1. La lucha vanguardista contra el cliché –lo mismo la idée reçue del filisteísmo burgués que el estereotipo industrial de la cultura de masas– reproduce, en una trasposición al ámbito de lo estético, la lucha socrática contra la tiranía de la doxa, la opinión popular. Al describir la doble batalla de la vanguardia contra las convenciones del clasicismo y la mediocridad moderna de lo kitsch, así como la condena modernista de cualquier arte que se imite y repita a sí mismo, los críticos de los años sesenta resolvieron para su época una de las principales lagunas en la historia estética e intelectual del siglo XX. Este análisis del culto de la originalidad se quedó, sin embargo, a medio camino, pues nunca penetró en el núcleo crítico del mito de la vanguardia: la dependencia de la estética modernista con respecto al binomio repetición/originalidad. “La práctica real del arte de vanguardia, escribe Rosalind Krauss, tiende a revelar que la ‘originalidad’ es un supuesto de trabajo que emerge él mismo de un campo de repetición y recurrencia.” Y si el “inconsciente práctico” de la vanguardia tiende a estas revelaciones, su discurso, en cambio, construye a la originalidad como ficción legitimadora, al tiempo que “reprime y desacredita el discurso complementario de la copia”. Nacida en el combate del automatismo de la convención, la vanguardia terminó encarnando el automatismo de la novedad.
2. Es necesario situar a la prosa de T. S. Eliot en el espacio intelectual al que legítimamente pertenece: el de la crítica literaria de vanguardia, pues al final de cuentas fue Eliot, y no Apollinaire o Marinetti, el crítico que se convirtió en el autor conceptual de una “tradición anti-tradicional”. Eliot reintegró la noción de tradición en el modernismo literario mediante un diálogo crítico con las vanguardias. En su ensayo “La tradición y el talento individual”, publicado en 1919 –diez años después del primer manifiesto futurista y su llamado a aniquilar toda la herencia del pasado–, Eliot desmontó el mito vanguardista de la tabula rasa y la ingenuidad de una visión abolicionista de la tradición. Demostró que otra concepción crítica del pasado era posible: una en la que la tradición se imagina dinámicamente. En los años sesenta, Octavio Paz –otro poeta “modernista” y crítico literario de vanguardia– daría con una nueva fórmula para caracterizar el pulso de negaciones y continuidades que ha constituido a la literatura moderna: la “tradición de la ruptura”.
3. La vanguardia vive, de acuerdo con Renato Poggioli, en el permanente “estado mental anarquista” de una cultura minoritaria que combate a la cultura mayoritaria, condenándola como una pseudo-cultura. Regido por los valores cualitativos de la creación, el artista se rebela contra la tiranía de lo cuantitativo característica de la civilización moderna. Vive, en palabras de Mallarmé, “en huelga contra la sociedad”. Esta huelga equivale a una condición de profunda alienación. Sin embargo, como toda antinomia, la oposición entre el espíritu burgués y el espíritu artístico implica una relación de interdependencia. En su análisis sociológico de la vanguardia, Poggioli señala que un movimiento estético y psíquico de esta naturaleza solo es concebible en una sociedad liberal y democrática en lo político, así como burguesa y capitalista en lo socioeconómico. Aunque en términos culturales el vínculo entre la sociedad moderna y la vanguardia sea el de una relación negativa, en términos históricos su lazo es el de una relación padre-hijo. Aun admitiendo que el estado de alienación del artista de vanguardia en la sociedad moderna lo condenara a la muerte, habría que reconocer, igualmente, que “otra sociedad habría evitado incluso que naciera”.
Debemos al Daniel Bell de Las contradicciones culturales del capitalismo una visión complementaria de las complejas relaciones de interdependencia entre la sociedad moderna y la vanguardia artística, en especial entre sus dos figuras emblemáticas: el empresario burgués y el artista bohemio. A pesar de sus contrastes, ambas figuras comparten un mismo origen: las dos son expresiones –una en la economía, otra en la cultura– del ideal moderno del individuo autónomo que se determina a sí mismo. La gran paradoja es que desde sus orígenes cada una de estas encarnaciones del espíritu moderno comenzó a temer a la otra y a buscar su destrucción. En la segunda mitad del siglo XX, ambos impulsos empezaron a manifestar su decadencia. Mientras que el afán de rebelión del modernismo estético se anquilosó en repeticiones rituales, la justificación moral del capitalismo devino en un craso hedonismo.
Extrañamente, a pesar de haber descrito los síntomas del deterioro, Bell parece haberse quedado a un paso de la conclusión lógica de su razonamiento: lo que advino no fue solo el fin de la oposición, sino la fusión final, favorecida por las condiciones de la cultura contemporánea, entre el burgués y el bohemio. Si, como señala Bell, las formas experimentales del modernismo degeneraron en la sintaxis de la publicidad y de la alta costura, y si la vida burguesa degeneró en el hedonismo del consumo –y, por lo tanto, de la moda–, no debería causar sorpresa que, de manera cada vez más frecuente, el burgués y el artista sean la misma persona.
4. En su Theory of the Avant-Garde, Peter Bürger encuentra la especificidad de las vanguardias históricas no en la voluntad de ruptura con los estilos prevalecientes sino en la negación del arte como institución autónoma –la disyunción entre el arte y la praxis de la vida, la antítesis entre productor y receptor. Las vanguardias no buscaban, como las corrientes esteticistas, aislarse de la sociedad, sino reintegrarse en ella organizando una “nueva praxis vital con fundamento en el arte”. A juicio de Bürger, fracasaron, porque las protestas contra el arte comenzaron a aceptarse, ellas mismas, como arte. La actividad de las neovanguardias terminó, paradójicamente, por consolidar al arte como un espacio distinto de la vida.
Quizás, sin embargo, el fracaso de las vanguardias no radicó tanto en los modos en que su plan se llevó a cabo como en el plan mismo: pretender abolir el arte desde el arte solo podía desembocar en la consagración del anti-arte como un género estético. Las vanguardias reprodujeron, sin advertirlo, el desatino romántico de la estetización de la vida, ese integrismo estético consistente en buscar erigir a lo artístico como principio absoluto de la realidad, proyectándolo en todas las esferas de la existencia.
Tal vez ese mismo sea el error metodológico de los críticos de la vanguardia: concentrar su atención en las vanguardias estéticas –las que pretendían inyectar la sustancia del arte en la vida–, y no en las vanguardias concretas –las que se proponían hacer brotar el arte de las condiciones mismas de la existencia. En vez de esperar a que la esencia del arte se disuelva en el mundo y lo vivifique, ¿por qué no empezar directamente por diseñar objetos con un sentido práctico a la vez que estético, como se proponía la Bauhaus? ¿O por qué no mirar en la investigación literaria misma un campo de expresión de la vanguardia, como hicieron los formalistas rusos? Estos y otros ejemplos posteriores –como el llamado de Michel Foucault a imaginar nuevos modos de relaciones personales, o la idea de Hakim Bey de construir, a partir de la imaginación cotidiana y los encuentros concretos, “zonas temporalmente autónomas”– constituyen vanguardias prácticas, sustentadas en la idea de que cada esfera de la vida puede encontrar, desde las circunstancias particulares que la definen, su propio potencial revolucionario.
5. Tal vez las vanguardias literarias fracasaron aun en el ámbito mismo del lenguaje. Si, hoy en día, se le pidiera a un ciudadano común del orbe hispánico –no a un poeta ni a un profesor de literatura– que expresara su idea de lo poético, su horizonte de expectativas no tendría ninguna relación con los cánones estéticos de la poesía moderna o contemporánea. Estaría pensando, más bien, en un poema de Gustavo Adolfo Bécquer o Jaime Sabines.
6. Cualquier acto contemporáneo de creación se lleva a cabo, por necesidad histórica, a partir de dos condiciones inescapables: primero, la conciencia de habitar, en términos estéticos e intelectuales, un estado de posteridad absoluta. (Si la reacción de los poetas modernos ante la poesía romántica fue la “ansiedad de la influencia”, ¿qué puede suceder cuando se llega aún después?) Y, segundo, la experiencia de una infraestructura de registro y circulación de las obras (ahora no solo la fotografía y los medios masivos convencionales, sino las redes de información y todas las variaciones de la comunicación digital) que radicaliza la conciencia de la historia del arte y facilita la manipulación e intervención de los materiales de la tradición.
Desconcierta, en este contexto, el espacio marginal al que se suele relegar la figura de Marcel Duchamp. El ready-made no es, como tanto se pretende, un mero gesto de provocación ni una broma históricamente fechada que se agotaría en el primer intento de emulación. Es una nueva categoría del acto creador dotada de innumerables vidas posteriores, y representa –desde los détournements de los situacionistas hasta la música de John Cage– el origen de un nuevo campo estético. Resulta inconsecuente cuestionarse si el ready-made es arte. Más apropiado sería preguntarse, a la manera de Walter Benjamin con respecto a la fotografía, si después de la aparición del ready-made no se transformó incurablemente la naturaleza misma de lo que entendemos como “arte”.
7. Quizás la figura del dj y su extensión a todos los campos de la cultura sea la reencarnación más evidente de la conciencia estética de Duchamp en el panorama de la creación contemporánea. Quizás en el giro particular que ofrece de la modernidad –la recuperación del proyecto del re-engendramiento de uno mismo, pero desde la manipulación activa de los objetos de la tradición–, esa forma de hacerse cargo de la historia y el sonido sea una forma viva y tangible de la vanguardia. ~
es ensayista.