Yo quisiera una antología de poetas digo bien: de poetas y no de poemas en la cual cada uno estuviera representado por una pieza que, no siendo necesariamente autobiográfica, lo retrataría tel qu’en lui-même. Allí estaría Xavier Villaurrutia con uno de sus poemas mayores, “Nocturna rosa”, en cuyo comienzo hay una rosa ya muy suya aunque él inexplicablemente la niegue:
Yo también hablo de la rosa.
Pero mi rosa no es la rosa fría
ni la de piel de niño,
ni la rosa que gira
tan lentamente que su movimiento
es una misteriosa forma de la quietud,
para, luego, al final, proponer la imagen inquietante que habría elegido como la flor primera, última y xaveriana:
Es la rosa que abre los párpados,
la rosa vigilante, desvelada,
la rosa del insomnio desojada.Es la rosa del humo,
la rosa de ceniza,
la negra rosa de carbón diamante
que silenciosa horada las tinieblas
y no ocupa lugar en el espacio.1
Esa rosa saxífraga, que horada tinieblas como piedras, me presentó a Villaurrutia. Recuerdo la tarde de los años cincuenta y la informal charla en el café universitario en que Jorge Portilla, para ilustrarnos a Salvador Elizondo y a mí el dictum famoso de Henri Bergson: “El tiempo es invención o no es nada”, recitó las seis líneas del incipit de “Nocturna rosa”, haciendo aparecer ante nosotros una flor de la mente, intemporal, inespacial. Desde entonces ningún otro poema me permite imaginar más nítidamente al poeta Villaurrutia que esa flor a la que hoy llamaríamos virtual, y ninguna otra rosa de otro poeta me habrá parecido más hermana de la del anticipado epitafio de Rainer Maria Rilke (del que Eduardo Lizalde ha hecho una versión en español que ya es poema también suyo):
Rosa, oh pura contradicción, deleite
de no ser sueño de nadie
bajo tantos párpados.
Veo a Villaurrutia, siempre bien peinado y discretamente elegante, sentado en la medianoche ante una alta ventana abierta al vasto espacio lunar de la Plaza Mayor de la ciudad de México, el “Zócalo”: un lugar nocturno y desolado, el corazón capitalino del espanto. Allí no se me pregunte por qué digo allí: no soy yo, es mi imaginación la que dirige la puesta en escena, y tal vez he recordado que zócalo significa pedestal: base de estatua, allí está Xavier quieto, elegante, mudo, intoxicado de noche y de silencio, estatuario casi. Se le ve lúcido y alucinado, observando obsesivamente la luna de gran rostro fantasmal como una blanca rosa inmensa, de pétalos erizados y filosos, que tan despaciosamente da vuelta en torno a su tallo: un eje en el ojo, una joya vegetal que se diría presa en un bloque de cristal de roca, acaso de obsidiana. Entonces el poeta insomne y a la vez soñador, el dandi discreto, ajustándose con gesto preciso el nudo de la bien entonada corbata, concluye en silencio el poema y acaba de nocturnizar a la Rosa.
Villaurrutia, ya se sabe, es un poeta nocturno, desvelado, hipnotizado, que en el poema adopta su máscara más cara, su personaje, ese Otro Xavier situado en el centro de un vasto espacio silencioso, una capital de la ausencia y el terror en la que parecerían querer levantarse por sí solas las ciudades fantasmagóricas y las efigies de Giorgio de Chirico, pintor entre sus preferidos. A final de cuentas esos escenarios en los que el desvelo y la alucinación crean deshabitadas plazas del espíritu ya estaban prefigurados en otro poeta, por ejemplo, en Jules Supervielle:
Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,
saisir l’ombre et le mur et le bout de la rue,
y Villaurrutia, conservando la noche, la calle, la estatua, y añadiendo la escalera y el grito, parafrasea ese poema y aun como advierte Octavio Paz lo supera:
Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la
esquina.
Pero aún hay otros sueños comunicantes. Se diría que esos dos versos de Villaurrutia intuyen efectivamente uno de los sonámbulos paisajes urbanos de Chirico, y que hay un eco de “El sueño de los guantes negros”, el poema inacabado de Ramón López Velarde en el que también hay ciudad, noche y guantes, todo en una suma onírica:
Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos.
¿Villaurrutia en cierto modo continuaba al López Velarde nocturno? De todos los poetas colectados bajo el membrete de los Contemporáneos él me parece el más lopezvelardiano y nocturno, pero el escenario de su poesía es más siglo xx y a la vez más intemporal, y su noche es más modernamente citadina, aunque toda ella agrandada en una expectante, crispada soledad. También quizá sea el poeta menos riente de su “grupo sin grupo”. Se podría decir que nunca ríe, que infrecuentemente sonríe. Entre sus amigos poetas es el más interior, el menos espectacular, el más insomne, el más solitario. Solitario a tal punto que resulta inexplicable su pasión dramatúrgica, pues el teatro es fundamentalmente espectáculo y diálogo, actuación ante un público, ante otros, y él no habla para los otros sino acaso para un personaje interior casi siempre inquietante que sería Otro Xavier con la misma importada y costosa corbata:
Y, me pregunto ahora,
si nadie entró en la pieza contigua,
¿quién cerró cautelosamente la puerta?
Poeta y ensayista inteligente, sensible crítico sobre la literatura y el arte, fallido narrador (él mismo señalaba lo poco novelística que era su Dama de corazones), Villaurrutia derrochó mucho tiempo y demasiadas páginas en el teatro (478 sobre 1085 en las Obras). Esa extensa vocación resulta una equivocación en un hombre que no parece haber sido teatral él mismo, aun si (Octavio Paz dixit) “se le veía oírse” y “no era lo que se llama una persona natural”. Neurótico civilizado, quizá necesitado de obtenerse la catarsis travistiéndose en una pluralidad de personajes (que en realidad solían ser una multiplicación del mismo personaje), trabajó mucho el teatro, se desvivió por él como traductor, dramaturgo, director de escena, crítico y aun, alguna vez, como actor (por ejemplo, tuvo un papel en el Orfeo de su admirado Cocteau), pero sus obras teatrales son hoy olvidables con su letárgico dialogar discursivo, con algunos dispersos hallazgos líricos, con sus caducos problemas psicológicos y morales, sus afanes de decencia y de legitimidad social ya archivados en el polvo por el teatro del siglo xix. Son bien peinados dramas o comedias de salón en cuyas indicaciones escenográficas el autor siempre solicita decorados “de buen gusto”. Hoy, esa dramaturgia correcta y yerta quizá adormece tanto a los actores como a los espectadores.
Pero donde Villaurrutia se estaba jugando de veras entero era en la poesía, y casi en un solo libro, su gran poemario: Nostalgia de la muerte.
Villaurrutia era de la pequeña pléyade poética de Los Contemporáneos, ese archipiélago de soledades. Simplificando mucho y arrimándome al lugar común cultural, puedo ver en Pellicer al poeta constructor de vastos Nacimientos, festejador del mundo y de Dios; en Gorostiza al poeta diplomático, de mirada leal a la inteligencia; en Cuesta al poeta retenido por su propia lucidez y que se delega en sus amigos, al crítico cultural que se arriesga hacia la política; en Novo al poeta moderno, el dandi enfant terrible y el cronista de excelente prosa puesta a los pies del poder social y político que lo halaga y asimila. En Villaurrutia sobre todo veo al amante secreto y la víctima de su soledad, al caballero citadino de la clase media o la pequeñoburguesía, hijo de familia “bien” pero nacido poeta e interrogador de la Noche deseosa (Todo lo que la noche/ dibuja con la mano/ de sombra), del Silencio trágico (En medio de un silencio desierto como la calle antes del crimen), de la trágica Estatua uranista (Hallar en el espejo la estatua asesinada,/ sacarla de la sangre de su sombra), de la Rosa del Insomnio (Es la rosa que abre los párpados,/ la rosa vigilante, desvelada,/ la rosa del insomnio desojada) y de la nostalgia suicidante (Sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte).2
Pero si en su obra poética no hay risa y sólo hay esbozo de sonrisa, en cambio sí hay juego: juegos de palabras. Los que he recogido no son muchos, pero no cuentan poco en las menos de noventa aireadas páginas que en las Obras colectan sus poemas, y todos menos dos (el primero de Reflejos, el último de su prosa varia) son de las 29 páginas de Nostalgia de la muerte:
me estoy mirando mirarme por mil Argos,
por mí largos segundos
…
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
…
el latido de un mar en el que no sé nada,
en el que no se nada
…
hasta que la sombra se asombra
…
cuando la vi cuando la vid cuando la vida
…
Mar sin viento ni cielo
sin olas, desolado
…
Nocturno mar amargo
…
Si la veo, silabeo.
También en el espíritu del juego verbal, Villaurrutia adjetiviza sustantivos a la manera de Salvador Novo (a quien dedica el poema):
ni la distancia cada vez más fría
sábana nieve de hospital invierno,
y en dos textos de escritura automática en prosa, sin duda debidos a su lectura de los surrealistas, escribe:
la madera estriada tríada es triada de cristal y laca plomo
blanco y papel.
…
el encadenado nado YMCA Imca Inca pie hincapié y luego dicen que no llegan solos estos juegos hoz de palabras contadas.
Entonces Xavier ejerció también la sonrisa del poeta. En páginas terminales de su último libro impreso en su vida, Canto a la primavera y otros poemas, hay unos sonrientes “Epigramas de Boston” en que los ángeles ya no son mortales como en Rilke, ni marmóreos como en Cocteau; son ángeles yanquis, deportivos, hipócritas, tal vez mascadores de chicle:
Los ángeles puritanos
para disimular su vuelo,
en traje de baño
se tiran al cielo.
En un silencioso juego terminal con el tiempo, con el destino y consigo mismo, que había nacido el 27 de marzo de 1903, Xavier murió en una fecha de celebración, no durante la noche, sino a las ocho de la mañana del 25 de diciembre de 1950 y en su ciudad natal/mortal. Es decir que, habiendo nacido con la primavera, desnació en el Día de la Natividad. El poeta de turno nocturno se volvía un fantasma de la mañana en la sincera pose del insomne sonámbulo deseante de su Noche, y, con el rostro pajaril, la gran mirada húmeda, bien rasurado y peinado, se anudó correctamente la discretamente vistosa corbata, esbozó una sonrisa, desplegó las soñadas alas de ángel y como si se lanzara a la página del espejo se tiró al cielo por entonces desmesurado y limpio de la ciudad de México que aún no era ciudad-Smógico. ~
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.