El ciego vivía solo en una habitación independiente encima de una bodega, en una calle no muy lejos de la casa de Maico. Se ubicaba subiendo una pequeña cuesta, como todo en aquel barrio. No había nada en las paredes de la habitación del ciego, ni un lugar donde sentarse, de manera que Maico se quedó de pie. Tenía diez años. Había una cama de una plaza, una mesita de noche con una radio envuelta con cinta adhesiva y una bacinica. El ciego tenía el cabello entrecano y era mucho mayor que el padre de Maico. El niño bajó la mirada y formó con los pies un pequeño montículo de polvo en el suelo de cemento, mientras su padre y el ciego hablaban. El niño no los escuchaba, pero nadie esperaba tampoco que lo hiciera. No se sorprendió cuando una diminuta araña negra emergió del insignificante montículo que había formado. La araña se alejó rápidamente por el piso y desapareció bajo la cama. Maico levantó la mirada. Una telaraña brillaba en una esquina del techo. Era la única decoración del cuarto.
Su padre extendió un brazo y le dio un apretón de manos al ciego. “Estamos de acuerdo, entonces”, dijo. El ciego asintió con la cabeza, y eso fue todo.
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Una semana más tarde, Maico y el ciego se encontraban en la ciudad, en el ruidoso cruce de las avenidas República y Grau. Se habían levantado temprano en una mañana invernal de cielo gris y encapotado, y se habían dirigido al centro, hasta este lugar de tráfico bullicioso y berreante, a la sombra de un gran hotel. El ciego llevaba un bastón de empuñadura roja y conocía bien el camino, pero una vez que llegaron plegó el bastón y lo dejó sobre la franja de césped que dividía las pistas. Sus pasos se hicieron vacilantes, y Maico se dio cuenta de que había empezado a actuar. La sonrisa del ciego se esfumó, y relajó la mandíbula.
Todo lo que había por saber, Maico lo aprendió en esa primera hora. Las luces del semáforo estaban cronometradas: tres minutos de trabajo, seguidos por tres minutos de espera. Cuando el tráfico se detenía, el ciego colocaba una mano sobre el hombro del niño, sostenía su lata en la otra, y juntos recorrían la fila de automóviles. Maico lo guiaba hacia los que tenían las ventanillas abiertas y, a medida que se acercaban, el ciego mascullaba unas palabras en tono desvalido. El único trabajo de Maico era conducirlo hacia quienes tenían más probabilidades de darles algo, y asegurarse de que no perdiera su tiempo con aquellos que no iban a hacerlo. Según el ciego, las mujeres que iban solas al volante eran generosas por precaución, con ello esperaban evitar ser asaltadas. Tenían monedas sueltas en sus ceniceros para estos casos. También podían contar con los conductores de taxi, porque eran gente trabajadora; y los hombres que iban acompañados por mujeres siempre buscaban impresionar y tal vez les darían algunas monedas para mostrar su lado sensible. Hombres que iban solos al volante rara vez daban algo, y no había que perder ni un instante junto a los automóviles de ventanas polarizadas. “Si saben que uno no puede verlos, no sienten vergüenza”, dijo el ciego.
–Pero ellos saben que usted no puede verlos –dijo Maico.
–Y por eso estás tú aquí.
La madre de Maico no quería que él trabajara en la ciudad, y así lo había dicho la noche anterior, pero su padre vociferó y dio un puñetazo en la mesa. Estos gestos, sin embargo, eran innecesarios; lo cierto era que a Maico no le molestaba el trabajo. Hasta le gustaba su ritmo, en especial aquellos momentos en los que no había nada que hacer, salvo ver el tráfico infinito, empaparse de su monótono estruendo. “Grau es la avenida que la gente toma para dirigirse a los distritos del norte”, le explicó el ciego. Tenía la ciudad claramente delimitada en su cabeza. Se podía hacer dinero en el norte: era una zona donde las personas buscaban una vida mejor. No como los ricos del sur, que se habían olvidado de sus orígenes.
–Éste es un cruce fructífero –dijo el ciego–. Esta gente me reconoce y me adora porque me conocen de toda la vida. Son generosos.
Maico trataba de oírlo lo mejor que podía entre el alboroto. Yo yo yo, eso era todo lo que escuchaba. Los automóviles, los motores y el ciego: era todo un mismo ruido. Nubes de humo acre flotaban sobre el cruce, tan tóxicas que luego de apenas una hora Maico sintió que algo le oprimía el pecho, y luego un cosquilleo en la garganta.
Tosió y escupió. Pidió disculpas, tal como su madre le había enseñado.
El ciego se rió.
–Vas a hacer cosas mucho peores aquí, muchacho. Vas a toser, orinar y cagar, y todo te va a dar lo mismo.
Las nubes se despejaron hacia el mediodía, pero esa mañana fue fría y húmeda. El ciego guardaba todo el dinero, y cada cierto tiempo anunciaba cuánto habían ganado. No era mucho. Cada vez que depositaban una moneda en la lata, el ciego inclinaba humildemente la cabeza, y, aunque no se lo habían pedido, Maico hacía lo mismo. Cuando cambiaban las luces, el ciego vaciaba el contenido de la lata en sus bolsillos y le advertía a Maico que estuviera atento a los ladrones; pero todo lo que el niño veía eran hombres que vendían periódicos y pizarras, y mujeres con canastas de pan, flores o fruta. La cantidad de gente en la zona hacía que ésta le pareciera segura. Todos lo habían tratado bien hasta entonces. Una mujer que tendría la edad de su madre le dio un pedazo de pan con camote porque era su primer día. Cuidaba a varios niños en la franja de césped al medio de la avenida. Los pequeños jugaban con un animal de peluche, se turnaban para hacerlo pedazos. El relleno de motas blancas se extendía por el césped, y volaba por la calle cada vez que pasaba un camión.
Cuando el ciego descubrió que Maico había asistido a la escuela, compró un periódico e hizo que el niño se lo leyera. Asentía con la cabeza o chasqueaba la lengua mientras Maico leía. Las noticias les resultaron tan cautivantes que incluso dejaron pasar algunas luces del semáforo para que Maico pudiera terminar de leerlas. El día anterior habían asesinado a un juez a plena luz del día, en un restaurante no muy lejos de donde se encontraban ahora. Un editorial defendía la vida de un perro guardián al que las autoridades querían sacrificar por haber matado a un ladrón. Pronto habría una nueva presidenta, y se planeaban protestas para recibirla. Se filtraba música a través de las ventanillas de los automóviles que pasaban, y en cada luz roja Maico escuchaba una docena de voces cantando melodías diferentes. Cuando podía, examinaba el rostro del ciego. Tenía la piel cobriza y mejillas abultadas, y llevaba días sin afeitar. Su nariz era chata y torcida. No usaba anteojos oscuros como hacían otros ciegos, y Maico suponía que el brillo tétrico de sus inútiles ojos pardos era parte de su valor como mendigo. Era un terreno competitivo, después de todo, y aquella mañana había otros trabajadores cuyas aptitudes para el puesto se encontraban más allá de toda duda.
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El padre de Maico los esperaba en la puerta de la habitación del ciego cuando volvieron esa tarde. Le guiñó un ojo a Maico, y luego saludó ásperamente al ciego, tomándolo desprevenido. “La plata –dijo, sin cordialidad alguna en su voz–. Muéstramela.”
El ciego sacó su llave y buscó a tientas la cerradura de la puerta.
–Aquí no. Adentro es mejor. Ustedes los que ven son siempre tan impacientes.
Maico se quedó de pie a un lado mientras ellos dividían las ganancias. El conteo avanzaba con lentitud. El ciego palpaba cuidadosamente cada moneda, y luego anunciaba su valor en voz alta. Si nadie lo contradecía, proseguía. Sus manos se movían con una elegante seguridad mientras organizaba las monedas en pilas sobre la cama. Unas cuantas veces se equivocó al identificar una moneda, pero Maico estaba seguro de que lo hacía a propósito. Cuando esto ocurrió por tercera vez, el padre de Maico lanzó un suspiro. “Yo voy a contar”, dijo, pero para el ciego eso estaba fuera de toda discusión.
–Eso no sería justo, ¿verdad?
Cuando terminó el conteo, Maico y su padre volvieron caminando a casa en silencio. Les había tomado más de lo que esperaban, y el padre de Maico tenía prisa. Cuando su madre preguntó cómo había ido todo, su padre hizo un gesto desdeñoso y dijo que no había dinero. O mejor dicho, ninguna cifra que valiera la pena mencionar. Empezó a alistarse para su turno de noche mientras el niño y su madre cenaban.
El segundo día fue igual, pero el tercero, cuando bajaban caminando la cuesta, el padre de Maico llevó al niño al mercado y compró gaseosas para ambos. Un anciano de manos gruesas y callosas los atendió. Maico bebió su gaseosa con una cañita. Su padre le preguntó cómo era el trabajo, si le gustaba. Para entonces, Maico ya tenía edad suficiente como para saber que lo mejor era no hablar mucho. Esto lo había aprendido de su madre.
¿Le gustaba el centro?
Sí.
¿Y estaba disfrutando el trabajo?
Sí.
¿Cómo era?
En este punto, Maico eligió con cuidado sus palabras, explicando lo que había aprendido en esos pocos días. Sobre la caridad, sobre el tráfico, sobre la mayor generosidad relativa de los automóviles que se dirigían al norte frente a aquellos que iban hacia el sur.
El padre de Maico escuchaba tranquilamente. Terminó su gaseosa y pidió una cerveza, pero luego lo pensó mejor. Echó un vistazo a su reloj y luego echó unas cuantas monedas sobre el mostrador. El anciano las juntó sobre la palma de su mano con el ceño fruncido. “Nos están robando –dijo el padre de Maico–. ¿Me oyes, muchacho? Tienes que estar al tanto de la plata. Tienes que llevar la cuenta en la cabeza.”
Maico estaba callado.
–¿Me estás oyendo? El ciego se queda con la mitad. Nosotros con la otra mitad.
El ciego le había comprado a Maico una bolsa de canchita esa mañana. Después de que Maico le leyó el periódico, le contó historias sobre cómo había sido la ciudad cuando el aire aún era fresco, cuando no había tráfico. El lugar que el ciego describía parecía ficticio. “Incluso el cruce donde trabajamos fue un lugar tranquilo alguna vez”, le había dicho el ciego, sonriendo, pues sabía que eso era algo difícil de creer.
El niño miró a su padre.
–No puedes dejar que un ciego se aproveche de ti, hijo –dijo su padre–. Es una vergüenza.
Maico hizo lo mejor que pudo para llevar una cuenta precisa al día siguiente, pero para la hora del almuerzo los gases de los escapes lo marearon. Cuando preguntó cuánto dinero había, el ciego dijo que no podía saberlo con certeza. “Lo contaré más tarde”, dijo.
–Cuéntelo ahora –dijo Maico.
Las palabras salieron de su boca con un cierto brío que al niño le gustaba.
Pero el ciego se limitó a sonreír. “Muy chistoso”, dijo. “Ahora lee el siguiente artículo.”
Sonó una bocina, luego otra, y pronto se escuchaba todo un coro. Cuando la calle se calmó lo suficiente, Maico volvió a abrir el periódico. Todos los habitantes de un pueblo de la sierra se habían envenenado durante un festival. Carne malograda. El ministro de Salud estaba organizando un puente aéreo con medicinas y médicos. En ese momento cambió la luz, y debieron volver a su trabajo.
Cada tarde, el padre de Maico los esperaba en la puerta de la habitación del ciego. El dinero nunca era suficiente, y su padre no podía, o no quería, ocultar su disgusto. Maico lo podía percibir, estaba tan seguro de que algo iba a ocurrir que cuando, en el octavo día, su padre empujó con furia la radio de la mesita de noche y dijo “¡Ciego ladrón hijo de puta!”, fue como si él hubiera deseado que ocurriera. Su padre enojado era una escena digna de verse: el enorme rostro enrojecido, los ojos desmesuradamente abiertos, los puños como mazos. Maico se preguntaba si el ciego podía realmente apreciar el espectáculo. ¿Bastaría para ello con la voz de su padre, con la cortante violencia de su tono?
En todo caso, el ciego al menos comprendió la gravedad del momento. No pareció sorprendido ni asustado cuando le vaciaron los bolsillos.
La radio escupió algunos sonidos y murió.
Sólo cuando ésta se apagó Maico se dio cuenta de que había estado encendida.
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Volvieron al trabajo unos días después, con un nuevo acuerdo. Ahora el niño controlaría el dinero. Las monedas le pesaban en el bolsillo, lo que hacía que el dinero pareciera más de lo que realmente valía. Eran apenas unas cuantas monedas, diminutas, viejas, delgadas, sin valor, monedas gastadas. Cuando el trabajo terminó aquel día, el ciego le pidió al niño que lo orientara en dirección al hotel. El día era soleado, y bajo la luz agónica de la tarde el resplandeciente exterior de vidrio del hotel parecía hecho de oro. “Ahora vayamos hacia él”, dijo el ciego. Conocía el camino y ya había recogido su bastón, pero aquí, frente a su clientela regular, se sobrentendía que el niño debía seguir guiándolo. Cruzaron Grau juntos, el ciego con una mano sobre el hombro de Maico.
–En uno de los extremos del hotel hay una calle. Léeme el nombre –dijo el ciego.
Era una calle estrecha.
“Palomares”, dijo Maico.
–Caminemos por esta calle, muchacho. Alejándonos de Grau.
Cuando atravesaron el segundo cruce de calles, el ciego le preguntó qué había en cada esquina. Maico le describió el lugar en el sentido de las agujas del reloj: una panadería, un hombre vendiendo maíz tostado en una carretilla, una cabina de internet, una carnicería.
El ciego sonrió.
–Y detrás de la carretilla, ¿qué hay?
–Un bar.
–¿Y cómo se llama?
–El Moisés.
–Entremos.
El bar estaba tranquilo, y el ciego le pidió a Maico que eligiera la mejor mesa. El niño escogió una junto a una ventana. El Moisés se encontraba por debajo del nivel de la calle, y las ventanas permitían ver las piernas de las personas que pasaban frente a él. El aroma de maíz tostado en mazorca llenaba el bar, y no pasó mucho tiempo antes de que el ciego cediera a la tentación y pidiera dos. Para entonces, ya había terminado su primera cerveza. Le dio una mazorca de maíz a Maico y comió la otra acompañándola con un segundo vaso de cerveza helada. Hablaba con nostalgia de las peleas que habían estallado, en su presencia, en este mismo lugar: de sillas voladoras, de botellas rotas blandidas como armas, del hermoso fragor del conflicto. Él podía oírlo en la respiración de quienes lo rodeaban –pánico, miedo, adrenalina. Había una docena de nombres para esa sensación extraordinaria.
–¿Y qué hace uno cuando eso ocurre? –preguntó Maico.
–Bueno, uno pelea, por supuesto.
–Pero ¿qué hace usted?
“Ah, a eso te refieres. ¿Cómo pelea un ciego? Te voy a contar.” Hablaba casi en un susurro. “Temerariamente. Con cualquier objeto que se tenga a mano. Bamboleándose salvajemente y buscando desesperadamente una salida.” El ciego suspiró. “Supongo que las cosas no son muy diferentes para los que ven. Más desesperadas, quizá, o más temerarias.”
El mozo había encendido la radio. Sonaba una melodía a volumen tan bajo que Maico no terminaba de identificarla. Eran las únicas personas en el bar.
–Dime –dijo el ciego después de un rato–, ¿cuál es tu aspecto? Debí haberte preguntado antes. Descríbete.
Nadie le había preguntado nunca tal cosa a Maico. De hecho, no se le habría ocurrido siquiera que podía formularse una pregunta como ésa. Que se describiera. Lo pensó durante un momento, pero no se le ocurrió nada.
–Soy un niño –logró decir–. Tengo diez años.
–Más que eso –dijo el ciego. Tomó un sorbo de su cerveza–. Necesito saber más que eso.
Maico se movió incómodo en su silla.
–¿Cómo es tu rostro? Sé que eres pequeño para tu edad. ¿Cómo estás vestido?
–Normal –fue todo lo que el niño pudo decir–. Estoy vestido de manera normal. Me veo normal.
–Tu ropa, por ejemplo, tu camisa, ¿de qué material es?
–No lo sé.
–¿Puedo tocarla? –dijo el ciego.
Sin esperar una respuesta, ya había extendido el brazo y se encontraba examinando la tela de la camisa de Maico entre el pulgar y el índice.
–¿Se ve muy gastado el color?
–No –dijo Maico.
–¿Tiene cuello tu camisa?
–Sí.
–¿Hay agujeros en las rodillas de tus pantalones?
–Están parchados.
–¿Y tienen basta los pantalones?
–Sí.
El ciego soltó un gruñido.
–¿Llevas la camisa metida dentro del pantalón?
Maico bajó la mirada y echó un vistazo. Así era.
–Y asumo que usas una correa. ¿Es de cuero?
–Sí.
El ciego suspiró. Pidió otra cerveza y, cuando colocaron el vaso sobre la mesa, le pidió al mozo que aguardara un momento. “Señor, disculpe”, dijo, levantando la mano derecha. Le ordenó a Maico que se pusiera de pie y volvió a dirigirse al mozo. “¿Cómo describiría usted la apariencia general de este niño?”
El mozo era un hombre serio y seco. Miró a Maico de la cabeza a los pies.
–Está pulcramente vestido. Se ve limpio.
–Su pelo, ¿está peinado?
–Sí.
El ciego le dio las gracias y le ordenó a Maico que se sentara. Bebía su cerveza, y por un momento Maico pensó que no volvería a hablar. En la radio, empezó a sonar una nueva canción, una voz acompañada por el alegre punteo de una guitarra, y el ciego sonrió y tamborileó los dedos contra la mesa. Cantó al compás, tarareando cuando no sabía la letra, y luego se quedó completamente callado.
“Tu viejo se cree bien bravo”, dijo finalmente, una vez que terminó la canción y el mozo le trajo otra cerveza. “He aquí el problema. Él se va a trabajar cada noche y no te ve por las mañanas, y, entretanto, tu madre se encarga de vestirte. Debe ser una buena mujer. Muy formal. Pero eres un hijito de mamá. Discúlpame, hijo, pero tengo que hablar claro. Por eso es que no ganamos dinero. No puedes mendigar si te ves así.”
Maico se quedó callado.
El ciego se rió. “¿Estás tomando lo que te digo de mala manera?”
–No –dijo Maico.
–Bien. Muy bien.
El ciego asintió y dio un silbido para llamar al mozo, quien se acercó a la mesa y anunció lo que debían.
–Gracias, señor –dijo el ciego, sonriendo en todas direcciones–. Una boleta, por favor. El niño va a pagar.
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Esa noche, el padre de Maico montó en cólera. “Dónde está la plata? ¿Dónde está la plata, haragán pedazo de mierda?” Y qué más podía decir él, salvo “Me la gasté”. La frase se escapó de su boca, y el miedo se apoderó de él apenas esas tres palabras y la verdad a medias que expresaban se hicieron audibles. El miedo se extendió desde su pecho hacia afuera: sintió los brazos ligeros e inútiles, se le aflojó el estómago y luego sus piernas rehusaron seguir sosteniéndolo. Cuando su madre trató de intervenir, también fue golpeada, y hubo un momento en esa corta y violenta escena –un instante– en el que Maico tuvo la certeza de que no iba a salir vivo. Los gritos de su madre le decían que ésta no era como las otras veces, aunque si se hubiera atrevido a abrir los ojos, él lo habría descubierto por sí mismo al ver la mirada salvaje en el rostro de su padre. Luego oyó ruidos y vio luces, y cuando entreabrió los ojos para echar una mirada, le pareció que el cuarto mismo se movía a su alrededor. Lo empujaron y él resistió el golpe; le dieron un empellón, y él se sorprendió a sí mismo al resistirlo una vez más; y esto prosiguió hasta que ya no fue capaz de hacerlo.
Todo estaba en silencio. Maico no sabía cuánto tiempo había pasado, sólo que su padre se había marchado. Abrió los ojos. La puerta de vidrio de la vitrina estaba hecha añicos y la pata de una silla partida en dos. Habían sufrido una tormenta, pero ahora había pasado; inexplicablemente, no había sangre. Su madre estaba apoyada contra la pared en el otro extremo de la habitación; no sollozaba, sólo jadeaba. Maico se arrastró hacia ella y se quedó dormido.
Maico no soñó aquella noche. Las pocas horas que logró dormir fueron vacuas y oscuras. Se despertó al alba en su cama. Su madre debía haberlo acostado.
El ciego llegó por la mañana como si nada hubiera ocurrido. Al verlo, Maico se dio cuenta de que él suponía que el hombre había muerto; se imaginaba que la furia que su padre había desatado sobre él se duplicaría o triplicaría con el ciego. Pero en vez de eso, vio al ciego con la misma expresión de satisfacción que tenía la tarde anterior, cuando dejó al niño en el paradero de autobuses y le dijo que él volvería solo a su cuarto. Se lo había dicho suavemente. Pero no estaba ebrio, Maico lo sabía, sino feliz, tan feliz como Maico estaba ahora humillado, tan feliz como Maico estaba ahora enojado.
“Anda”, le dijo su madre. “Anda. Necesitamos la plata.” Maico tragó saliva y estiró su cuerpo adolorido y con heridas. Miró con furia al ciego y luego, con un suave suspiro de su madre, se puso en marcha.
Para entonces, Maico ya conocía el camino. Lo conocía bien. Conocía los nombres de las calles que atravesaban al bajar hacia el centro, los giros que hacían en la ruta, los cruces en los que las calles estaban llenas de baches y el autobús temblaba. Todos los lugares de interés en el recorrido, los rostros decididos de los hombres y mujeres que subían y bajaban, y la bocanada de aire colectiva que el autobús tomaba al cruzar el puente justo antes de llegar al centro histórico. En temporada de lluvias, la corriente delgada y sucia deslizándose por debajo cobraba vida –un cierto tipo de vida–, pero por ahora no era más que un hilillo anémico que no llegaría al mar. Niños de su edad corrían por el lecho del río; Maico podía verlos desde el autobús, cuidando sus fogatas aceitosas. Si el ciego se lo hubiera pedido, él le habría descrito todo, esta ciudad de mugre y humo, pero Maico sospechaba que el ciego conocía este lugar mejor de lo que él jamás podría.
No leyó el periódico ese día, no prestó atención a las historias del ciego mientras la avenida se llenaba y vaciaba a su propio y triste ritmo. Esperaba que el hombre le pidiera disculpas, aunque sabía que no lo haría. No se preocupó en contar el dinero antes de que desapareciera dentro de su bolsillo, y fue sólo cuando el cielo empezó a despejarse, cuando la luz del sol penetró a través de un profundo agujero en las nubes, que Maico se dio cuenta de que nunca había habido tanto dinero. Se tocó el rostro. Su mandíbula adolorida, su mejilla amoratada, su ojo derecho, no hinchado pero sí maltratado, por lo que tenía que hacer un gran esfuerzo para mantenerlo abierto. El ciego no tenía idea. Descríbete. ¿Cuál es tu aspecto?
El de un mendigo.
Lo rodeaban, podía verlos ahora, este ejército ambulante de suplicantes, esperando un golpe de suerte, un acto generoso que les salve el día, la semana o el mes. Contando, hora tras hora, la cuidadosa aritmética de la supervivencia: esto para comida, esto es lo que puedo ahorrar si vuelvo caminando a casa, esto para los niños, para la casa, para la sopa, para el refresco, para el techo sobre mi cabeza, esto para mantener a raya al frío. El padre de Maico pasaba el día en otra parte de la ciudad, ocupado en prácticamente los mismos cálculos, y si en algo había tenido éxito, era en proteger al niño de todo esto.
–Nos está yendo bien hoy, ¿verdad? –dijo el ciego.
No esperó una respuesta, sólo sonrió estúpidamente y empezó a tararear una canción.
En ese momento cambiaron las luces, el niño recobró la compostura y guió nuevamente al ciego a través de las filas del tráfico detenido. El aire tenía el olor dulzón del gas de los escapes. Un hombre que iba solo al volante echó unas monedas en la lata. Maico se detuvo bruscamente. Se volteó hacia el ciego, hasta ponerse cara a cara con él.
–¿Qué estás haciendo? –preguntó el ciego.
No era una pregunta a la que Maico habría podido contestar, incluso si lo hubiera intentado. No tenía sentido hacerlo. Maico se llevó la mano al bolsillo, sacó el dinero que habían ganado esa mañana, el dinero que les habían obsequiado, y echó un puñado de monedas en la lata del ciego. Éstas tintinearon maravillosamente, pesadamente, de manera tan repentina que el ciego casi dejó caer la lata. “¿Qué pasa contigo, muchacho?”, le dijo. Pero Maico no lo oyó. No podía oír nada, excepto el ruido de los motores acelerando. En medio de la luminosidad del día, aguardaba expectante el cambio de luces; otro puñado de monedas, las pequeñas de diez céntimos y las más grandes y plateadas, las que realmente tenían algún valor. Maico las echó todas en la lata. Distinguió la confusión dibujada en el rostro del ciego. Ya no le quedaba más dinero; no llevaba nada consigo. Empezó a retroceder y a alejarse del ciego.
–¿Adónde vas? ¿Dónde estás? –dijo el ciego, no en tono de súplica, pero tampoco sin un tinte de preocupación.
Maico se armó de valor y con una rápida palmada volcó la lata del ciego, haciéndola caer de la mano del mendigo a la calle, junto con todas las monedas. Algunas rodaron bajo los automóviles detenidos, otras se alojaron en las grietas de la acera, y unas pocas atraparon un destello de sol y brillaron y brillaron. Pero sólo para el niño.
Un momento más tarde las luces cambiaron y el tráfico prosiguió su avance hacia el norte. Pero aun si no hubiera sido así, aun si todos los automóviles de la ciudad hubieran esperado pacientemente a que el ciego se arrodillara y recogiera cada una de las monedas, de todos modos Maico habría visto algo que hizo que todo valiera la pena. Era lo que el niño recordaría, la escena que repetiría una y otra vez en su cabeza mientras se alejaba, cruzaba el puente y empezaba a subir la larga cuesta camino a casa: la imagen del ciego repentinamente desvalido. Por un momento, no estaba fingiendo. ~
Traducción de Jorge Cornejo Calle