Lo que más satisfacción me da, lo que me hace sentir más pleno y rebosante de vida, es meter miedo a los demás. Tuve que aprenderlo cuando me convertí en cacique de este pinche pueblo. Al principio pensé que me costaría trabajo.
Pero luego que maté a una docena de estos jodidos pueblerinos, la mitad a balazos, la otra mitad a golpes de machete, y el resto del pueblo se dio cuenta de que yo podía asesinar a quien fuera por capricho e impunemente, empezaron todos a tenerme miedo. Ahora, cuando salgo de paseo y me ven venir de lejos, cambian apresuradamente de banqueta. Los grupos se disuelven. Las madres recogen apresuradamente a sus hijos y salen huyendo. Los ancianos encierran a las muchachas.
Hay una cantina llamada "El fin del porvenir", frecuentada por matones llegados de otros pueblos, por fugitivos de la policía estatal y por narcotraficantes, en la cual ha habido balaceras feroces. La policía teme entrar en ella y los mismos soldados del destacamento local la eluden. Pero cuando llego yo a tomar mi tequila del mediodía, y abro la puerta, y me planto en el umbral, los tipos allí presentes alrededor de las mesas, tipos durísimos, vuelven todos la cabeza para mirarme. Yo me quedo un instante viendo cómo se les va el color de la cara hasta ponerse como muertos. Entonces doy media vuelta y me alejo pisando fuerte, satisfecho del impacto de mi sola presencia. He llegado así a comprender que el miedo es un instrumento indispensable para ejercer y conservar un poder como el mío. Y esto se aplica no sólo a los lugareños tímidos como ratones sino también a personajes en apariencia superiores a mí. Por ejemplo, en la última elección, cuando el Gobernador me llamó a la capital para acabar de planear los comicios de manera que saliera electo el hombre escogido por él.
Cuando llegué al Palacio no tuve que hacer antesala sino que me pasaron de inmediato a la augusta presencia del Gobernador, quien estaba detrás de su inmenso escritorio de marquetería en el que resaltaban motivos patrióticos: el escudo nacional, el rostro de Juárez y el de Carranza. Me senté frente a él y nos dispusimos a discutir la manera de controlar las elecciones para evitar sorpresas.
Advertí entonces que el gobernador no me miraba de frente, sino que evitaba mis ojos. Hablaba, además, con al-guna dificultad e inclusive, ocasionalmente, tartamudeaba. Sus manos gordas y peludas temblaban un poco y se la pasaban acomodando nerviosamente los papeles que tenía frente a él. "Este jodido me tiene miedo", me dije satisfecho. Hablamos luego largamente de mi situación como intermediario entre él y los habitantes de mi pueblo. El Gobernador me dijo que yo debía ser para los lugareños como un padre amante que se desvela por el bienestar de sus hijos. Me recomendó distribuir periódicamente, en su nombre, provisiones y algunos bienes como telas y zapatos; ocuparme del mantenimiento de las calles pavimentadas, del suministro del agua potable, de los desayunos escolares y, en fin, de todas esas cosas que hacen amable la vida de un pueblo pequeño. Todo ello, por supuesto, en su nombre y el del Presidente de la República. Me aconsejó también contraer matrimonio con alguna de las chicas que yo me había robado últimamente. Y dijo por último que, consciente de que el cumplimiento de sus recomendaciones suponía por mi parte un enorme esfuerzo, había previsto que yo me quedara con un porcentaje de la partida destinada a las proyectadas mejoras.
Empezó entonces a sacar del cajón fajos de billetes, que fue poniendo encima del escritorio hasta completar la cantidad de veinte millones de pesos; a continuación extrajo del mismo cajón una bolsa de lona, metió en ella el dinero, me la alargó, y me dijo: "Ahí está la primera parte de lo prometido".
Yo tomé la bolsa, dejé su despacho, bajé la escalera monumental y salí a la plaza, donde me esperaba una escolta de doce jinetes armados y mi garañón favorito. Sujeté la bolsa a la cabeza de la silla con una correa fuerte, monté, y emprendimos el camino del regreso.
Así entramos al pueblo y, observado yo por los lugareños desde las azoteas, comencé a sentir como algo físico el odio de la gente. Al llegar a la plaza de armas, alguien arrojó un objeto humeante que cayó frente a mi caballo. Por lo visto se habían enterado del propósito de mi viaje y habían calculado la hora de mi regreso. El objeto humeante era un cartucho de dinamita, como los que utilizan los mineros en los minerales de la región, con la mecha encendida.
Metí espuelas al caballo para hacerlo salir al galope. En una fracción de segundo había comprendido que la dinamita era la respuesta lógica al miedo por mí sembrado entre la gente del lugar con mi proceder violento. Pero el caballo no se movió, estalló la dinamita y yo y mi compañero más cercano caímos de nuestras monturas. Al dar contra el suelo comprendí que había llegado la hora de mi muerte. Eché mano de mi treinta y ocho especial, apunté al aire y, convulsivamente, empecé a apretar el gatillo hasta que agoté la carga.
No sé por qué las detonaciones me produjeron un extraño consuelo. Un velo me nubló la vista, sentí que la pistola se me caía de las manos y, con toda conciencia aunque llorando, entregué a la muerte la pérdida de mi poder… ¡Quién sabe qué dirían el Gobernador y el Presidente de la República! Aunque yo estaba seguro de que el Gobernador se sentiría contento ya que, después de todo, no tendría ya que pagarme los dineros prometidos.
La noticia de lo ocurrido salió en los diarios el 2 de noviembre: "Ayer, en un acto terrorista y en pleno pueblo de Comala, murió asesinado el cacique Pedro Páramo, contra el que un desconocido arrojó un cartucho de dinamita. El cacique, tristemente célebre por sus asesinatos y detestado en la localidad, fue sin duda muerto en un acto de rebelión manifiesta".
Ahora que estoy de fantasma, me río más que nunca de todo lo que se dice de mí. Y hasta me complace: doy al menos de qué hablar. Y sigo con interés las noticias de mi tierra y del país. En el estado se ha establecido ya la ley marcial; el Gobernador está viviendo atrincherado en su oficina del Palacio de Gobierno; y en los campos de Jalisco ha surgido un movimiento rebelde que se autonombró Ejército Nacional para la Liberación del Pueblo (ENLPM), encabezado por un antiguo general cristero de nombre Dionisio Hernández Guajardo. En una entrevista don Dionisio dijo: "Nuestro próximo objetivo es tomar Comala, que será nuestra base de operaciones. Ahí, además, nos apropiaremos del depósito de armas de la representación local del ejército, lo cual nos permitirá montar operaciones en mayor escala para dominar el país…"
En México la historia se repite infinitas veces. Pero en fin… Ya estoy fuera de eso. Yo no podré repetirme por mucho que lo quiera…
Se rinde, se rinde el paquebote
al muelle que lo espera. Se rinde,
se rinde el muelle a las mareas
que lo corroen con sus dientes de sal.
Se rinden los pasajeros
que bajan corriendo
a la esperanza de la tierra firme.
Se rinde, se rinde chillando
la gaviota al éxtasis del vuelo,
empujada por el viento: velero diminuto
resbala sobre el ocaso y se desliza
entre dos luceros como mi mano
entre tus senos… –