ni no y para el Estado, forzado a subvencionar al que sí y a mermar la hacienda del que no (el pueblo). Que los que sí pueden pagar lo hagan para becar a los que no pueden, resulta una ecuación tan del sentido común que, por instinto, debe rechazarse, pues atenta contra el sentido de lo popular, más común que el sentido común, aunque con menos sentido. Estamos pues ante una demagogia, pero ahora no del Estado, sino de las ilusiones ganables.
La prueba de esa demagogia radica en que un problema tan serio como entrar a la Universidad -o hasta más- sea el de permanecer en ella. A diferencia de permanecer, que depende del esfuerzo personal y no es políticamente capitalizable, ingresar se disfraza de causa popular y genera demagogia (libertad, gratuidad, pase automático). Para los oportunistas, es menos importante impedir que los desertores deserten por problemas de dinero, que capitalizar los deseos de los que quieren ingresar (aunque luego deserten). Es menos importante que el que se merece una beca la aproveche a que el que pueda pagar pague (por ejemplo, la beca del que no puede). Entre el altísimo índice de ingresos gratis y el bajísimo índice de titulación individual, lo importante es que a nadie le cueste no titularse, que los desertores preserven su derecho a desertar “gratis”.
Estoy por las cuotas justas y por las becas justas de los sujetos individuales. Porque se le cobre a Jonathan Erick y porque se beque a José Gómez Jr. Creo que el que pague por estudiar, estudiará más, celoso de perder lo que ha pagado, y quizás no deserte tan fácilmente; y si no paga porque ganó una beca, el hecho de haberla ganado, para estudiar y no desertar, ya es indicio de que aprovechará el esfuerzo de otros en su propio esfuerzo. Por cada universitario que asuma su ingreso y permanencia en la UNAM como un acto valioso y costoso, individualmente asumido, se abatirá la contabilidad política de los que viven gratis, saqueando al pueblo a fuerza de protegerlo. ¿Quién se echa un volado? –
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.