Una corrección de Octavio Paz

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He buscado en mi archivo documentos que recuerden a Octavio Paz en la cotidianeidad de Vuelta. Encontré uno que me parece representativo. Se trata del original de un artículo mío sobre la proclividad de la prensa mexicana hacia los dictadores: Hitler y Stalin en los años treinta, Saddam Hussein en los noventa. A Paz le interesó el texto al grado de aplicarse a corregirlo. No era inusual que lo hiciera. Para él, que había publicado revistas literarias desde 1931, dirigir era una actividad múltiple: leer originales, enmendarlos, editarlos; sugerir ideas, autores, temas; recortar artículos y colaboraciones; mantener una relación viva con corresponsales, escritores y revistas del país y el extranjero; planear detalladamente los índices cuidando sus equilibrios estéticos e intelectuales. Varias veces a la semana si estaba en México, y con frecuencia en caso de viajar, nos enviaba a mí o a Aurelio Asiain cartas detalladas con instrucciones, sondeos, opiniones, todas listadas numéricamente y escritas en una letra que hubiese desesperado al más paciente paleógrafo.
     El contexto de mi ensayo era la guerra del Golfo. Está fechado el 26 de febrero de 1991. Las tesis que ocuparon su atención eran varias: yo trazaba un paralelo entre Hussein y Hitler; encomiaba la “inmensa dignidad y sabiduría” de la política exterior cardenista comparada con el fanatismo de la prensa polarizada; reconocía a Narciso Bassols como uno de los “hombres más lúcidos y honestos del país y un gestor valiente y efectivo de la causa republicana en la Guerra Civil Española”; recordaba la condena mexicana a la “atroz” invasión japonesa a China; apuntaba la excepcional posición de Cosío Villegas navegando entre fascismo y comunismo como entre Escila y Caribdis. Para no cargar ideológicamente mi ensayo, no olvidé resaltar las “barbaridades”, “horrores” y “atrocidades” cometidos por los yanquis desde México en 1847 hasta Irak en 1991: señalé que “el capitalismo norteamericano venía chorreando —como decía Marx— sangre y lodo” y recordé las “páginas infinitamente repugnantes” de esa historia imperial, desde el exterminio de los indios hasta Hiroshima.
     Releo ahora las correcciones de Octavio y pienso que en todos los casos tuvo razón. “No me convence enteramente el paralelo entre Hussein y Hitler —apuntó— porque la desproporción entre la fuerza de éste y la de E.U. no existía en el caso de Alemania y las democracias” (sin embargo, admitía que ambos eran dictadores y ambos amenazaban a sus regiones). Más que “sabia”, aquella política exterior le parecía “cuerda”. Sobre Bassols se explayó: “no fue lúcido: fue obcecado y fanático. Inteligencia de teólogo y abogado —de inquisidor. Fue honesto porque no robó pero intelectualmente no fue honesto. Fue enemigo y persecutor de los anarquistas y del POUM. Cómplice y solapador del régimen de Stalin”. “Atroz” —escribió enseguida— es un “adjetivo fácil, no es crítica política sino retórica… basta con decir invasión”. En la enumeración de los intelectuales que evitaron los extremos, Paz me reclamaba la exclusión de Cuesta y encomiaba, una vez más, a Cosío Villegas: “solitario como siempre, Cosío Villegas ponía su grano de arena práctico: publicaba en el Fondo libros de autores sólidos y temas actuales, informativos, reveladores…”. Sobre el tema de los Estados Unidos hizo varios afinamientos. Era obvio que mi búsqueda de equilibrios ideológicos le parecía inauténtica porque se apartaba de la verdad histórica. Yanquis, “¡qué palabreja!”, ¿barbaridades? ¿atrocidades? ¿horrores?, “más bien injusticias, abusos, pecados, errores y crímenes, pero no horrores”. ¿Infinitas, repugnantes?, “la comparación es impropia: usted habla de historia moderna de 1930 en adelante y saca a relucir la quijada del burro de Caín, la destrucción de Alejandría”.
     Aquella fue una clase de corrección intelectual, histórica, literaria y, a fin de cuentas, moral. Paz había sido partícipe del fervor ideológico marxista en los años treinta. A pesar de haber deslindado su posición, con el tiempo lo asaltó un agudísimo sentimiento de culpa —presente en varios poemas— con respecto a esa filiación. Se sentía, acaso con excesiva severidad, un cómplice simbólico de la sangre y el lodo del socialismo real en el siglo XX. Por eso quiso dejar testimonio del triste papel de los inquisidores intelectuales, y por eso le importaba hacer distinciones precisas entre imperialismo, fascismo, nazismo y comunismo. Homologarlos era recaer en la mistificación.
     “Los diarios y revistas —apuntó al final del texto— que insistan en ese camino (el de la prensa doctrinaria de los treinta) se leerán probablemente, dentro de 50 años, como ahora leemos aquellos engendros de los treinta: ríos de tinta al servicio no de la sociedad sino de la pasión ideológica, es decir, de la mentira”. Paz no escribía para complacer al público “progresista” o para cubrir flancos de izquierda o derecha. Era un enemigo irreductible de esa hipocresía autoindulgente que llamamos political correctness. Creía, más bien, en la palabra correcta: limpia, directa, clara. Creía en la palabra al servicio de la sociedad, es decir, de la verdad. –

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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