Thomas Mann (1875-1955)

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                                                    A la memoria de JGP, por supuesto
Auden, W.H. El entonces joven poeta inglés aceptó la petición de Christopher Isherwood de casarse con Erika Mann, apenas unas horas antes de que el Tercer Reich despojara en 1935 a la mayor de las hijas de Mann de la nacionalidad alemana, brindándole así la protección que correspondía a la esposa de un súbdito británico. Auden llegó a sentir algo más que un tierno afecto por la hiperactiva Erika, la única mujer que cubrió el juicio de los criminales de guerra en Núremberg. Quienes la vieron en esos días, con su uniforme de campaña del ejército de Estados Unidos, la describieron tan hermosa como Diana y tan segura de sí misma como la diosa Atenea repartiendo justicia.

Autobiografía. No ha habido escritor menos escrupuloso que Mann a la hora de retratar en su literatura los rostros apenas disfrazados de sus seres queridos. En la búsqueda de un personaje, Mann no perdonaba ni al más querido de sus nietos, cuya muerte imaginó con el propósito de escribir una escena análoga para Doktor Faustus. Toda la obra de Mann es una novela familiar, en la que el escritor es un padre de familia creador y destructor sólo equiparable al Dios del Antiguo Testamento.
      
Buddenbrook (1901), Los. "La asombrosa fluidez del desarrollo de Los Buddenbrook, la natural unión que se muestra continuamente en la novela entre lo cotidiano y lo significativo, que le da el gran peso y la gravedad de una redonda obra maestra en la que nada resulta gratuito y todo parece inevitable a pesar de la juventud de su creador y que no deja de admirarnos en ningún momento, es producto también de esa afortunada coincidencia entre lo colectivo y lo particular que hace posible lo que podríamos considerar las grandes obras naturales, que nacen precisamente de la coincidencia entre la visión del autor y las exigencias del momento. La crónica de la decadencia de una familia que Thomas Mann nos narra es también la crónica del fin de una época sin que el escritor necesite violentar en nada el curso de las acciones." Juan García Ponce, Thomas Mann vivo, 1972.
      
Brecht, Bertold. El gran dramaturgo tenía por motivo de gloria vestirse como vagabundo y se enorgullecía de las semanas que permanecía sin bañarse. Brecht creía que la mugre le daba un aura de santidad medieval, el apestoso prestigio de un eremita. No es extraño que escribiese algún poema satírico donde se burlaba de Mann por la esmerada atención que ponía el novelista en la limpieza de su atuendo y en su higiene personal. Sin duda, la mutua antipatía que se profesaban tenía motivos más profundos: uno y otro representaban dos maneras radicalmente opuestas de vivir la República de Weimar, pues Brecht, nacido en 1898, más bien formaba parte de la generación de los hijos de Mann. Pero la distancia se agravó en los años del nazismo y la guerra, durante los cuales —aun mientras los aliados bombardeaban las ciudades alemanas—, Mann no renunció a hacer corresponsable al pueblo alemán del dominio hitleriano. Esa disonancia moral enfurecía a los comunistas como Brecht, cuya tarea propagandística implicaba hacer pasar a la gran mayoría del pueblo alemán como víctima inocente del terror y la miseria del Tercer Reich.
      
California. "Nos avergüenza estar hurgando en vidas ajenas y al mismo tiempo no podemos evitarlo. La misma sensación de haberme colado en un mundo al que no había sido invitado la viví hace unos cuantos meses al visitar con el amigo perfecto, Efraín Krystal, un gran conocedor de Mann, la residencia donde vivió durante poco más de una década, en Pacific Palisades, un barrio de Los Ángeles. Aprovechamos la buena disposición del ejército de jardineros mexicanos que podaban las arboladas cercas del jardín; la lengua común nos sirvió de santo y seña. Pasear por los prados, estar en la terraza tantas veces contemplada en fotografías, la misma donde Mann acostumbraba tomar café con su familia y algunos privilegiados visitantes, contemplar la arboleda que rodeaba la casa con una grandiosidad que sólo se antoja calificar de wagneriana, me produjo una emoción desmedida. Imaginé el estupor que aquel hijo del Norte debió haber experimentado cada vez que al llegar a casa topara con ese paisaje sólo parecido al de los primeros días de la creación, vislumbrado en la infancia en los álbumes o en relatos de su madre brasileña. En esa casa, Mann concluyó el último de los volúmenes de José y sus hermanos; allí mismo concibió, escribió, sufrió y concluyó el Doktor Faustus." Sergio Pitol, El arte de la fuga, 1996.
      
Diarios. Marcel Reich-Ranicki, el gran crítico alemán que ha hecho de la custodia de la obra de Mann su misión, da a entender que existe un club —que en México le tocaría presidir a Sergio Pitol— de adictos a los Diarios de Mann, al que no pertenecen necesariamente quienes disfrutan de La montaña mágica o del Doktor Faustus. Escritos en una prosa detestable —lo dice Reich-Ranicki—, los Diarios son célebres por sus supuestos y escandalosos defectos. A algunos lectores les molesta la juguetona ambigüedad con la que Mann narra su vida erótica, colmándola de enigmas por descifrar para la posteridad. Y a los hipocondríacos, en cambio, nos interesa esa descripción pormenorizada que Mann hace de sus ciclos intestinales, indiscreción que tanto disgusta a los apolíneos y a los pedantes.

Mann quemó, a mediados de los años treinta, buena parte de sus diarios, conservando, al principio por descuido y luego por cálculo, los cuadernos correspondientes a 1918-1921 y a 1933-1955. Los Diarios son un libro tan útil para entender qué es y qué no es un escritor moderno, como lo son las Conversaciones con Eckermann, de Goethe. Las rutinas de Mann son lo contrario del tedio, una colección de manías donde la familiaridad con la gloria es un espectáculo soberbio. Destaca en los Diarios, inevitablemente, la eficacia y la elegancia con la que Mann atravesó noblemente esa lucha contra el nazismo en la que nadie habría contado con él. Y no menor es la atención perfeccionista que el escritor ponía, durante esos viajes trasatlánticos a Estados Unidos antes de la Segunda Guerra, en el arte de hacer y deshacer sus maletas. Mann, que se concebía a sí mismo como un genio cómico, desconocía el sentido del humor en tanto que ironía dirigida contra sí mismo, lo cual, finalmente, lo torna muy antipático para no pocos lectores. Yo me cuento quienes les asombra esa aura de majestad que tan naturalmente caía sobre su vida entera, dotando de grandeza casi todo lo que tocaba: los nietos, los perros de la familia, la literatura, Alemania, la sonrisa de un camarero, los hospitales, un paseo por el bosque, los buenos oficios de una enfermera.
      
Doktor Faustus (1947). Hay a quienes escandaliza el faustismo de la cultura alemana, y a quienes no satisface la interpretación fáustica que Mann hace, a través del músico Adrian Leverkühn, del nazismo, pues ven en la posibilidad de que el alemán se arredre de pactar con el diablo el verdadero origen de la tragedia. Mann no está exento, sin duda, de ese equívoco orgullo, a su manera también demoníaco.

Erotismo. Tan extraña es la posteridad que Thomas Mann, a principios del siglo XXI, es leído como un autor casi únicamente erótico. Tal cual él lo previó, al ordenar que sus diarios íntimos fuesen publicados tan sólo veinte años después de su muerte, su biografía ha ido cambiando a la luz del tiempo. Pasados los tiempos de la muerte del autor, Mann se convierte en el autor ante el Altísimo. Basta que él mismo haya anotado, en una página íntima de 1918, que toda su obra debía de leerse en los términos de su inversión sexual, para que toda sus novelas sean leídas bajo esa lógica, convirtiendo a Mann en el depositario final de la interpretación de sus textos, en este caso desprovistos escandalosamente de toda autonomía.

De Hanno Buddenbrook a Adrian Leverkühn, pasando por Tonio Kröger y Gustav von Aschenbach, se ha llegado a decir que todos los héroes masculinos de Mann —dado que en su obra las mujeres suelen no tener mayor protagonismo— anuncian la edad de oro de la cultura gay. A quienes sostienen lo anterior no les falta razón en ciertos aspectos: por ejemplo, Mann fue el primero en pretender que sólo la personalidad homoerótica de Chaikovsky explica la clase de sentimentalismo que anega sus conciertos y sinfonías. Pero también convendría no olvidar la interpretación que del erotismo en Mann se hacía antes de la publicación de sus Diarios en 1975, cuando el escritor salió póstumamente del clóset, y antes, también, de la proliferación de los estudios de género. En aquellas antiguas lecturas, acaso timoratas a nuestros ojos, se insistía en que para Mann la orientación sexual (y la genitalidad, estrictamente hablando) formaba parte del orden clasicista de lo bello, es decir que el género de Tadzio, el efebo de La muerte en Venecia, es secundario ante el espectáculo crepuscular de su belleza. Si todos tenemos los dos sexos del espíritu, la verdadera belleza sólo puede ser hermafrodita.

Thomas Mann intentó conciliar dos ideas muy viejas y acaso mutuamente excluyentes de la sexualidad. Una, alimentada en el fin de siglo por el decadentismo, presentaba la homosexualidad como una perversión santificada, propia de elegidos, que se debía y podía ocultar bajo la solemne fachada del rey burgués de la literatura alemana. Pero contra esa ocultación se rebelaba otro Thomas Mann, el heredero de Goethe, el fauno y el panteísta, el pagano que creía que todo amor, incluso el incesto, es natural porque ocurre bajo la autorizada e infalible vigilancia de la naturaleza. Curiosamente, esta última visión (y no la primera) fue la que el escritor vivió en familia, absteniéndose de deplorar el lesbianismo de Erika o la homosexualidad de Klaus o de Michael Mann. Y las propias aventurillas del viejo Thomas, infatuaciones platónicas suscitadas por meseros, ocurrían bajo la mirada cómplice de Erika, quien sólo deseaba que su padre no se expusiera al escándalo público. Mann, cuya fama de padre autocrático quizá sea inmerecida, nunca predicó la doble moral en casa ni pidió a sus hijos esa renuncia erótica que a él se le atribuye. Lo que Mann no toleraba ni perdonaba era que sus hijos careciesen de talento. Eso era la única y verdadera contranatura.
      
Freud. El reconocimiento crítico de Mann fue, para Freud, como un tronco de madera para el náufrago: la única prueba que el fundador del psicoanálisis recibió de que no moriría, como Moisés, antes de tocar la tierra prometida.
      
Gide, André. Gide y Mann se profesaban mutua admiración y, de alguna manera, el escritor francés se hizo cargo de esa dirección espiritual que Klaus Mann pedía a gritos, lo que su padre no dejó de agradecer. A Thomas, empero, lo escandalizaba un poco la ostentación que Gide hacía de su homosexualidad. La pederastia propiamente dicha, de la que Gide se gloriaba —y que actualmente lo habría llevado de inmediato ante un tribunal—, a Mann le parecía vulgar e inconcebible.

Hesse, Hermann. Aunque era mucho lo que los unía y llegaron a tener una buena amistad, los encuentros de Hesse y Mann, en Suiza, semejan la celosa atracción que un comerciante siente por otro. Las regalías, la mala fe de los editores y la necesidad de que algunos de sus libros continuasen circulando en Alemania, pese al nazismo, constituían uno de los temas centrales de su relación. A Mann, por otro lado, le molestaba la comodina indiferencia que Hesse manifestaba ante la política. Y a Hesse, esa especie de abuelo de los hippies, le daba risa la estirada formalidad que imperaba, a la hora de la cena, en casa de los Mann.
      
Hitler. Una de las pocas observaciones profundas que sobre la personalidad de Hitler ha postulado la historia proviene de Mann, de un texto poco conocido de 1939, titulado "Mi hermano Hitler". Mann sugiere en esta pieza que la vocación demoníaca de Hitler sólo puede provenir del colosal resentimiento de un pintorcete que, anhelante de prestigio, sale de la bohemia gracias al fanatismo. Ese Hitler romántico que venga su fracaso incendiando el mundo, ese pirómano, sólo puede ser un artista que, como el propio Mann dice que él lo fue, se nutrió desordenadamente de Schopenhauer, de Nietzsche, de Wagner. Por ello Mann decía que él y Hitler eran hermanos, es decir, hijos de la misma cultura y alimentados por la leche envenenada del romanticismo. Esa negativa a desentenderse del caso Hitler, confinándolo a la patología teratológica, esa decisión de tomarlo personal, familiarmente, sacándolo del armario, es una de las audacias menos reconocidas de Mann, para quien lo demoníaco también formaba parte de la realidad del mundo, de aquello que paganamente se entiende como lo divino.
      
Homosexualidad. Según Anthony Heilbut, el más osado entre los biógrafos recientes de Mann, la historia amorosa del joven Thomas Mann con Paul Ehrenberg fue una relación homosexual en toda la regla. Los especialistas ven actualmente con indulgencia aquella declaración del historiador Golo Mann, el más joven (y el más conservador) de los hijos de Thomas, donde decía que la homosexualidad de su padre nunca había ido más allá de la cintura. Pero tampoco puede dudarse, como lo muestran los Diarios, que Thomas llevaba con su esposa Katia una vida sexual activa y satisfactoria. La bisexualidad es una condición que el común de los mortales no podemos ver sino con escándalo, como si fuese propia de semidioses esa capacidad de viajar, de manera voluntaria, entre las más distantes esferas del ser.
      
José y sus hermanos (1933-1943). La obra a la que Mann le dedicó dieciséis años de su vida permanece como uno de los libros menos leídos de la literatura universal. Con la excepción de Juan García Ponce, creo no haber conocido a nadie capaz de concluir con la lectura de la intimidatoria tetralogía. Pero el asunto dista de ser exclusivo de la lengua española. En The Cambridge Companion to Thomas Mann (2002), el único texto que Ritchie Robertson, el compilador, mandó traducir del alemán es precisamente el estudio dedicado a José y sus hermanos, reconocimiento tácito de que no hay en inglés un conocedor experto del libro. ¿Cuál es el misterio que torna inaccesible una obra escrita por Mann para ser apreciada por varias generaciones? Sospecho que estamos ante un colosal error de lectura. Es raro el lector que se sumerge impunemente en Ulises, en En busca del tiempo perdido o en El sonido y la furia, mientras que nadie nos previene de que José y sus hermanos, contra la apariencia un tanto didáctica y legendaria del relato (y acaso también en contra de las intenciones del propio Mann), es una obra en verdad difícil, que exige tanto de nosotros como Joyce, Proust o Faulkner. La tetralogía se mide con el Antiguo Testamento, como Ulises se refleja en la Odisea. Tan ambiciosa para la literatura como la obra de Sir James Frazer para la antropología, José y sus hermanos habla del primero de todos los destierros, el exilio bíblico. Es una averiguación arqueológica monumental, un trabajo de campo en el origen mismo de la historia en tanto que incursión filológica en la caída en el tiempo. Pero casi nadie se siente tentado a agradecerle a Mann esa obra. Quizá sea cierto que es un libro ilegible, pese a su conservadora apariencia, como se supone que lo es Finnegans wake.
      
Kafka, Franz. Kafka leyó con admiración a Mann y Mann leyó con admiración a Kafka. La larga vida de Mann permitió que Kafka fuese primero su discípulo y luego su maestro, como le había ocurrido a Haydn con Mozart.

Mann, Heinrich. Papanatas, cursi, liberal blandengue convertido en estalinista, narrador justamente olvidado y otras lindezas son las cosas que habitualmente se escuchan sobre Heinrich Mann (1871-1950). Todos los intentos de rehabilitación del ilustrado Heinrich, amigo de la Revolución Francesa primero y de la Revolución Rusa después, han fracasado y, al final, la opinión que Thomas tenía sobre su hermano mayor ha acabado por ser la de la posteridad. Heinrich, quien en mucho contribuyó a formar a Thomas durante aquellas vacaciones de juventud en Italia, fue quien abrió el fuego durante la Primera Guerra Mundial, denunciando en su hermano menor la encarnación del literato reaccionario y militarista, guillermino y prusianizante. Y cuando en 1922 Thomas, gravemente impresionado por la violencia política, decidió apostar un tanto abruptamente por la República de Weimar y por la democracia parlamentaria, tal pareciera que sólo lo hizo para quitarle a su hermano mayor su enorme prestigio como hombre de izquierda. Si la fama literaria había sido ganada por Thomas con Los Buddenbrook, lo mismo ocurrió con esa celebridad política que lo transformó, de joven conservador a viejo socialdemócrata, en el más escuchado y aclamado de los escritores antifascistas, al grado que Roosevelt llegó a pensar en él como presidente de la Alemania posthitleriana.

Viviendo a expensas de Thomas en California, Heinrich murió cuando se disponía a unirse, en calidad de escritor oficial, al régimen comunista de la República Democrática Alemana. No había día más amargo para Thomas, según confiesa en sus Diarios, que aquel en que llegaba el correo con algún libro nuevo de su infortunado hermano. Leer a Heinrich le parecía una tortura.

Mann, Klaus. De los seis hijos de Mann todos acabaron por ser, de una manera u otra, escritores. Tres de ellos, dos hijos y una hija, fueron homosexuales. Dos de ellos se suicidaron. Y ninguno como Klaus (1906-1949) se esforzó tanto y tan fallidamente por brillar con luz propia. Si no fuese por la versión cinematográfica que István Szabò hizo de Mephisto, la novela de Klaus Mann, su nombre rara vez saldría de las biografías de su padre. Y hay un relato donde Klaus enfrenta a Thomas —Novela de niños— que debería leerse junto a la kafkiana Carta al padre, como un libro clave en la exploración de lo filial. Hombre atormentado por las drogas y por una homosexualidad vivida abiertamente, Klaus se suicidó, tras varios intentos, en Cannes. Fue, como su padre lo recordó casi con satisfacción, un artista mediocre. Pero quien lea sus diarios y memorias, encontrará en Klaus a un liberal de una lucidez extraordinaria, el muchacho que puso en las manos de su padre el hilo para salir de las tinieblas de la Alemania nazi.

Mann, Katia. La esposa de Thomas, la madre de sus hijos, murió el 25 de abril de 1980, poco antes de cumplir los noventa y siete años. "En mi vida", según registra Reich-Ranicki, "nunca pude hacer lo que habría deseado".

Montaña mágica (1924), La. La tonada, que viene de Lukács (y no todo lo que viene de Lukács es malo), dice que Mann fue o el último escritor burgués o el último escritor del siglo xix en el XX. Debe rechazarse ese lugar común, irrelevante en estos tiempos en que la vanguardia (a la cual Mann no perteneció) se ha convertido en el más museográfico de los clasicismos. Sólo un genio contemporáneo podía llamar a cuentas a la Alemania de Hitler (que para Mann también era la de Goethe y de Nietzsche) recurriendo a la leyenda fáustica, como él lo hizo en el Doktor Faustus. Nadie fue más siglo XX, o al menos encarnó mejor su primera mitad, que Mann y su familia. Harold Bloom, con esa manera encantadora de ser anticuado que tiene, afirma que no hay libro más actual que La montaña mágica. Puede que exagere, pero, si se trata de exponer dialógicamente toda la trama ideológica que dividió al mundo entre 1914 y 1989, no queda sino recurrir a la batalla entre Naphta y Settembrini, las dos caras de la moneda que atraviesa la modernidad, el supremo conflicto de ideas, el trueque de atributos.
      
Musil, Robert. Nadie fue tan severamente certero con Mann como Musil en sus propios Diarios, cuando presentó objeciones como la que sigue: "Cabe esgrimir contra Thomas Mann que recuerda a un muchacho que ha practicado el onanismo y que luego se convierte en padre de familia. El conocimiento de la inmoralidad y su superación por parte del hombre normal, esa inmoralidad ya inocua y a la que Thomas Mann alude con un guiño de complicidad, sólo puede referirse a eso. ¿Y a qué se dedica su pupilo Castorp todo el tiempo en La montaña mágica? ¡Evidentemente se masturba! Pero Mann priva a sus personajes de órganos sexuales, como si fueran de yeso" (octubre de 1932).
      
Orígenes del Doktor Faustus (1949), Los. Cuando yo tenía diecisiete años, Rafael Castanedo me hizo un regalo perfecto: un ejemplar de Los orígenes del Doktor Faustus acompañado de un casette con una selección de la música a la que Mann va aludiendo a lo largo de la novela y de ese fabuloso libro testimonial que cuenta su escritura. Ese gesto me abrió, de un solo golpe —cuyo eco no cesará sino con mi vida—, el mundo de la escucha musical y de la creación literaria. El universo se pobló de personajes excéntricos como T.W. Adorno (quien auxilió a Mann en la comprensión de la dodecafonía) y de discos de Schoenberg (quien obligó a Mann a reconocer en un epílogo su sitio indiscutible como creador de esa música). Gracias a ese regalo leí a Nietzsche (uno de los modelos de Adrian Leverkühn) y escuché el cuarteto de Hugo Wolf, las sinfonías mahlerianas o la sonata opus 111 de Beethoven, de la misma manera en que vi un destino completo en la escena en que Mann guarda la biblioteca que le sirvió para escribir y documentar José y sus hermanos y pone manos a la obra en la escritura de Doktor Faustus, una epopeya contra el mal.
      
Schoenberg, Arnold. No tiene razón Reich-Ranicki cuando dice que una de las debilidades del Doktor Faustus es la escasa pasión que Mann sentía por la música contemporánea que, encabezada por Schoenberg, se vio obligado a convertir en el corazón de su novela. Creo al contrario, con Ronald Hayman, que el supremo esfuerzo de un hombre como Mann, que se sentía el último de los románticos, por comprender la música posterior a Brahms se cuenta entre sus logros titánicos.
      
Sontag, Susan. A los catorce años, Susan Sontag y un amiguito de la escuela, ya entonces devotos de Thomas Mann, tomaron el directorio telefónico e hicieron cita para tomar el té con el gran escritor alemán, lo que ocurrió en la tarde de un sábado de 1947, en la casa del 1550 de San Remo Drive, Pacific Palisades. Mann trató a sus imberbes invitados con una cortesía exquisita y con una solemne generosidad. Extrañamente, Sontag se tardó muchos años en contar el episodio. Se avergonzaba de un atrevimiento que yo pondría sin vacilar en el libro de oro de las anécdotas literarias más edificantes.

Visconti, Luchino. En la ya larga historia de las irremediablemente conflictivas relaciones entre el cine y la literatura, quizá no haya momento de mayor armonía que la película de 1972 que don Luchino Visconti, conde de Modrone, consagró a La muerte en Venecia (1911) de Thomas Mann.~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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