El filósofo, novelista, cineasta y periodista Bernard-Henri Lévy es un icono de la intelectualidad francesa, tan controvertido y popular al tiempo que hasta tiene su “guiñol” en la televisión. Su divisa es la pasión crítica y su fetiche, las opiniones a contracorriente. Educado en la escuela de Derrida y Althusser, es casi un milagro de la inteligencia su capacidad de formular hipótesis novedosas, mirar la realidad sin fardos ideológicos y rasgar viejas (y nuevas) heridas. Imploró la intervención europea en rescate de Bosnia y de su islam laico y moderado, simbolizado en Sarajevo, tema al que dedicó un documental y varios reportajes, en línea opuesta a los pacifistas que asistían, firmes en su moral intachable, al “espectáculo” de ver nuevamente en Europa campos de concentración y “trabajos” de limpieza étnica. Asimismo, fue un acérrimo crítico del sistema soviético cuando hacerlo implicaba el riesgo del ostracismo en los mentideros de Saint Germain des Prés, donde el respaldo al “paraíso del proletariado” era sinónimo de “verse mucho en los cafés”.
Amigo de Mitterrand, al que luego criticó duramente, Lévy aceptó la encomienda de Chirac de elaborar un informe sobre la participación de su país en la reconstrucción de Afganistán tras el derrocamiento del poder talibán. Con ello, regresaba a un área del planeta que ya había despertado su interés: no sólo al cubrir la independencia de Bangladesh en los setenta, sino como viajero fascinado por el subcontinente del que forman parte la India, Nepal, Pakistán, Bangladesh, Ski Lanka y el propio Afganistán. Justamente es en Kabul, el 31 de enero de 2002, en audiencia con el presidente Karzai, donde se entera del asesinato de Daniel Pearl, el periodista norteamericano secuestrado unos días antes en Pakistán, y cuya imagen de rehén había dado la vuelta al mundo. En ese momento Lévy toma la decisión de dedicar el tiempo que fuera necesario a investigar este crimen. El resultado es ¿Quién mató a Daniel Pearl?, que publica Tusquets tan sólo unos pocos meses después de la edición francesa de Grasset et Fasquelle.
El libro tiene la estructura de las cajas chinas o las matriushkas rusas, ya que del primer capítulo se desprende el tema del segundo y así sucesivamente. Primero está el esfuerzo de Lévy por ponerse en la piel de Daniel Pearl, seguir sus pasos en los fatales jornadas que terminaron en su secuestro, cautiverio y sacrificio. Para ello, no duda en seguir su sombra por Islamabad, Rawalpindi, Lahore y Karachi: una suerte de kaddish en movimiento. A continuación, en sentido contrario a las manecillas del reloj, el filósofo emprende la reconstrucción de su vida: entrevista a los padres de Pearl en Los Ángeles y a sus amigos en Washington y Nueva York, lee sus artículos, habla con su mujer, pregunta a sus maestros… Busca la empatía con este “amigo póstumo”, como lo llama, y lo consigue. Daniel Pearl: norteamericano, judío, periodista del Wall Street Journal, casado, con un hijo no nato a la hora de su muerte, era un hombre justo, cordial, talentoso, un americano dialogante, no impasible, interesado en las culturas del islam y firme opositor a la mayoría de las políticas de su gobierno. Pero sobre todo era un periodista comprometido con la verdad y en camino de descubrir grandes secretos.
Luego, Lévy se centra en la indagación sobre el asesino confeso de Pearl, el inglés de origen paquistaní Omar Sheij. Su vida en Gran Bretaña como graduado con honores en la London School of Economics, campeón de ajedrez y de pulsos e hijo de una familia musulmana no ortodoxa. Y su repentina transformación en un fanático, un instrumento de la Yihad. Y la saga nada gloriosa que nace de esa decisión: instrumentalización de la guerra en los Balcanes a favor del integrismo, secuestros y atentados en la India, prisión en Nueva Delhi, liberación tras un intercambio de presos por rehenes en Afganistán, y todo tipo de oscuros lazos con el terror. Y, también, las razones discursivas más bien, sinrazones que hacen de un modélico ciudadano británico una fría y arrogante máquina de matar, surgido del corazón de Occidente y no de los suburbios de las empobrecidas ciudades musulmanas. Es importante subrayar que Lévy no busca la exculpación a través de la biografía del asesino, sino indagar en la “naturaleza del mal”. Al fin y al cabo, Sheij fue capaz de engañar y manipular a Pearl con la promesa de una exclusiva para secuestrarlo y, luego, de ordenar su degollamiento y mutilación en diez partes a un comando de sicarios yemeníes, mientras perversamente seguía negociando con el periódico americano el monto de su rescate.
Después vienen los mayores descubrimientos del libro. Sheij es en realidad un agente doble que trabaja desde hace años para los servicios secretos de Pakistán, el temido ISI. Lévy indaga en la agencia de espionaje de la India, donde estuvo preso por años Sheij, hace averiguaciones “al más alto nivel” en Washington y obtiene revelaciones anónimas de muchos paquistaníes. El resultado es dar a conocer la temperatura integrista de este “país aliado” de Occidente en la lucha contra el terrorismo, el discurso abiertamente antisemita de sus medios de comunicación y políticos, la locura de su carrera armamentista con la India y el peligro, a la vuelta de la esquina, de que un atentado acabe con la vida del presidente Pervez Musharraf y el poder tras el trono se haga con el control de un Estado nuclear.
Peor aún, Lévy descubre, en otra vuelta de tuerca de su fascinante investigación, que Omar Sheij cuya condición de agente de los servicios secretos aclara, como por arte de magia, las partes incompresibles de su biografía es un destacado miembro de Al Qaeda, relacionado incluso con la transferencia de dinero a Mohammed Atta, el líder de los secuestradores aéreos y responsable sobre el terreno del 11 de septiembre. Ni más, ni menos.
La conclusión es que Pearl no fue asesinado por ser norteamericano, judío o periodista de manera genérica, sino por el curso concreto que tomaban sus investigaciones. Al parecer, estaba en trance de descubrir dos verdades siniestras de Pakistán, el “Estado más canalla”: el cobijo que sus servicios secretos prestan al terrorismo integrista, jugando al gato y al ratón con los Estados Unidos y haciendo el mínimo necesario para ser imprescindibles sin dejar de ser impredecibles, y la concepción que sus máximos dirigentes, militares y científicos, tienen de la bomba atómica como una “bomba islámica”. Concepción que se vuelve más clara a luz de las revelaciones de Abdul Qader Khan, el “padre” de la bomba paquistaní: transferencia de tecnología nuclear a Libia, Irán o Malasia e intercambio de misiles por cabezas nucleares con Corea del Norte, amén de las reuniones, en suelo afgano, con gente de Al Qaeda sobre el uso de estas armas. Armageddon Now.
¿Quién mató a Daniel Pearl? es un reportaje no convencional, en donde Lévy completa la información recogida con reflexiones de carácter político y una serie de suposiciones de carácter novelístico, siempre advirtiendo al lector cuándo termina el dato duro y cuándo empieza la imaginación a rellenar los inevitables huecos de información. La tensión narrativa del libro está construida a través de un hábil artificio literario: Lévy presenta sus conclusiones de manera preliminar y sucesiva. De esta suerte, el lector descubre en la estructura del libro un proceso de aproximación, de intriga, que reafirma su carácter de obra anfibia, a caballo entre el periodismo y la literatura. Además, el autor no escatima menciones a su vida y a su obra, para poner en un contexto emocional lo que significa para él, y su trayectoria, cuanto va descubriendo. Esto hace que el protagonista secreto de la obra sea también el propio Lévy, sus avatares, expectativas y dolores a la hora de realizar esta investigación. El punto más álgido de esta visión autobiográfica sumergida en la trama principal del libro se ve en el dolor que le produce tener que ocultar, en Pakistán, su propio origen judío, para evitar no sólo despertar sospechas, sino incluso poner en peligro su vida (y lo que lo hace soportar algunas diatribas antisemitas dignas del nazismo por parte de funcionarios del gobierno de Pakistán). De tal forma, no sabemos si estamos ante un reportaje at large construido con la sabiduría de un novelista, o ante una novela realista apoyada en los datos duros del periodismo de investigación.
De las múltiples geografías humanas que retrata el libro, la más apasionante es la mezquita y escuela coránica de Binori Town, en Karachi. Vedada a los extranjeros e infieles, Lévy logra entrar en una tarde de disturbios entre sunitas y chiítas en las calles de ese puerto, con el artificio de hacerse pasar, como lo fue anteriormente, por delegado personal del presidente de Francia, en un momento en que la postura gala es claramente contraria a la guerra en Irak. Lo que ve en esta auténtica “cité prohibida” del integrismo es aterrador: madrassas con retratos de miembros de Al Qaeda en las paredes (traicionando el precepto iconoclasta del islam); grupos de jóvenes en entrenamiento paramilitar; trasiego de armas largas; saudíes, yemeníes y toda clase de extranjeros en actitud conspirativa; pasillos y dobles fondos, sótanos y puertas falsas… Parece más el cuartel de un movimiento integrista que una escuela de estudiantes del Corán. Todo, a plena luz del día, a unas calles de la sede del ISI. En Binori Town pasan cosas alarmantes, sin duda.
La sensación que produce la lectura del libro es de vértigo. Y es que Lévy demuestra hasta qué punto el desafío terrorista es absoluto y cuán posibles son futuros y funestos golpes, de consecuencias imprevisibles. Un mundo frágil, un precario equilibrio. A la luz de esto, las mentiras de la guerra de Iraq adquieren su grado máximo de irresponsabilidad: ¿qué haremos cuando las verdades lleguen? ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.