Un diccionario a debate

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EN EL INTERÉS POR RECONOCER LOS “MEXICANISMOS” confluyen dos inquietudes: una, filológica, que busca conocer con la mayor profundidad posible qué vocablos y acepciones se utilizan en México de manera privativa, para descubrir corrientes léxicas ocultas que llegan de alguna región española, de las lenguas amerindias, del inglés, etc. y que se han arraigado solamente en el español de los mexicanos. El conocimiento que se obtiene así va a dar a la gran acumulación de datos que constituye la filología hispánica; es un interés científico. La otra, pública, que deriva de la educación mexicana desde el siglo xix, basada en la creencia de que el español metropolitano es el “buen español” y que el de los mexicanos está siempre expuesto a la incorrección; lo que en varios textos he llamado “conciencia del desvío”, que causa timidez, temor y sospecha de los propios usos. No solo a los mexicanos les pasa esto, sino a todos los hispanohablantes: castellanos, andaluces, extremeños, canarios, antillanos, argentinos, etc., que se educan bajo el temor a lo que censure la Academia. Esta “conciencia del desvío” se ve constantemente alimentada por una educación que no ha renovado sus concepciones de la lengua española, que otorga un valor excesivo al dictado académico y, en el caso de Hispanoamérica y la “periferia” española, no se ha convencido de que el español es tan lengua de la mayoría de los mexicanos y los demás hispanoamericanos, como de los europeos. La simple banderita española que se encuentra en internet o en las guías turísticas europeas o estadounidenses para indicar la lengua, refuerza la creencia de que el español es de los españoles y los demás no podemos tratarlo como propio. La poderosa actividad de la Real Academia Española durante los últimos años, su presencia editorial y en internet, el juego que le da la prensa, y una institución con patente de corso como es la Fundación del español urgente (Fundéu), patrocinada por el banco bbva, han venido a renovar esa conciencia y, en realidad, a acorralar a cualquier ánimo de independencia intelectual, no solo en México, sino también en España. En estas condiciones, todo diccionario de regionalismos, como el de mexicanismos, se lee con una doble sensibilidad: la que lleva a confirmar la sospecha del desvío y la que goza ese desvío, precisamente como afirmación de una identidad mexicana.

Frente a esta situación, que es social, el autor de un diccionario de regionalismos tiene que hacerse cargo de la responsabilidad que implica la información que ofrece; por eso afirmar una identidad mexicana de la manera en que lo hace Concepción Company es, insisto, impulsar un estereotipo del mexicano que no solo no es verdadero sino tampoco conviene a nuestra educación, por cuanto refuerza la perversa “conciencia del desvío” y reduce la identidad a unos cuantos rasgos.

Pero hay que ver el Diccionario de mexicanismos también desde el punto de vista científico. Científicamente hablando, como dije antes, no hay justificación para deslindar los supuestos mexicanismos solo en comparación con la “variedad castellana” del español. Insisto en que esa “variedad castellana” no está bien estudiada; no hay, que yo sepa, un estudio siquiera comparable con el del Corpus del español mexicano contemporáneo de El Colegio de México; el Diccionario del español actual, de Manuel Seco (Ed. Aguilar) es la única obra basada en una recolección moderna de datos, pero no de la “variedad castellana” sino fundamentalmente de la prensa nacional española y de obras literarias de autores españoles, entre los que no solo hay castellanos. Por más que Company afirme que “metodológicamente, como punto de partida, parece razonable iniciar el contraste con el español europeo” y no con las demás variedades hispánicas, lo que oculta es la falta de datos de todo el ámbito hispanohablante que permitan el contraste y, en la práctica, todo se reduce a la posición académica que cree que lo que registran sus diccionarios (última edición de 2001) es el “español general” o el “español común”, que sirve como base de la comparación. He de agregar que la misma crítica vale para el reciente Diccionario de americanismos que publicó la Academia Española.

El diccionario de la Academia es una composición de aportes léxicos muy heterogéneos: arrastra todavía muchos vocablos y definiciones que provienen del Diccionario de autoridades (1734) y de otras ediciones posteriores; es por eso un diccionario pancrónico, es decir, un diccionario que, sin ser realmente histórico, mezcla vocablos y significados de diferentes épocas del español como si todos tuvieran el mismo uso en la actualidad; a la vez, ha sido siempre un diccionario selectivo y prescriptivo, orientado, como en su origen, al “uso de los buenos escritores” –a juicio de la Academia– que hasta apenas en este siglo se plantea adoptar una posición descriptiva. Como tal, nunca se ha propuesto reunir ni el vocabulario real de la “variedad castellana”, ni mucho menos el vocabulario del “español general”, es decir, de aquel que todos los hispanohablantes utilizamos sin diferencias importantes en su significado. Lo que registra corresponde, solo por coincidencia, a una parte de ese soñado “español general”. De modo que malamente puede servir, científicamente, como base de la comparación. Por ese motivo, muchos lingüistas y lexicógrafos contemporáneos consideramos que no tiene sustento el empecinamiento académico en escribir diccionarios de americanismos –incluido el de mexicanismos– mientras no haya suficientes datos de todas las variedades nacionales y regionales del español. ¿Por qué insisten las academias en ello? Porque priva la vieja distinción entre español metropolitano y español periférico o de las colonias.

Concepción Company sigue en sus trece: confunde el español de México con el mexicanismo; reconoce como “supranacionales” muchos de sus supuestos mexicanismos; si son “supranacionales” no son mexicanismos, sobre todo si se niega a considerar “mexicanismos de origen”. No tiene coartada válida, pero sorprende su argumento de que “es sabido que los seres humanos, dada la base biológica común y, por lo tanto, la común capacidad cognitiva, pueden coincidir en su concepción del mundo y en su capacidad expresiva y metafórica, y por ello hay mexicanismos que coinciden con empleos de otros países hispanoamericanos…”; supongamos que ese peregrino argumento fuera válido: si “coinciden” no son mexicanismos, pero en el fondo lo que revela es una seria falta de reflexión a propósito de la tradicionalidad de la lengua histórica. La capacidad expresiva y metafórica de todo ser humano es la misma, pero no produce esa clase de coincidencias; el léxico cambia y se ajusta a partir de su tradición histórica. Solo los colombianos llaman “agua aromática” a lo que los mexicanos llamamos “té” y, por más que nuestra creatividad léxica opere, cuando nos ofrecen un agua aromática en Colombia preguntamos qué cosa es esa; si leemos en Perú “terreno intangible”, vemos que no somos los únicos “metafísicos” en el mundo: si llamamos “materialistas” a los camiones que cargan material de construcción, los peruanos llaman “intangible” lo que no se debe tocar, lo reservado, no lo que no se puede tocar.

La “capacidad cognitiva” no alcanza para formar las mismas expresiones en cada región hispánica; hablar de esa capacidad para explicar las corrientes del vocabulario en el mundo hispánico es trivializar la cognición y desconocer la historia.

Igualmente sorprendente es su siguiente argumento: “acotar el concepto de mexicanismo a lo exclusivo de México, aunque metodológicamente es correcto, parece, conceptualmente, una posición bastante reduccionista, que conduciría a perder riqueza léxica, [etc.]”. ¿En qué quedamos? ¿Se trata de estudiar seriamente los mexicanismos, como lo pediría la filología hispánica, o de darse la oportunidad de agregar otros vocablos, que no son mexicanismos, para que su diccionario “no pierda riqueza léxica” (no la lengua real, cuya riqueza no pondrá en duda)? Su siguiente argumento ad hominem tampoco es válido: el Diccionario del español de México (dem) no afirma que el vocabulario que contiene sea mexicanismo, ni siquiera “exclusivamente mexicano”: es el español que hablamos y escribimos los mexicanos, correspondiente en su gran mayoría al uso común de la lengua española; afirmar que mesa y dormir “en cierto sentido” no son palabras del español de México supone que, cada vez que las usamos, estamos tomándolas prestadas de otro español, o que “cognitivamente” las hemos reinventado gracias a nuestra común capacidad humana, o que solo las citamos, como podríamos citar Weltanschauung o Zeitgeist. La doctora Company todavía no acaba de entender la diferencia entre un diccionario integral del español y uno de regionalismos; por eso más tarde afirma: “El dm […] da cuenta y define el léxico del español de México.” El dem es un verdadero diccionario del español de México, el dm una confusa mezcla de datos.

Son, sin duda, español de México, pero no “mexicanismos”, por ejemplo, abocarse, usual en varios países más (v. drae, s.v. 8); cadencia ‘improvisación –ahora generalmente ya fijada– de un solista en algún momento de un movimiento de un concierto clásico (no al final necesariamente)’; erario ‘tesoro público’ (si acaso, lo mexicano será la posible redundancia: erario público); contralor (usado en Ecuador, Venezuela, Colombia, Nicaragua, etc. según la base de datos Corpus de Referencia del Español Actual –crea– de la Academia Española), cremar (usado en Argentina, Chile y Uruguay, según el mismo crea), vinícola (en el drae, nada menos, y sin marca de regionalismo), “y un largo etcétera”. No son mexicanismos strike, hot dog, hit, jeans o feeling: por lo menos strike, hit, jeans y feeling se utilizan internacionalmente y no solo en español. Sí parece, en cambio, mexicanismo derivado de una palabra inglesa cabús de cab ooze, cuyo significado es “vagón de ferrocarril que, en los trenes de carga, va a la cola del convoy…” (dem) y que hay que atribuir a la historia del ferrocarril en México, diferente de la española, la colombiana, etc. (¡no por coincidencia “cognitiva”!).

Me llama la atención que Concepción Company subtitule su defensa del Diccionario de mexicanismos “la estrecha, y a veces invisible, relación entre lengua, cultura y sociedad”, y que la comience explicándonos lo que quiere decir identidad. Me llama la atención porque sus afirmaciones a propósito de la “identidad” de los mexicanos son las más endebles de su introducción al diccionario. La identidad, según cita Company al drae, es el “conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás” (las cursivas son mías). Sin embargo, “los múltiples ángulos de la vida cotidiana, desde la vestimenta hasta la gastronomía, pasando por las relaciones económicas que se contraen entre los individuos, sus relaciones políticas y sociales, además de todas las demás manifestaciones culturales de un país”, que argumenta corresponder a la identidad, son más bien de la cultura. La identidad de una sociedad es una construcción imaginaria, largamente elaborada y criticada por el concurso de pensadores, escritores, artistas, historiadores, orientada por ciertos valores que, en el caso de México, se ha venido manifestando como un discurso tanto literario como pictórico y musical, impulsado sobre todo después de la Revolución. Desde Samuel Ramos hasta Octavio Paz y Roger Bartra, la identidad mexicana ha sido materia de discusión, a la vez que objetivo comercial, sobre todo en el cine, la televisión y la música industrial. En cambio, la cultura es el “conjunto de experiencias históricas y tradicionales, conocimientos, creencias, costumbres, artes, etc., de un pueblo o de una comunidad, que se manifiesta en su forma de vivir, de trabajar, de hablar, de organizarse, etc.” (dem, véase también la acepción 3 del vocablo en el drae, 2001). Es importante establecer esa distinción, para no caer en la confusión de Company. La cultura mexicana forma parte de las culturas hispánicas y todas ellas tienen una matriz heredada de España, pero modificada por sus propias experiencias y las influencias determinantes que han recibido; en el caso de México, de las amerindias y del inglés norteamericano. Como cultura es un abrevadero de las sociedades en cada época de su historia, es un horizonte de tradiciones y como tal no es definible de manera unilateral o mediante unos cuantos “ejes” interpretativos. La lengua es uno de los elementos centrales de la cultura; incluso se puede afirmar que la lengua es constituyente de la sociedad, pero la lengua en su conjunto, no una parte de ella; tratándose del léxico, es cultura todo el léxico, no una parte suya. Pensemos en lo que habría sido un diccionario de la lengua alemana durante el período del nazismo: la lengua alemana tenía desde muchos siglos antes vocablos como vernichtung ‘exterminación’, jude ‘judío’, zwangsarbeit ‘trabajo forzado’, führer ‘dirigente’, reich ‘reino’ y cientos más, que el nazismo utilizó para dar un sentido preciso a su discurso criminal; el hecho de que la lengua alemana dispusiera de ese léxico no lleva a pensar que los “ejes culturales” del alemán, que definen su identidad, sean el racismo, el totalitarismo y el militarismo. La perversión en el uso de la lengua alemana se debió a los nazis, no a la lengua, como no se cansaba de señalar Victor Klemperer en su paciente y angustioso estudio de La lengua del Tercer Reich. De unos cuantos cientos de palabras y todavía menos de las “pautas de lexicalización” de que habla Company, que no son otra cosa que técnicas del hablar, no se puede concluir una identidad, sea cual sea; menos se puede proclamar, como lo hizo, que sean la obsesión por el sexo, la cotidianidad de la muerte, la cortesía, el sarcasmo, la ironía y el machismo lo que caracteriza la identidad mexicana. Sexo, muerte, cortesía, sarcasmo e ironía son hechos universales; el machismo es una herencia ¿europea, cristiana?; la transgresión, que ahora nos hace el favor de resaltar, no caracteriza nuestra identidad, sino un momento del estado social en que nos ha tocado vivir. ~

Luis Fernando Lara

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