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Qué sencillo es aporrear el teclado y escribir: Gabriel Zaid es un escritor conservador. Qué sencillo acentuar: es conservador. Basta deslizar el dato de que es católico, y practicante, para despertar en la imaginación de los lectores jacobinos torvas imágenes de incienso y penumbras. Basta aludir, con alguna mueca de desaprobación, a su conocida invisibilidad pública, a su resistencia a ser fotografiado y entrevistado, para que algunos ya imaginen a un asceta horrorizado ante el mundo contemporáneo. Si a eso se suma que Zaid es enemigo del gigantismo burocrático, de las credenciales universitarias y del fetiche del progreso, la caricatura termina de delinearse: caray, ese hombre es, debe de ser, un tradicionalista.
Pero ¿es Zaid un escritor conservador? Desde luego que no, como tampoco es, digamos, el más radical de los modernos. Hay que resignarnos de una vez a su complejidad: Zaid es lo que es –un temperamento original, inclasificable, nutrido al mismo tiempo por principios conservadores y liberales, cristianos e ilustrados, prácticos y románticos. De hecho, hay que aplaudir esa complejidad –a ella se debe que su obra, en vez de recaudar premios y coleccionar fanáticos, tenga lectores y fomente discusiones. Porque al fin y al cabo: ¿para qué adorar una obra que apostó a la transparencia, y no al misterio, con el propósito de ser leída y debatida? Además: ¿cómo venerar a un autor que simultáneamente nos deslumbra y nos decepciona?
Porque Zaid deslumbra y decepciona. A ver. Es católico, para desesperación de los racionalistas, y anticlerical, para enojo de los reaccionarios. Puede, en un bello libro, rescatar la obra poética de un sacerdote michoacano y reconocer, en un artículo, que “los católicos, antes dueños del discurso dominante […] tienen que ganarse el derecho de admisión en el mundo moderno”. Es capaz de combatir, para alegría de los liberales, las burocracias estatales, sindicales y académicas y de desarmar, para molestia de los mismos liberales, el mito del progreso y otras supersticiones económicas. Algo semejante, o todavía más extraño, sucede cuando estudia la poesía: un instante antes de comulgar con el credo romántico, vuelve a ser lo que también es –un ingeniero obsesionado con ciertos asuntos prácticos. Es decir: le seduce el milagro de un verso y a la vez la vida material del libro. Para ponerlo sobre ruedas: el hombre que celebra la placidez de los paseos en bicicleta es el mismo que escribe en “Ipanema”:
El mar insiste en su fragor de automóviles.
El sol se rompe entre los automóviles.
La brisa corre como un automóvil.
Y de pronto, del mar, gloriosamente,
chorreando espumas, risas, desnudeces,
sale un automóvil.
2
Qué sencillo es anotar: Gabriel Zaid es, con José Emilio Pacheco, el gran corrector de estilo de nuestras letras. Qué sencillo ejemplificar: cada nueva edición de sus libros supone, hasta cierto punto, una reescritura –salen y entran textos, cambian párrafos, se retocan frases. Hay que decir, también, que de un tiempo para acá cada nuevo libro de Zaid se ocupa, entre otras cosas, de corregir libros anteriores. Por ejemplo: su obra más reciente, El secreto de la fama, continúa, afina, matiza, rectifica, tonifica ideas ya trabajadas en Los demasiados libros, en De los libros al poder y, sobre todo, en esa extraordinaria colección de ensayos que es La poesía en la práctica. Esta vez se reúnen dieciocho textos, casi todos publicados en las planas de esta revista y todos astutamente dispuestos para profundizar, cada uno a su manera, la crítica zaidiana de los intelectuales, la academia y el mundo editorial. El asunto es, claro, la fama, en particular dentro del ámbito literario. Los temas: entre otros, el concepto de obras completas, la literatura del yo y, memorablemente, las citas y notas a pie de página.
Suele ocurrir que las críticas a la civilización del espectáculo y a la celebridad literaria no son críticas sino, ay, anatemas. A unos, supuestamente ascetas, les ofende el contacto de la literatura con la cultura popular; a otros, fallidamente aristócratas, la ampliación del campo de batalla literario. Al fin y al cabo reaccionarios, unos y otros aspiran a devolver la literatura a un ambiente pequeño, acotado –regulado. Felizmente no es el caso de Zaid. Sencillamente no podía serlo. ¿Cómo podría Zaid desaprobar los vínculos entre la literatura y el mundo cuando él mismo ha hecho de su obra una imaginativa mezcla de poesía e ingeniería, de creación y práctica? ¿Cómo podría censurar, asustadizamente, la celebridad literaria cuando ya en La poesía en la práctica reconocía que la fama “es una necesidad interna de la obra, […] su cabal cumplimiento como lugar de reunión”? Por lo mismo –hay que decirlo de una vez– en El secreto de la fama no hay condena sino análisis y crítica. Mejor: una crítica que, de no ser por el desdén de Zaid a la idea del progreso, se podría calificar como progresista –de avanzada.
Aquí es adonde había que llegar: en vez de discutir los vínculos de Zaid con cierto conservadurismo estético, quizá sería más provechoso explorar su curiosa, y quién sabe qué tan voluntaria, afinidad con una idea emblemática de las vanguardias. Nadie, es verdad, está más lejos de la retórica violenta y panfletaria de los radicales que él, diáfano y mesurado. Pocos, sin embargo, parecen haber soñado tantas veces, y con tanta consistencia, el gran sueño vanguardista: abolir la distancia entre la literatura y el mundo, dejar que la vida oxigene las letras y que las letras sacudan la vida. Al revés de esos autores que no le conceden ninguna función social a la literatura, Zaid está convencido de que la literatura debe volver más habitable el mundo –de que la poesía debe encarnar y volverse acto. ¿Cómo? Si se atiende su obra, no por medio de las estrategias maximalistas de las vanguardias, obsesionadas con la idea de la revolución, sino con sentido práctico: combatiendo en cada texto adversarios reales, supersticiones concretas. ¿Cuándo? Aquí y ahora, mientras se lee y se escribe, y no hasta que arribe el tiempo feliz que los radicales anuncian. ¿El problema?
Entre otros, la cultura de la fama.
Que quita filo a los libros y los vuelve romas mercancías.
Que celebra a los autores, de un modo u otro anodinos, y desactiva las obras.
Que interpone entre los libros y los lectores el estorbo de la publicidad.
Que distancia, aún más, al mundo de la literatura.
Es decir: que hace del mundo menos mundo. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).