Casi todo tiene su origen en la historia y a los nacionalistas, esa extraña especie de turistas, los podemos localizar en el momento preciso en que nacieron, en lo que actualmente (y en buena medida gracias a los nacionalistas) es Alemania. Fue Johann Gottfried von Herder (1744-1803), quien hoy pasaría por un brillantísimo, temible, intelectual de izquierda, quien puso a circular el nacionalismo. Herder (y para mayores detalles remito al lector a los resúmenes que de él han hecho Federico Chabod y Jon Juaristi)1 fue quien denunció con eficaz perspicacia el universalismo de la Ilustración, y a esa idea un tanto chata, inocente, del hombre antepuso la diversidad originaria de las naciones. Cada nación, decía ese lector de Leibniz que fue Herder, es una suerte de mónada que está cerrada sobre sí misma, es indivisible e impenetrable. Sus características particulares son permanentes y duran milenios, pues una nación, pese a todas las desventuras que puede sufrir a lo largo del tiempo, permanece arraigada al suelo como una planta y moralmente, por extensión, es un mundo en sí, con valores propios.2
El “nacionalismo”, que en alemán patentó Herder, produce, según decía él mismo, felicidad, en su medida de ser la forma de conocimiento mediante la cual cada pueblo se encuentra a sí mismo. Ninguna nación, prosigue, ha sucedido jamás a otra, aunque le haya heredado algunos de sus caracteres. El misterio de lo nacional ya está presente en el salvaje, en cuya cabaña, junto a su mujer y a su hijo, no cabe, naturalmente, el otro, el extranjero. La historia, advierte Herder a los philosophes, no puede ser universal: los siglos apenas llegan a ser las letras y las naciones, las sílabas en una canción cuyo eco remite a la perdida lengua del paraíso que alguna vez todos hablamos y que irremediablemente perdimos una vez consumada la caída.
El nacionalismo de los modernos, se lee en Herder, deberá ser muy distinto al patriotismo, generalmente mercenario, de los griegos, que al verse derrotados en la guerra abandonaban a sus muertos en las ciudades y cargaban consigo a sus propios dioses. En sus Discursos a la nación alemana (1807-1808), Johann Gottlieb Fichte, discípulo de Herder, se dirige a los ocupantes franceses de Berlín y afirma que los alemanes, divididos geográfica y religiosamente, son una sola nación. Lo son, insiste, pues los une el alemán, la lengua común que vincula el pensamiento y el ser. “No se puede pensar en un idioma que no es el propio”, dice Fichte, rechazando el francés, la lengua franca de las elites europeas y símbolo de aquella “globalización” –para usar la palabreja de moda.
Pocas veces en la historia de las ideas un mensaje ha calado tan hondo como el de Herder, nutriendo al romanticismo y presentándolo eficazmente como un amplio movimiento contra la Ilustración francesa. Pero el concepto de “nación”, creado por los ilustrados a beneficio de los románticos, prueba que no hay ruptura violenta entre unos y otros. Y un personaje ajeno al romanticismo, como el teócrata Joseph de Maistre –más ilustrado que Herder, como creyente en la catolicidad de los valores de la Iglesia–, llegó a decir que él no conocía al hombre de Rousseau, sino a los rusos, a los franceses, a los italianos, etcétera.
En la agonía del siglo XIX, el nacionalismo apareció en la lengua francesa, gracias a Maurice Barrès, quien en 1892 rehabilitó una palabra apenas usada previamente durante la Revolución Francesa y la utilizó como un llamado a los jóvenes franceses para que descreyeran de lo universal, representado reprobablemente por los reformados y los judíos. “No somos una raza, somos una nación. Somos el producto de una colectividad que habla en nosotros. Que la influencia de nuestros ancestros sea permanente, que sus hijos sean fuertes, que la nación sea una”, decía Barrès, llamando a los gascones, picardos o provenzales a arraigarse como franceses.3
Herder, tras inventar el nacionalismo moderno, tuvo otra intuición a la que cabría considerar inmortal: suponer que eran los poetas quienes originariamente habían percibido el mensaje de las naciones y los divinamente inspirados para cantarla. Todo pueblo tiene, o debería tener, una poesía heroica o una canción de gesta, que como las Escrituras para los hebreos u Homero para los griegos significa su única manera, al “caer” en el mundo, de arraigarse en la historia. Tan exitosa ha sido esa noción que un profeta nacionalista, Ángel Ganivet, no dudó en proclamar, en el Idearium español (1897), que un libro como El Quijote había sido inspirado platónicamente para dar sustento espiritual a la nación española.
Si la fijación del poeta y del sacerdote en una sola figura no es una idea del todo atribuible a Herder, sí lo es su bardolatría, la creencia en que la principal responsabilidad en la transmisión de los relatos de origen corresponde a los letrados. Nada más antagónico al filósofo cosmopolita representado por Voltaire, aquel que cree servir a la humanidad entera, en general, y a un príncipe ilustrado en particular, que el bardo herderiano, en comunicación privilegiada no con la historia universal, sino con esos dioses oscuros de la nacionalidad, como los llamó Ernest Gellner.
La lectura de Herder convenció a los románticos de que la nación se originaba en la poesía primitiva y que en ella estaban las verdades morales de la religión natural. El protestante Herder tuvo que parar en ese punto, pues estaban a la vista las consecuencias indeseables que su glorificación de lo primitivo tenía para el cristianismo. Sin detenerme en su progenitura sobre el relativismo cultural –estudiada por Isaiah Berlin–, el nacionalismo herderiano ha cruzado el pantano de dos siglos sin mancharse: cuando una persona poco instruida, en nuestros días, se identifica sin atisbo de duda como nacionalista, está pensado en esa idea trascendente de nacionalidad acuñada por el filósofo prusiano. No hay escritor moderno, también hay que decirlo, que al amar su propia lengua (o declarar que la ama) no resulte, aun involuntariamente, herderiano, descubrimiento inquietante para quienes nos consideramos antinacionalistas.
El nacionalismo fue, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial, un patrimonio de la derecha contra la izquierda, de las provincias contra las ciudades, de lo tradicional contra lo moderno. A riesgo de parecer anticuado, recordaría que Trotsky, por ejemplo, denunciaba de Stalin, no la crueldad de su despotismo, como la traición al internacionalismo proletario que significaba la pretensión de construir “el socialismo en un solo país”, abjurando de la universalidad de la Ilustración que el marxismo habría heredado.
Pese a la ruinas que el nacionalsocialismo –una forma extrema y delirante de nacionalismo herderiano– había dejado en Europa, a partir de 1945 la descolonización colocó a los nacionalismos emergentes de Asia y África en la izquierda, y las combinaciones entre nacionalismo y marxismo empezaron a causar furor. Una de las variedades más influyentes fue la engendrada por el psiquiatra argelino Franz Fanon (1925-1961), quien, amparado por Jean-Paul Sartre, logró en Los condenados de la tierra (1961) ofrecer el viejo sentimiento herderiano a las nuevas naciones de África y de Asia.
Tan influyente como Herder en su momento, Fanon consideraba que a la tradición oral, a los cuentacuentos populares, les correspondía convertir las incipientes literaturas nacionales en testimonios de combate frente al colonialismo, actualizando los conflictos y modernizando “las formas de lucha evocadas, los nombres de los héroes, el tipo de armas”.4 Esos Homeros militantes de los que habla Fanon, a quienes descubrió en la guerra de Argelia, se han convertido, en algunos casos, en terroristas suicidas, y ese nacionalismo de los pueblos emergentes pasó de ser laico a ser religioso, del marxismo miope al islamismo fanático. Fanon revitalizó la noción herderiana de “cultura nacional”, y el eco de Los condenados de la tierra sigue escuchándose lo mismo en las proclamas nacionalistas que en los discursos radicales contra la globalización.
Modernista o antimoderno, religioso o laico, el nacionalismo viaja del Occidente al Oriente, se lee de izquierda a derecha, o al revés. Pero es posible aventurar una generalización y recordar que durante el siglo XIX el nacionalismo, habiendo nutrido en su seno a las primeras sociedades liberales, fue el abolengo de la burguesía. El viejo nacionalismo era un edificio social y cultural, como dice Luis Díez del Corral en El rapto de Europa (1974), cuyos inquilinos, aposentados en celdas holgadas e independientes, se sienten libres para hacer la obra común. No es extraño así que el nacionalismo clásico provenga, sin mayores conflictos filiales, del más feroz individualismo romántico.
Apelando al olvido que Ernest Renan consideraba imprescindible como constituyente nacional, la nación decimonónica integraba a las sociedades y educaba a los ciudadanos, mientras que casi no es necesario recordar que, durante la centuria pasada, fueron pocas las guerras y escasos los genocidios en que no estuvieran involucrados los nacionalistas y sus ideas. Por ello, nunca tranquilizan los políticos o profesores (sean irlandeses, vascos o catalanes, pero también bolivianos o peruanos) que recomiendan el nacionalismo moderado como tonificante. En efecto, todo lo moderado es bueno en principio…
En los años que hemos vivido a caballo entre los siglos XX y XXI, de la matanza étnica en los Balcanes al terror islamista internacional, el nacionalismo ha probado ser, en diferente grado e intensidad, uno de los enemigos más persistentes de las sociedades abiertas. Lo mismo vale, con diversos grados e intensidades, cuando aparece reducido al fanatismo de la identidad, su núcleo duro, o cuando se expresa como misión imperial, como en el caso del gobierno republicano de Estados Unidos y de su desastroso providencialismo.
Del canto de los poetas a la boca de los ideólogos, el nacionalismo va perdiendo la espesura de los mitos que le dieron origen y, pese a los esfuerzos teóricos de Gellner y de algunos de sus críticos, no acaba de cuajar, si se lo mira en retrospectiva, como una filosofía intelectualmente compleja, como lo pueden ser el liberalismo y el marxismo y, antes que ellos, las teologías. Es paradójico que el nacionalismo, una metafísica ideada para diferenciar radicalmente a los pueblos, acabara por ser, al salir de la Alemania de Herder, una lengua universal que siempre dice lo mismo, aun cuando lo diga en diferentes idiomas.
Pese a la orfandad en la que hubo de forjarse tras la Independencia, el nacionalismo mexicano provenía de la guerra española de 1808, la rebelión tradicional de un reino (y de una vieja nación) contra la agresiva universalidad del invasor napoleónico. A lo largo del tiempo, fueron cosechándose dos o tres narraciones pedagógicas que imaginaban y trasmitían leyendas nacionales, desde el antiguo relato de origen basado en el glorioso pasado prehispánico hasta la veneración de las apariciones guadalupanas de 1531 como el parto divino de una nación mestiza, pasando por el creciente orgullo que suscitaba la accidentada (y victoriosa) aventura liberal de la nacionalidad en el siglo XIX.
Cuando la guerra civil de 1910-1917 convirtió a los generales revolucionarios en conductores de un Estado nacional, la Revolución Mexicana se transformó en una suerte de relato de origen, un drama en el que la mayoría de los mexicanos (y muy especialmente los niños y jóvenes educados por el nuevo régimen) acabaron por autorreconocerse. Era una suerte de anagnórisis patria, como lo dijo Paz, con un fervor difícil de ocultar, en El laberinto de la soledad. Pero esas vanidades, forzosamente atenuadas por la amenazante vecindad de México con Estados Unidos, dejaron el nacionalismo mexicano, pese a ser uno de los de más abolengo, reducido a uno que ladra y no muerde, retomando otra vez una expresión de Gellner.
Los neozapatistas, cuya rebelión en enero de 1994 pareció, durante un breve tiempo, poner en tela de juicio las tradiciones históricas del nacionalismo mexicano, acabaron por ratificarlas. La retórica del subcomandante “Marcos”, pese a algunos coqueteos etnicistas de orden lírico, difirió del racismo indigenista tan difundido en el Perú o en Bolivia, un etnonacionalismo basado en la diferencia lingüística y portador de una “cultura nacional” pretendidamente distinta, y derivó a la forjada por los criollos o los mestizos. La autonomía indígena demandada por los neozapatistas, hijos de la catequesis de la teología de la liberación, podrá ser conservadora o contraproducente en términos democráticos, pero no aspira abiertamente a la secesión territorial ni encarna una disidencia religiosa, aunque se haya aprovechado de las rivalidades entre indios católicos e indios protestantes.
No es un dato menor que las arengas políticas y los sucedidos literarios del subcomandante “Marcos” no se hayan dirigido hacia la postulación de una nación étnica lingüística o culturalmente hostil, y se hayan limitado a retomar la vieja querella que exige para los indígenas ese lugar que deberían tener, según varias escuelas indigenistas, como piedra angular de la nacionalidad mexicana.
Preocupado en forjar la identidad entre la nación y el Estado, el nacionalismo mexicano permaneció, durante los últimos años en que gobernó el pri, en latencia. Esa larga siesta ya terminó y la Bella Durmiente del nacionalismo, como la ha llamado Gellner, ha despertado. Como en Venezuela y en Bolivia, el electorado mexicano, desesperado ante el desgobierno democrático, entregará el poder, la soberanía, a una nueva versión del viejo nacionalismo populista, estatólatra y agresivamente aislacionista, cuya novedad es que el carisma, durante décadas diluido en el partido oficial, ha regresado a su origen, a la persona de un caudillo.
Es probable que la creciente incompatibilidad entre el nacionalismo y la democracia liberal se corrobore, también, en México.
Regresemos, en tanto, al tema original. No sabría yo decir si la frecuente y espontánea emoción que una persona siente al escuchar el himno nacional de su país en una competencia deportiva es un atavismo totémico, que proviene de la prehistoria, como diría Émile Durkheim, o si es lo que se acumula durante siglos de educación nacionalista, como lo creía Gellner. Pero me queda claro que el nacionalismo es, esencialmente, un sentimentalismo. Lo dice Federico Chabod al resaltar que la idea moderna de nación está asociada al culto de la alta montaña. Antes del siglo xviii la montaña hacía pensar en los rayos y en las centellas, en la peligrosa e intransitable selva virgen, en la oscuridad triunfante de la naturaleza. Tuvo que venir Jean-Jacques Rousseau para exaltar la elevación física y espiritual, el sentimiento que significaba, para un hombre vulgar y un ciudadano de Ginebra, escalar los Alpes o cualquier otra montaña hasta la cima. Con el nacionalismo nació el alpinismo, y cada nacionalista es ese paseante, ese turista que siente que es en lo alto donde aprecia todo lo sublime que hay en la patria, altura desde la cual escribirá poesía o, al menos, la cantará, extasiado por la manera en que el sentimiento puede ponerse al servicio de la voluntad. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile