Vicente Leñero: La vida y las ficciones

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Escribió P.G. Wodehouse: “El éxito de un escritor viene tan gradualmente que es un shock para él.” Ese es el caso de Vicente Leñero que –en mi humilde opinión– es, junto con Ricardo Garibay, un autor potente en muchos géneros. En Leñero se juntan el dramaturgo, el guionista de cine, el novelista, el cuentista, el historiador, el testigo. De sus obras de no ficción se destacan, entre muchas, Los periodistas (1978), que trata de los enredos que llevaron a un presidente a complotar con un grupo de cooperativistas del diario Excelsior para destituir a la dirección electa de Julio Scherer. Es un texto escrito al calor de los acontecimientos, a la velocidad de los sucesos, como se hace cualquier crónica novelada. Leñero no sólo va urdiendo la trama de la infamia, sino que la comenta porque fue testigo de ella. Y es un excelente retratista de esos personajes que, muy poco después, fundaron la revista Proceso. Es una obra que busca dejar constancia de los hechos que el presidente en turno quería hacer pasar por un pleito entre cooperativistas por la mala administración de unos terrenos en Taxqueña. Y no era así: se estaba jugando el futuro de la libertad de expresión en México. Leñero ahí está, digamos, del lado de la vida.

La otra novela de ese mismo lado es, por supuesto, Los albañiles (1963), sobre la existencia de un velador de una construcción en la ciudad de México, que recoge la experiencia de Leñero como ingeniero. Esa novela es la que lo lleva a recibir el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral que el propio Leñero desdeñó un poco cuando contó que sólo era porque la editorial necesitaba que lo ganara un mexicano. Pero es un texto de una enorme calidad formal y estilística. Como lo es Asesinato, que cuenta con detalle maileriano el brutal homicidio, el 6 de octubre de 1978, del ex gobernador de Nayarit Gilberto Flores Muñoz y de su esposa, María Asunción Izquierdo, a manos de su propio nieto, un simpático estudiante de derecho. Obra que anunció toda una veta que experimentamos a diario, de Arturo Durazo a la novísima “guerra contra el narco”: el matrimonio de la política y la criminalidad. Usando los recursos de la no ficción creada por Truman Capote y refinada por Norman Mailer, Leñero demostró que lo único que podemos hacer los escritores con lo terrible es narrarlo de una forma que lo haga manejable.

Polémico, Vicente Leñero ha sabido atraer la atención hacia ciertos temas del mundo de la fe y sus instituciones. Lo hizo con su obra de teatro El martirio de Morelos, condenada por la iglesia católica. Y lo volvió a hacer con su adaptación cinematográfica de El crimen del padre Amaro, que –ya saben ustedes– terminó por ser la película más taquillera del nuevo cine mexicano gracias a la publicidad gratis de la derecha que sigue resentida con Eça de Queiroz, quien ya no se enteró de la controversia mexica porque murió en 1900. Pero eso no lo sabe todavía la curia pederasta.

Pero esto no es un recuento de la obra del autor sino una llamada de atención, ahora que Leñero recibió el premio Salvador Toscano como guionista. Son dos novelas las que me parecen modelos de pensar la literatura. La primera es El garabato (1967). Todavía recuerdo la sensación con la que la leí por primera vez: ¿Eso se puede hacer? ¿Se puede escribir en círculos? ¿Cómo logró, sin que me diera cuenta, una novela sobre un escritor que inventa a un novelista que lee la novela de un autor inventado? Creo que en El garabato Leñero escribió la novela que hubiera querido hacer Borges. Es una novela enteramente del lado de la ficción, que reconoce la autonomía de la novela, el pacto que se le plantea a todo lector: si me crees las primeras líneas, has accedido a entrar a mi juego. En alguna entrevista Leñero se ha quejado de que sus primeros años fueron muy formalistas, a la manera del nouveau roman. Que se preocupaba mucho por la estructura y menos por la historia. Yo creo que en El garabato las dos preocupaciones están en equilibrio. Y es que, con frecuencia, los autores somos los peores jueces de nuestros textos. No necesitamos al crítico pero sí al lector. En El garabato cohabitan el escritor puramente literario –si aceptamos, como era moda en los años sesenta, que tal esfera es autónoma de los otros tipos de textos– y la habilidad del escritor de no ficción para contar con ritmo y misterio. Es un laberinto borgesiano dentro del cual habita El túnel de Sábato. En Estudio Q (1965) sucede la misma búsqueda en el terreno de la ficción: un personaje trata de salir del libreto de una serie de televisión. Prodigio de filigrana humorística, el texto de Leñero no sólo parodia a la tele sino a la novela misma, con sus reiteraciones absurdas, sus litigios argumentales. Pero, al mismo tiempo, Estudio Q celebra con una novela la burla del fin de la novela, en un país donde esa palabra se asocia no a Juan Rulfo sino a Verónica Castro.

Al recibir el premio como guionista clave del cine mexicano, en la tradición de José Revueltas y Mauricio Magdaleno, Leñero, del brazo de Julio Scherer, dijo: “Soy sólo un adaptador de historias.” Un escritor que se toma el trabajo del guionista en serio, pero como un género menor. Leí su modesta declaración a la prensa y no pude evitar recordar un pasillo de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara hace acaso tres años en que hablamos de la historia del corazón extraído del cuerpo de José de León Toral, asesino del presidente Álvaro Obregón en busca de una reelección, del que Vicente Leñero hizo un texto sorprendente. A un lado estaba Sanjuana Martínez, la reportera que más ha escrito sobre la pederastia de los curas católicos. Al otro, una señora que tenía abierta la nueva edición de El garabato y Estudio Q en un solo volumen, lista para un autógrafo. Y pensé que eso era Leñero: la vida dura, terrible, a veces disfrutable en sus quiebres, y la ficción imaginativa, la creación porque sí. La fe en la verdad y la mentira que no tiene necesidad de justificarse. Dos círculos que se han juntado en Vicente Leñero a sus 75 años de existencia –ahora que están de moda los homenajes– y que, sin duda alguna, ayudaron a la narrativa a convertirse, con el resto de la cultura, en saltos, combinaciones, negaciones de los géneros; en otra cosa que, sin duda, perdurará. ~

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