Es un axioma en general, y en el caso del conflicto israelí-palestino en particular, que los extremistas de ambos bandos se fortalecen mutuamente. Queda muy claro que los hombres bomba palestinos llevaron a Ariel Sharon, el candidato del Likud, a una aplastante victoria en las elecciones de enero. Entre más sangre se derrame en las calles de Israel, más israelíes buscarán un liderazgo agresivo. Entre mayor sea el despliegue militar de ese liderazgo en los territorios ocupados, mayor será el número de hombres bomba. Pero este simple hecho, por cierto que sea, oculta el lado más profundo y siniestro de la alianza estratégica y tácita entre el primer ministro Sharon y el jefe de la autoridad palestina, Yasir Arafat. Ambos líderes creen que pueden controlar todo el territorio entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, de modo que ambos están decididos a prevenir cualquier acuerdo para dividirlo permanentemente en dos Estados.
Si bien Ariel Sharon fue elegido para combatir el terrorismo, no es eso a lo que se ha dedicado. Al menos no en primera instancia. Si tomara en serio su lucha contra el terrorismo, Sharon estaría construyendo una muralla alrededor del Banco Occidental, como lo había prometido. Ya existe un muro alrededor de la Franja de Gaza, y ha resultado casi infalible contra los hombres bomba. Pero en el Banco Occidental, la Línea Verde la frontera entre Israel y Jordania anterior a 1967 está prácticamente abierta. Las carreteras están vigiladas, pero la frontera puede atravesarse a pie, sin pasar por las carreteras. Puede tomarse lo que los palestinos llaman el “Autobús número 11”, las propias piernas.
Sin embargo, Sharon sabe muy bien que un muro terminaría por convertirse de nuevo en una frontera, y una frontera significaría el abandono de los asentamientos y la división del territorio en dos Estados. Y ello es exactamente lo que está tratando de evitar. So pretexto de una guerra contra el terrorismo, Sharon está reforzando los asentamientos en el Banco Occidental. Al invadir reiteradamente los territorios palestinos, destruir sus casas y construir “desviaciones” para los asentamientos judíos, está fraccionando tanto el territorio palestino como la capacidad de los palestinos para controlarlo. Toda su política está encaminada a fortalecer el dominio israelí sobre los territorios ocupados.
Antes de las conversaciones de paz de Campo David entre Arafat y el ex primer ministro laborista Ehud Barak, en el 2000, y antes de la violenta Intifada que las siguió inmediatamente, la mayoría de los votantes israelíes creían que Arafat, a diferencia del partido Likud encabezado por Sharon, buscaba la división en dos Estados. Por ende, alrededor de tres cuartas partes de la población israelí favorecía los tratados de Oslo una división gradual en dos Estados y estaba dispuesta a dejar los territorios ocupados a cambio de un acuerdo de paz. Pero las conversaciones de Campo David frustraron estas esperanzas y socavaron la premisa básica de Oslo. Arafat, de manera abierta y clara, rechazó la división. Esto resultó tan sorprendente para tantos, que surgió toda una industria apologética. Se dijo que el ex primer ministro Barak no ofreció lo que decía ofrecer, que Arafat fue puesto contra la pared sin tiempo para ajustar las concesiones requeridas para la división, etcétera. Pero todo ello estaba mal sustentado. En realidad, Barak ofreció casi todo el territorio, incluidas algunas concesiones en Jerusalén un asunto delicado para Israel. Y lo que Barak no ofreció fue compensado por la propuesta de Clinton, que trataba de acercar a ambas partes. No obstante, Arafat rechazó también la propuesta de Clinton y lanzó la carta triunfal en la mesa de negociaciones: exigió que Israel le concediera el “derecho de regreso”. Éste es el derecho que tienen los refugiados palestinos de 1948 de regresar, no a los territorios ocupados, sino al interior de Israel, lo cual implicaría que Israel mismo, dentro de la Línea Verde, se vería inundado por cientos de miles, si no es que millones, de palestinos. Ningún gobierno israelí podría aceptar lo que equivaldría al suicidio del Estado judío, como Arafat bien lo sabe.
Los apologistas podrán tener elaboradas explicaciones para el fracaso de Campo David, pero el público israelí en general no duda sobre lo que significó: Arafat no quiere la división. No está peleando por un Estado vecino de Israel, quiere un Estado palestino en lugar de Israel. Si acaso quedaba alguna duda, la Intifada que siguió a las conversaciones de Campo David se encargó de disiparla. Desde la perspectiva israelí, parecía que Israel estaba ofreciendo todo lo que podía y recibiendo a cambio una guerra. Si Arafat al menos hubiera dado un paso decisivo para limitar el terrorismo a los territorios ocupados, los israelíes habrían podido reavivar la esperanza de una división pacífica. Pero las explosiones en autobuses y clubes nocturnos en Tel Aviv envían un mensaje muy diferente: el liderazgo palestino está rechazando el derecho mismo que tiene Israel de existir, no sólo su dominio sobre los territorios ocupados.
La lógica que subyace tras el rechazo de Arafat parece bastante clara. Después de todo, la izquierda israelí lleva más de tres décadas diciendo no sólo que la ocupación es inmoral y que corrompe al ocupante, sino también que el Estado judío no puede sobrevivir si se aferra a los territorios ocupados. En realidad, se trata de un problema de cantidades: el credo sionista, el proyecto de un Estado democrático judío, sólo es viable en un territorio donde los judíos sean una mayoría decisiva. Si los judíos son una minoría, se verán obligados a elegir entre los dos principales pilares del sionismo, un Estado judío y un Estado democrático: o bien evitan que los árabes en los territorios voten, manteniendo así el carácter judío del Estado a expensas de la democracia, o bien les otorgan el derecho al voto y abandonan el carácter judío del Estado. Actualmente, los árabes en los territorios ocupados, a diferencia de la minoría árabe dentro del propio Israel, están bajo dominio militar y no tienen la ciudadanía israelí. Sin los territorios, los ciudadanos árabes de Israel constituyen alrededor de 20% de la población del país. Con los territorios, los árabes son poco menos de la mitad, con índices de natalidad en Gaza y el Banco Occidental entre los más altos del mundo. Dentro de unos años, habrá una mayoría árabe entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, e Israel deberá elegir entre convertirse en una democracia árabe con una minoría judía o volverse un apartheid permanente. De cualquier manera, Israel, como lo conocemos, dejará de existir. Abandonar los territorios ocupados es la única manera de conservar el sionismo, y Arafat, como Campo David dejó claro, no quiere conservarlo.
Esta terrible realidad es claramente la base del plan presentado por el nuevo candidato laborista, Amram Mitzna. El plan de Mitzna era tratar de negociar un acuerdo con los palestinos en un año. Pero si al cabo de un año las negociaciones no desembocaban en un acuerdo, retiraría y desmantelaría los asentamientos de manera unilateral. A diferencia de la postura de izquierda más tradicional, que destacaba la paz por un lado y la aberración moral de la ocupación por el otro, Mitzna le dio vuelta a todo el argumento: el interés más vital de Israel es separarse de los palestinos y no establecer la paz con ellos. Abandonar los territorios ocupados no es una concesión para los palestinos, es la condición para la existencia nacional judía. La lógica que subyace tras la posición de Mitzna no es lo que se consideraba como una crítica al nacionalismo de Israel: es una justificación nacionalista. No es la primera vez que se escucha un plan para el retiro unilateral, pero es la primera vez que aparece como el credo de un importante contendiente para el puesto de primer ministro.
Con todo, Mitzna se enfrentó a una fuerza tremenda y perdió las elecciones por un amplio margen frente a Sharon. Al parecer, los israelíes no están listos para abandonar las premisas básicas de su discurso político, que ve la cesión de los territorios ocupados como un favor que Israel haría a los palestinos, como una recompensa por su buena conducta. Más aún, la alianza Sharon-Arafat contra la división del territorio ha logrado desviar la atención de los temas cruciales de la división y la demografía hacia la cortina de humo del terrorismo. Éste, por doloroso y atroz que sea, simplemente permite que ambos líderes oculten el hecho de que no quieren la división.
La ironía es que tanto Arafat como Sharon tienen razón en parte. Sharon tiene razón en suponer que su política de construcción de carreteras y expansión de asentamientos terminará por imposibilitar un Estado palestino viable en los territorios ocupados. Arafat tiene razón en suponer que una mayoría musulmana, que está sólo a unos años de distancia, terminará por derrocar al Estado judío. Pero ambos se equivocan de una manera más importante. Evitar la división no otorgará el control sobre todo el territorio a ninguna de las partes. En cambio, traerá una Bosnia para ambos pueblos. El desvanecimiento progresivo de la Línea Verde y la creciente mezcla de las poblaciones provocará una guerra civil crónica e irresoluble.
Israelíes y palestinos no tienen que mirar lejos para encontrar precedentes. Esto ya sucedió con su vecino del norte, el Líbano, que solía ser el único país no musulmán de la región. La antigua mayoría cristiana del Líbano trató de dominar un territorio donde estaba destinada a ser una minoría, provocando así una guerra civil permanente. Es poco probable que Israel tenga un destino diferente, a menos que reduzca su territorio a los límites anteriores a 1967, donde la mayoría judía es clara. El rechazo del plan Mitzna a favor de la política agresiva de Sharon es, por ende, un importante paso hacia otro Líbano. A menos que Israel despierte e imponga unilateralmente la independencia a un liderazgo palestino renuente, el Estado judío será un experimento de corto plazo en Medio Oriente. ~
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¿Se convertirá Israel en otro Líbano?
Traducción de Adriana Santoveña