Utopías: conversación con Mario Vargas Llosa

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Enrique Krauze: Perú fue, en la imaginación europea, el lugar emblemático del edén, el lugar legendario. Así lo pensaron desde tiempos de la Conquista. Pero vayamos a las utopías ya encarnadas, te pido, en el personaje fascinante de Flora Tristán.
     Creo que, al recobrar esa vida, has hecho un acto de justicia histórica, has reivindicado la gesta de esa paisana tuya —paisana hasta por la ciudad de Arequipa, de donde tú y el padre de Flora provienen—, colocándola en el árbol universal de las utopías. Luego de leer —de un tirón y apasionadamente— tu novela, fui a hojear el índice onomástico de un libro que sé que te ha gustado siempre y te ha importado, que es Hacia la estación de Finlandia de Edmund Wilson —porque este libro recoge la historia del socialismo del siglo XIX y XX—, y busqué (con mucha esperanza de encontrarla, sea en una cita, en una lista, de pasada), porque no me cabe duda, tras leer tu libro, de que Flora Tristán merecía estar allí. No di con ella.
     Tú colocas a Flora Tristán en el árbol universal de las utopías, y me pregunto si no pertenece también a otro —olvidado, relegado, incomprendido: el árbol del reformismo social, vinculado a la vertiente pacífica y constructiva del anarquismo. Enmarcas su vida en las fantasías comunitarias de la época, en particular las de los sansimonianos, que se sentían ingenieros sociales, y las de los fourieristas, que diseñaban los “falansterios”, donde imperaba una supuesta equidad creativa en el trabajo, y una extraña arquitectura del gozo y la libertad sexuales. Flora Tristán, mujer terrenal al fin, desconfiaba de esas unidades separadas de la sociedad, típicas de aquellos soñadores; sabía de los exitosos y productivos experimentos de Robert Owen en Escocia, pero sus proyectos de vinculación social, y de protección mutua entre los dos universos oprimidos de la época —las mujeres y los obreros— me parecen distintos, más modestos, más prácticos. Y tú mismo, en un pasaje de la novela, afirmas lo siguiente: “estas ideas de Fourier —la de los falansterios— la escandalizaron tanto que, secretamente, le dio la razón al reformador Proudhon, un puritano que no hacía mucho, en 1842 —o sea dos años antes del momento en que tú rehaces el peregrinaje de Flora Tristán en París—, en su Advertencia a los propietarios, acusó a los falansterios de inmoralidad y pederastia.” Me pregunto entonces si, en esta convergencia con Proudhon, está quizá una clave de la ubicación de Flora Tristán en la historia de la ideas sociales. Flora Tristán era utópica, pienso, por su condición íntima y existencial de desarraigo; era utopista por el alcance de su sueño, por la dimensión de su epopeya; pero tal vez sus ideas y su obra no pertenezcan tanto a la utopía —te pregunto casi provocadoramente— como a la reforma social.

Mario Vargas Llosa: Es una pregunta magnífica. Voy a tratar de sintetizar lo más que mi tropicalismo natural me permita. La primera parte de tu pregunta: Sí, hay una gran injusticia con Flora Tristán. Nadie le ha reconocido su labor extraordinariamente pionera en el campo de las ideas sociales. Es increíble, por ejemplo, que en las historias del socialismo nadie diga que ella, varios años antes de Marx, antes de que apareciera el Manifiesto comunista el año 1848, tuviera la primera idea de una internacional como herramienta de profunda transformación social. Esa idea no nace con Marx y Engels en el Manifiesto, no: eso nace con Flora Tristán. Ella, en los meses que pasó en Londres documentándose para el libro que publicó sobre la Inglaterra victoriana, vio a los cartistas ingleses, los obreros que se organizaron y hacían marchas pacificas firmando manifiestos en favor de esa carta que reconocería los derechos obreros; y ese espectáculo le dio la idea de la internacional, es decir de una organización por encima de las fronteras, que abrazaría a trabajadores y mujeres de distintas culturas, de distintas lenguas, de distintas creencias, y que abarcaría toda Europa y todo el mundo, a fin de constituir un verdadero ejército civil que transformaría profundamente la sociedad. Ella consideraba que, al igual que los obreros, las mujeres eran una fuerza explotada, discriminada, y entonces las mujeres debían ser, junto con los obreros, los soldados de esa internacional que cambiaría el mundo, no mediante la violencia, sino pacíficamente. Que yo haya visto, nadie le reconoce a Flora Tristán esta iniciativa pionera. Marx no cita nunca a Flora Tristán, y Engels —que aprovechó de una manera muy evidente el libro de Flora Tristán sobre Londres en su estudio sobre las clases trabajadoras en Inglaterra (con datos estadísticos, descripciones de la vida en los talleres, del barrio de los irlandeses en Londres, por ejemplo, sin citarla nunca jamás)— también conoció la obra de Flora Tristán. ¿A qué se debe?, me he preguntado muchas veces: yo creo que pura y simplemente al machismo, que imperaba tanto en la izquierda como en la burguesía como en los partidos religiosos. El machismo era una cultura tan profundamente extendida que la sola idea de que una mujer hubiera podido contribuir de una manera creativa en la filosofía social, en la doctrina de la revolución, simplemente no pasaba por la mente de los grandes pensadores revolucionarios, y por eso la exclusión. Evidentemente no se trataba de una discriminación personalizada contra un personaje que figuraba tan poco en la historia. Todavía nadie reconoce la importancia que llegó a tener Flora Tristán: fue la primera persona en el mundo que hizo de la discriminación de la mujer el punto básico de una reforma social. Antes que ella, se había escrito sobre las injusticias, los abusos que se cometían sobre las mujeres, sí, pero nadie había decidido una acción política encaminada a corregir esa lacra de la sociedad antes de que ella lo hiciera.
     Ahora tu segunda pregunta: ¿No era ella más una reformista que una utópica? Una mujer que fue al encuentro con los obreros, que quiso reclutar directamente de los talleres, de las aldeas, de los centros de trabajo a los militantes de esta unión obrera internacional que quiso fundar, ¿por qué asociarla a un Fourier, por ejemplo —que tal vez no vio un obrero en su vida, que estuvo siempre aislado, fantaseando ese mundo perfecto que resultaría de la proliferación de los falansterios? La respuesta es que Flora Tristán fue las dos cosas. Flora Tristán fue una reformista, porque buena parte de su obra partía de una actitud profundamente pragmática; ella quería que las mujeres tuvieran los mismos derechos que los hombres: si la ley consideraba un crimen que la esposa abandonara al marido, pues que también lo fuera para el marido el abandonar a la esposa, lo que no ocurría en esa época. Era una mujer realista y reformista. Lo era también cuando combatía el trabajo infantil: le parecía horroroso que niños de ocho años, de nueve años, trabajaran quince horas al día, y por unos salarios absolutamente miserables, en talleres de los que ni siquiera salían —tenían que dormir ahí, al lado de las máquinas. En eso era pragmática: ella pedía que se pusieran límites, que hubiera cierta protección: que un obrero que sufría un accidente de trabajo no fuera abandonado a su suerte, es decir a la muerte, y que la sociedad, de alguna manera, diera algún tipo de seguro —aunque ella no usaba esa fórmula. Todo eso nos muestra a una mujer muy realista, muy sensata, y que cree en una transformación gradual de la sociedad.
     Ahora, junto con eso hay en Flora Tristán, al mismo tiempo, la utopista. Y es utopista al igual que Fourier, que Saint Simon, que Cabet, al igual que el propio Owen… Un caso muy interesante, porque Owen era muy pragmático: era un extraordinario organizador de empresas, pero a la vez era un soñador: pasaba de ese mundo que él organizó de una manera tan eficaz, con un criterio empresarial muy eficiente, a la construcción de un paradigma que escapaba totalmente de la realidad, del pragmatismo. Pues es lo que le ocurre a Flora Tristán, y eso está muy claro en el último libro que publicó, donde describe su paraíso particular. Su paraíso tiene aspectos muy pragmáticos, y tiene aspectos absolutamente delirantes: la idea de organizar la vida de una persona desde la cuna hasta la tumba, prácticamente sin dejarle la menor autonomía para una iniciativa que le permita organizar su vida de acuerdo a sus propios deseos, es una idea utópica, totalmente impracticable: es la idea que, cada vez que se ha tratado de materializar en alguna utopía encarnada, ha producido el Apocalipsis.
     No hay una receta para la felicidad universal, eso no existe, y Flora incurrió en una creencia, muy extendida en su tiempo, de que sí podía haber recetas para la felicidad universal. Creo que ése es el aspecto utópico de Flora Tristán, que es como la presencia de la época, la presencia de la cultura de su tiempo, en este sueño en el que hay mucho realismo, mucho pragmatismo, y también el delirio visionario de los grandes utopistas del XIX.

Pero déjame insistir, Mario, en esta idea del predominio de la reformadora sobre la utopista, porque creo precisamente que es en la identidad de la reformista social donde podemos encontrar quizá la respuesta de por qué, además del machismo al que tú te has referido, ha sido relegada Flora Tristán. Desde luego el recuento de las reformas que proponía es impresionante, es conmovedor, pensando que estamos en los años cuarenta del siglo XIX, unos años antes apenas del Manifiesto comunista del 48. La creación de un estatuto de derechos obreros, la protección a los menores de edad, y las mujeres, y los ancianos, los enfermos y los inválidos, la abolición de la pena de muerte, y haber incursionado en los bajos fondos de París y de Londres, y el haber escrito —prefigurando a George Orwell un siglo exactamente— una obra que quizá literariamente no se le compare, pero que tenía el mismo espíritu, pienso yo, de descubrimiento… Haber sido escritora sin haber tenido educación; y las denuncias, sus manifiestos… Esto es muy impresionante y da la idea, sobre todo, de una mujer que quería hacer cosas en la práctica. Bueno: si esto es así, pienso que, justamente, la diferencia entre los reformadores y lo que fue después el gran movimiento del marxismo explica muchas cosas: explica precisamente el modo en que el marxismo expropió todo el pensamiento anterior sin reconocerlo. Y aquí viene este pequeño intercambio entre Marx y Proudhon. Proudhon es reformista —creo que Flora se le parecía mucho—, y Marx escribió sobre él: “es un pequeñoburgués, un socialista conservador parecido a todos los economistas, filántropos, humanistas, mejoradores de la condición de la clase obrera, organizadores de la caridad, fanáticos de la temperancia, miembros de la sociedad para la prevención de la crueldad contra los animales, los reformadores de toda laya.” Esto lo escribió Marx con completo desprecio por Proudhon. En cambio Proudhon le había escrito: “colaboremos en descubrir las leyes de la sociedad, pero, por amor de Dios, luego de haber demolido todos los dogmatismos, no vayamos a imponer una nueva doctrina sobre el pueblo, no nos erijamos en líderes de una nueva intolerancia.” Ese contrapunto es muy importante, y creo que algo de eso sugieres también en el precioso episodio entre Flora y Marx que cuentas en la novela, en donde Flora se le acerca, están en una imprenta, y Marx está enojadísimo porque el editor le da prioridad a la publicación de La Unión Obrera de Flora Tristán sobre la revista de Marx, y entonces él grita que “¡cómo es posible que le den prioridad a los alardes literarios de esta dama!”, y ella lo llama gallo capón, y también puerco espín… ¿Eso lo inventaste?

Bueno, yo me inventé el encuentro, pero…

¿Inventaste el encuentro? ¡No me digas, qué barbaridad, que dolor histórico!

No, no, no… Pero hay unos datos que indican que ese encuentro, si no ocurrió, hubiera podido ocurrir… La realidad es que Marx vivía en París en esa época, como exiliado, y sacaba una revista que se llamaba Los Cuadernos Francoalemanes, y esa revista se editaba en esta pequeña imprenta del barrio latino donde se editó la Unión Obrera de Flora Tristán. De tal manera que no es imposible que hayan coincidido corrigiendo pruebas. Y si coincidieron, no es nada imposible, dado el mal carácter, el carácter feroz que tenían Marx y Flora Tristán, que el encuentro echara chispas. De modo que alguna base de realidad tiene esa ficción…

La experiencia con la libertad de la mujer en el Perú parece haber sido, según tú lo sugieres y lo recreas, lo que la convenció, lo que convirtió a Flora Tristán en una precursora del feminismo por derecho propio. ¿Es así?
     Creo que es así. Puede haber un margen de subjetividad en esta idea. Pero ella va al Perú a los treinta años como una joven que quiere conseguir una legitimidad y obtener una herencia. Si así hubiera ocurrido, si la familia Tristán en Arequipa la hubiera reconocido como hija legítima de su padre y ella hubiera tenido acceso a la herencia, Flora Tristán hubiera sido una burguesita, hubiera regresado a París con dinero y probablemente hubiera sido una burguesita, como su familia peruana. Era una rebelde, por supuesto, pero no era una revolucionaria; sin embargo, cuando ella sale del Perú es una revolucionaria: sale decidida a trabajar por la redención de la humanidad, que era una frase que ella misma utilizaba. ¿Por qué?, ¿qué ocurre en el Perú que la transforma de esta manera? Claro: la decepción, la familia no le reconoce la legitimidad, no le da la herencia a la que ella aspiraba: es una razón. Pero otra razón es la impresión que le causan las mujeres peruanas. Curiosamente, una francesa, que venía del país que se suponía estaba en la vanguardia de la civilización, el más avanzado institucionalmente, encontró en el Perú a mujeres que tenían una autonomía, que gozaban de una capacidad de iniciativa y que funcionaban en sociedad de una manera más libre, más audaz y diríamos más eficaz que en la propia Francia, por lo menos en la Francia en que ella se movía.
     En Peregrinaciones de una paria, las páginas más conmovedoras son las que dedica a las soldaderas o “rabonas”, a las que ella vio operando en una guerra civil que le tocó presenciar prácticamente desde la azotea de la casa de los Tristán. Allí describe a estas mujeres humildes, a estas indias que acompañan a los ejércitos, y que además son las que proporcionan la logística, porque son ellas las que cocinan, las que curan a los soldados heridos, las que dan placer a los soldados cuando lo requieren, y que en última instancia los reemplazan en las trincheras muchas veces, cogiendo sus fusiles cuando son eliminados; son ellas, además, las que los oficiales envían por delante a los pueblos, para que saqueen las casas y consigan las provisiones con que alimentar al ejército… Bueno, a Flora Tristán estas mujeres la impresionan extraordinariamente, y ella dice allí: “¡Pero sí son ellas las que hacen funcionar a los ejércitos, si son estas mujeres las que hacen posible que estos ejércitos sobrevivan y ganen las batallas!” Después ella ve en Lima a las señoras de sociedad, con las que se vincula, y las mira actuando con una libertad que en Francia ella no había visto jamás. Es verdad: andan medio cubiertas, por eso se les llama “las tapadas”; pero esas mujeres montan a caballo, juegan a las cartas, tienen una autonomía, respecto a sus hogares, a sus propios maridos, que ella no había visto nunca antes. Y además conoce al personaje de la Mariscala, a la mujer del mariscal Agustín Gamarra, una mujer extraordinaria, que combatía con su marido las batallas a caballo, vestida de soldado; que, además, en los cargos políticos que tuvo el mariscal Gamarra —primero como prefecto del Cuzco y luego como presidente de la República—, fue la verdadera cabeza, porque ella era inteligente y el mariscal Gamarra no lo era; porque ella tenía un instinto político extraordinario y además un coraje de los que el mariscal Gamarra carecía. Ella la llegó a conocer personalmente, y además conoció la leyenda de la Mariscala. Y este hecho, que además está registrado en Peregrinaciones de una paria, a ella le dio unas ideas: por lo pronto, la idea de que algo así era posible, que una mujer podía hacer todas esas cosas, que una mujer podía ser un personaje autónomo y creativo en el campo de batalla, en la vida política y en la vida a secas. Creo que esa experiencia es decisiva, que transforma a Flora Tristán, y hace nacer en ella la idea de convertirse en una activista, en una agitadora, es decir en una revolucionaria. En las memorias, dice: “Tuve la tentación de convertirme en una Mariscala, de seducir a un hombre como la Mariscala sedujo al mariscal Gamarra, y ser, detrás de ese hombre, quien tendría poder y lograría, desde el poder, hacer las transformaciones sociales.” Pero luego elimina la idea del hombre, y se pone ella sola como protagonista de esta aventura, que es la que va a vivir a partir de su regreso del Perú. Así que creo, sin exageración —y desde luego sin patriotismo—, que se puede decir que la experiencia peruana fue enormemente positiva para la Flora Tristán que ahora recordamos y admiramos.

Mario: tú eres un liberal, tú crees en el papel central, fundamental del individuo en la historia, en la libertad, en la voluntad individual, en la iniciativa individual, y has dejado de creer —hasta qué grado, me pregunto— en los colectivismos. Te has vuelto un crítico, desde hace ya mucho tiempo, de las utopías colectivas; pero no sé si sólo de las utopías colectivas o también incluso de ciertos esfuerzos colectivistas, que no son revolucionarios, que pudieran ser reformistas. Me gustaría saber en qué sentido eso atraviesa, de alguna forma, tu novela. El que Flora Tristán haya sido una utopista, y una reformadora social, ambas cosas; el que haya creído en los colectivismos, en la posibilidad de que la clase obrera unida, y la clase femenina unida —ahí tenía razón—, mejoraran su condición, en qué sentido eso te interesó, te estorbó, cambió tus opiniones.

Bueno, yo creo que la civilización es la marcha lenta a lo largo de la historia para que el individuo se emancipe de esa placenta materna que es la comunidad, la sociedad, el colectivo. Inevitablemente, en los comienzos de la historia, en una sociedad primitiva, el individuo prácticamente no existe, el individuo es nada más y nada menos que un epifenómeno de la tribu: no podría existir sin esa tribu; esa tribu es la que lo protege, es la que le da una mínima seguridad, y la que le permite defenderse contra todas las inclemencias y las adversidades que lo rodean por todas partes. A medida que la historia va avanzando y la civilización va surgiendo, va creándose en torno al individuo un espacio en el que puede tomar cada vez más iniciativas, y empezar a ser él, diferenciándose de los otros: escogiendo, optando por ciertas conductas que responden íntimamente a su ser, y que no son siempre idénticas ni compartidas con el resto de la comunidad. Esto es para mí la civilización. La civilización que va reconociendo dentro de la sociedad al individuo: esa autonomía, los derechos humanos, todos los grandes avances que ha traído la civilización, son paralelos al desarrollo de esa libertad individual. Y al mismo tiempo, la civilización, a medida que avanza, nunca ha podido abandonar lo que Popper llama el “espíritu de la tribu”, la nostalgia de la tribu. Esa nostalgia de la tribu, ¿en que está? Está en todas las doctrinas: religiosas, políticas, que consideran que la pertenencia a una comunidad es el supremo valor y que, por lo tanto, un individuo se define fundamentalmente por su pertenencia a esa comunidad. Esa comunidad puede ser la nación, y ésos son los colectivismos nacionalistas —fuente, cada vez más, en nuestra época, de violencia, de intolerancia y fanatismo: el ser vasco, el ser alemán, no es una casualidad, no: es un valor: si yo soy alemán, yo pertenezco a un pueblo superior; si yo soy vasco, yo pertenezco a un pueblo superior; y eso determina ciertas obligaciones a las que yo no puedo escapar sin ser un traidor, es decir sin renunciar a mi existencia, sin renunciar a mi propio ser. Ésa es una esclavitud que nos acompaña y nos persigue a lo largo de la historia, y una y otra vez caemos en esa tribu, a veces en nombre de razones religiosas —yo pertenezco a la verdadera fe, a la única fe, a la única verdad, y eso hace de mí un ser superior a quienes viven en el error, a quienes adoran a dioses falsos, a quienes practican ritos bárbaros, seres que carecen de esa misma valencia que tiene mi propio ser, porque yo soy católico, porque yo soy musulmán, porque yo soy budista, etcétera, etcétera. Bueno: para mí los colectivismos representan la tribu, la barbarie, aquello de lo que la civilización nos ha ido sacando poco a poco. Los colectivismos se manifiestan de las maneras más diversas; en las utopías están siempre presentes: la clase obrera, en boca de Marx, y en boca de los marxistas, es un valor supremo: ser obrero define a un individuo, como si entre un obrero y otro obrero no hubiera diferencias absolutamente fundamentales, aparte del denominador común de ser obrero y ganarse la vida con una determinada actividad. Entonces, creo que ser liberal es fundamentalmente reconocer que el individuo no es, no debe ser una mera pieza, un mero epifenómeno de una colectividad. En el pasado, los individuos en muchos casos no tenían alternativa: tenían que ser, para poder sobrevivir, esos apéndices de un ser colectivo. Una de las grandes cosas de nuestra época —en la que hay muchas cosas malas, muchas que criticar, pero hay una extraordinaria, hay una que la humanidad en el pasado nunca tuvo— es la posibilidad de elegir lo que uno quiere ser, en todos los campos, sin esos condicionamientos fatídicos del pasado, los de la religión, los de la raza, los de la nación. Hoy día el mundo se ha ido abriendo, las fronteras se han ido eclipsando, y entonces eso va creando unas oportunidades para que cada uno elija su propia identidad, la única identidad respetable: aquella que resulta de elecciones a partir de una soberanía individual. Desde luego no se puede llegar, en lo absoluto, a lo absoluto en este campo tampoco: eso también es una utopía. Pero mientras más se avance, mientras un hombre y una mujer puedan elegir con mayor libertad aquello que quieren ser, en el campo político, en el campo religioso, en el campo de la nacionalidad, en el campo del sexo —elegir su propia vida—, más civilizada, más humana será la sociedad. Eso es lo que está para mí detrás del combate contra los colectivismos. Creo que los colectivismos son una impostura, que reducen injusta e inhumanamente la libertad individual, y nos ponen en una identidad colectiva como si fuera un campo de concentración. Eso en el pasado pudo ser fatídico —sumirse en el colectivismo; en esta época no lo es: en esta época es fundamentalmente una elección, y desde mi punto de vista una elección totalmente equivocada, porque nos catapulta otra vez hacia la tribu.

Bueno: sólo quiero agregar que, si la palabra utopía quiere decir “no hay tal lugar”, gracias a la espléndida novela que comentamos —una más de esa procesión, de esa generosa literatura que es Vargas Llosa—, y gracias a él, Flora Tristán, que en su vida no tuvo un lugar —en la sociedad, en el orden de la Iglesia, en el de su país, en su país adoptivo—, ha encontrado por fin un lugar en el mundo. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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