Para Juan Carlos Gené (Buenos Aires, 1928), hacer teatro no es otra cosa que celebrar el hecho de estar vivo, aunque resulte imposible comprender nuestra existencia, o justamente porque esa imposibilidad se traduce en una capacidad para el hombre de teatro: entenderse poéticamente desde el cuerpo.
En medio de una intensa carrera, en 1976, el director, dramaturgo y actor argentino debió exiliarse ante la irrupción de la última dictadura militar. Continuó su trabajo en Colombia y Venezuela, donde fundó el Grupo Actoral 80 e impulsó el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral (Celcit) –hoy con sedes en Venezuela, España y Argentina. Aunque su “patria” es el teatro, también ha trabajado como actor en cine y televisión, y ha escrito guiones para series televisivas que quedaron grabadas en la memoria colectiva de los argentinos.
Desde mediados de 2010, dirige e interpreta una versión propia de Bodas de sangre (Federico García Lorca) en la sala del Celcit en Buenos Aires, en una puesta donde articula la obra del poeta granadino con un relato mítico de su propia infancia, que recuerda a su madre y a su tía admiradas por la presencia de Lorca y, más tarde, llorando su muerte. A pocos días de estrenar una nueva temporada y empezar con los ensayos de Hamlet (dirección), Gené habla de su pasión por las tablas y analiza el dinamismo del teatro argentino. Tiene 82 años, pero nada en él sugiere agotamiento, y mucho menos pretensiones de consagración. Persiste en su discurso la luz del que lleva años profesando el hecho vivo y desconfiando de la trascendencia.
Desde el cuarto piso donde vive Gené, la luz tenue de los faroles del barrio de San Telmo invita a confundir las calles de construcciones antiguas con las de otros centros históricos, por los que seguramente caminó durante su exilio, del que regresó en 1993. En ese universo de luces y sombras por el que transita su historia y esta misma charla, el hombre que responde a las preguntas, en el mismo acto, comparte también sus interrogantes.
¿Por qué volver a trabajar Lorca y, esta vez, articulando el texto con un relato de su propia infancia?
Todos los años recibo cantidad de actores que vienen a hacer entrenamiento conmigo (es así como los denomino, no hablo de alumnos). Violeta [Zorrilla] y Camilo [Parodi] empezaron a presentar trabajos de Bodas de sangre con una técnica: entrar en comunicación con el texto con dos personajes simultáneos cada uno. A lo largo de muchos meses vi crecer un trabajo sumamente interesante; ese fue el detonante. En segundo lugar, Verónica Oddo, mi mujer, había estado muy enferma y hacía años que no trabajaba como actriz en Buenos Aires. Les propuse a los tres que nos juntáramos a ver qué podíamos hacer con ese material. ¿Cómo se incorporó mi historia? No recuerdo el momento en que ocurrió, pero sí que son fantasmas que me habitan desde siempre. No puedo dar una explicación demasiado técnica. Al ser los mismos autores varios personajes, eso necesitaba inevitablemente un nexo, y estaba claro que tenía que ser un relato, entonces surgió el asunto del relato referido a la presencia de Lorca en Buenos Aires y cómo viví yo de niño la noticia de su asesinato.
¿Cómo se pasa del ejercicio teatral a la puesta en escena?
Se trata de un tipo de entrenamiento que surge siempre de los textos. Aparecen las palabras y uno se siente perseguido por ellas: tiene que pronunciarlas. Hay una gran dificultad para hacer de las palabras una experiencia personal. Entonces, una de las formas de romper la previsibilidad cotidiana del hablar –que nada tiene que ver con lo que se habla en el escenario– es una ejercitación donde el actor toma el conjunto de la verbalidad de su personaje, selecciona frases absolutamente inconexas, pero que cada una de ellas le signifiquen, y esto se entronca con una actividad física que sostiene ese texto. Un ejercicio complejo pero absolutamente liberador, porque tiene la lógica del propio cuerpo, que va adjudicando a esas palabras un tipo de actividad física y al mismo tiempo es iluminado por ellas. Esto les permitió a Camilo y a Violeta enfrentarse haciendo cada uno dos personajes, porque estaban habituados a una técnica de rompimiento del texto para construirlo de otra manera. Todo texto sometido a este tratamiento se transforma en un ritual.
¿Cuál es su visión sobre este momento del teatro argentino, cuando se habla de Buenos Aires como “capital del teatro de habla hispana”?
Efectivamente el panorama del teatro es de un gran dinamismo, que se manifiesta en particular en Buenos Aires, pero también en las provincias, donde el movimiento teatral siempre se acelera y adquiere densidad. Tenemos la paradoja de que hay mucha más gente que quiere estar en el escenario, poner el cuerpo, que gente necesitada de presenciarlo. La cantidad de salas alternativas que hay en Buenos Aires es muy superior a las viables económicamente; es actividad hecha a pura pasión. Creo que hay una enorme cantidad de gente que se dedica a enseñar y que, como resultado de su trabajo, muestra lo que hace. Lo que estoy haciendo con Bodas de sangre no es otra cosa que eso.
¿Cómo es la realidad del teatro en América Latina en relación con el fenómeno argentino?
Llevo más de treinta años trabajando dentro del Celcit y veo fenómenos muy parecidos. En las grandes capitales latinoamericanas se ve una identidad: en el repertorio, en qué reside lo específicamente teatral, qué pasa con la interpretación de los clásicos, con los autores del país, qué se están preguntando directores y maestros. Todo eso es absolutamente común. También en España. Pero hay una excepcionalidad notable en esta ciudad, donde se da una especie de monstruosidad de lo teatral.
Pensando en cierta vanguardia que se propuso evitar el uso de la palabra, ¿no entraría esto en contradicción con el carácter inherentemente humano del teatro?
Sí, pero ocurre que esto está vinculado a fenómenos culturales y sociales muy determinantes. Ese ocaso de la palabra, por un lado, ha sido la respuesta a una visión totalmente literaria de lo teatral. A esto se agrega que una cultura enormemente verbal llega al callejón sin salida del 6 de agosto de 1945, cuando lanzan la bomba atómica sobre Hiroshima. Como reacción, empezó a desconfiarse de la palabra, y el teatro, a beber en fuentes mucho más primitivas, no literarias. Ya hemos vivido el esplendor de todo esto con maravillas teatrales como el teatro de Tadeusz Kantor. La literatura teatral más actual prescinde de la forma tradicional dialogal para transformarse en una sucesión de grandes monólogos. Eso habla del retorno de la palabra.
¿Qué relación tendrá la idea del teatro como actividad en la que el hombre tiene “la posibilidad de ser tan totalmente hombre” –como dice en su libro Escrito en el escenario– y el vigor del teatro en este momento? ¿Por qué habrá hoy tanta necesidad de sentir esa realización desde lo corporal?
Creo que está muy vinculado. Es absolutamente improbable que estemos acá: si hace diez o quince mil años dos de mis antepasados no se hubieran mirado en el momento en que se encontraron, quien estaría aquí hablando no sería yo, sino otro, con otros genes. ¿Es casualidad o misterio? Nadie lo sabe. Un ser humano es la parte visible de un iceberg monstruoso que es toda su herencia. Traemos dentro de nosotros las memorias abismales de toda la especie, y la infinita serie de todos nuestros antepasados, por lo tanto, una gran cantidad de vidas sugeridas que no se han vivido. El teatro brinda la oportunidad de vivirlas en la ficción. El teatro es vida y hace la evocación del misterio de la vida. ~