Admito sentirme un tanto decepcionada por no haber conseguido provocar en este cuarteto de pintores (que, por cierto, lleva meses a la cabeza del movimiento a favor de la Bienal de Pintura Rufino Tamayo) nada más que una vil pataleta. Es realmente una pena que prefirieran recurrir a los insultos ad hominem en lugar de responder a mi propuesta de pensar –con la distancia crítica que quizá les falta– en la pertinencia (la necesidad histórica, digamos) de un certamen cuyas bases fueron diseñadas hace casi treinta años –cuando, lo más importante: la realidad del arte era enteramente otra. De este modo, no obstante, terminaron por darme la razón: aquí no hay lugar para el debate serio, para los cuestionamientos, solo el berrinche cabe (tristemente: una cuestión de decibeles). Lo único que me alegra es que me dieran la oportunidad de insistir. Sigo pensando que lo mejor que le puede pasar a la pintura de este país es que desaparezca la bienal (y alguno que otro empolvado salón que insiste en perpetuarse). La pintura no merece que la tengan arrinconada, innecesariamente guarecida: ¿qué bien podría hacerle estar “a salvo” del mundo, lejos de la reflexión contemporánea, sumida, pues, en un autoengaño narcisista (repitiendo un triste mantra: nada ha cambiado, nada ha cambiado, tú eres la más bella, la única) que la mantiene atada al pasado (y peor: a lo menos interesante del pasado)? Y no, señores, no es que la abstracción me canse y la figuración me aburra (el lector cuidadoso habrá leído mejor que eso): lo que me hastía son los modos compulsivamente miméticos que vemos hoy. Y sí, considero en efecto que el mejor arte de nuestro tiempo es preponderantemente no pictórico; lo cual ni por un momento quiere decir que me parezca bien que así sea, ni que exprese un categórico rechazo ante obra alguna por el solo hecho de que sea, como ustedes dicen: “eso”. Yo disfruto la buena pintura casi más que cualquier otra cosa, pero, desde luego, no se trata de lo que a mí me guste o no; ni, para el caso, de lo que les guste a ustedes. Lo que tendríamos que estar discutiendo es la función de nuestros museos, pero, ¡ah!, se me olvidaba: ¿discutiendo con quién? Lo más triste es que ni cuenta se dan de que no es a mí a la que atacan, sino a las instituciones culturales, a las que, una vez más, les han torcido la mano. Una pena, en verdad. ~
(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.