El mundo se desmorona. Apresurémonos a reformar la casa, no sea que se nos venga abajo también. Es urgente una reforma política…
Sin embargo, si he de ser sincero, por un lado me preocupa una reforma que empieza por advertirnos severamente, a cada paso, que las minorías deben respetar a las mayorías; y por otro, ante la velocidad con que cambia el escenario mundial, me pregunto si los tiempos previstos para los cambios, o impuestos por las características de nuestra estructura cívica, no serán demasiado largos: correríamos el riesgo de sufrir explosiones que nos tomaran con un pie en el aire en plena transición hacia una democracia realmente consolidada.
Propongo que le salgamos el paso a los toros y realicemos, veloz y definitivamente, una reforma de la proyectada reforma política: una superreforma que lleve hasta sus últimas consecuencias lo implícito en nuestra idiosincrasia política y que, por lo tanto, transforme al país radicalmente, dejándolo, más que nunca… igual a sí mismo.
He aquí mi proposición en toda su modestia: que todo mexicano sea Presidente de la República durante quince minutos —o sea un cuarto de hora. Esta idea encierra implicaciones tan profundas, tan trascendentales, que cuando la tuve me anonadó. Ahora mismo me reconozco incapaz de explorarlas en toda su magnitud. Quisiera, sin embargo, hacer una pequeña tentativa con la esperanza de que sea seguida por otras, de mentes superiores a la mía.
Si cada mexicano está destinado a ser Presidente durante quince minutos, se llevará a su plenitud suprema el centralismo. Pero además, y al mismo tiempo, se transformará en foco de una participación popular directa y total: ¡qué caray!, con nuestro esquema todos los mexicanos y mexicanas serán al instante Presidentes electos. ¿Qué mejor?
Mi propuesta me permitirá también realizar el más viejo anhelo de la Revolución Mexicana: anular para siempre las elecciones presidenciales. Y volver superfluas las actividades de los partidos. El propio PAN desaparecería coincidiendo con la totalidad de la nación. Si su gran justificación histórica está en garantizar sucesiones pacíficas en el pináculo del poder, y éstas han sido en realidad conflictivas, ya que a semejante cumbre sólo puede llegar un mexicano y uno sólo entre millones que no sueñan otra cosa, ¿qué utilidad podría tener dicho partido en un país poblado de presidentes seguros, y muchos de ellos panistas?
El problema del mecanismo adoptable para esa veloz sucesión puede resultar delicado. Yo propongo que se conserve y formalice el actual.* O sea, que cada Presidente designe en forma directa, y en consulta con su conciencia, a su sucesor. Creo que todo jefe de Estado podría dedicar a ello, por lo menos, un minuto entero de los quince durante los cuales él mismo ejercería el poder absoluto. Perderíamos algo: las asambleas, los entusiasmos de las masas. Por otra parte, la rapidez adquirida por la vida pública no dejaría que ningún sindicato o grupo en el poder lanzara o destapara candidatos —otro argumento en pro de la desaparición de los partidos políticos más destacados. Pero, como compensación, gozaríamos cuatro veces por hora de una linda transferencia del poder, televisada con todo y entrega de la bandera tricolor.
Otra ventaja de mi propuesta: con tal sistema no habrá ni camarillas, ni mafias políticas. Por muchos parientes y amigos que tuvieran los 96 Presidentes diarios, y por mucho que quisieran acarrearlos, se les acabarían en un lapso de 24 horas —además de que andarían tropezándose los unos con los otros.
Claro que no a todos los Presidentes les tocaría ejercer el poder en las mismas circunstancias. Por ejemplo, al que tuviera que asumir el cargo, digamos, de las 2:45 a las 3 de la madrugada no le tocarían a lo mejor más que quince minutos de cama presidencial. O una desmañanada por culpa de alguna urgencia. Tal vez tendría que presentarse en la residencia en pijama y chancletas. En cambio, quien ejerciera la presidencia de las 12 a las 12:15 podría recibir a algún embajador o tener un importante acuerdo con algún secretario de Estado. A otro le tocaría un aperitivo en un almuerzo con políticos; a otro el plato fuerte; y a otro más el postre.
Es posible que hubiera, en todo esto, algún desconcierto. Por ejemplo, una reunión del gabinete de las que duran seis horas y que son televisadas. En ese lapso ocuparían el puesto de honor veinticuatro Presidentes de la República —tras veinticuatro transferencias previas del poder con su respectiva entrega de banda. Por otro lado, en una entrega de premios nacionales, cada premiado recibiría su diploma y cheque de manos de un Presidente distinto, cuando no de dos. En cuanto a los informes del 1š de septiembre, habría en ellos una vertiginosa sucesión de imágenes, desde la salida de cada mandatario de la residencia hasta su comparecencia ante el Congreso de la Unión, y el besamanos tras el informe en Palacio.
Mi propuesta —lo reconozco— no es perfecta. Pero hemos visto, sin embargo, cuántas ventajas tiene. La mayor de todas ellas sería la desaparición del sexenio —esa medida del nacer y el morir de todas las cosas— que se daría en un régimen como el que he concebido.
¿Qué tal, eh?~
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* Este texto se redactó antes de las reformas que dieron cauce a la fundación del IFE, el TRIFE y la transición del 2000: cuando todavía había (si es que no los vuelve a haber) tapado y dedazo, fuerzas vivas y carro completo.- N de la R.