El camino a casa

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No falla cuando se trata de una película de Zhang Yimou: en el primer minuto metió al espectador en un asunto que tiene sus enigmas; a la media hora el argumento tiene una velocidad de crucero irrefrenable y sus herramientas estéticas no dejan fisuras; al final domina el asombro ante la energía con que manejó recursos que hundirían en el oprobio a otro cineasta. En El camino a casa vuelve al mundo tan bien explorado del más bien miserable campo del centro de China, del que salieron La historia de Quiu Ju y Ni uno menos; como en ésta, uno de los centros dramáticos es una ínfima escuelita rural y su maestro. Pero ahora no se trata de denunciar burocracias ni exaltar más empeños adolescentes que los de la provincianita Zahao Di (Zhang Ziyi), perdidamente enamorada del maestro Lou Yusheng (Sun Honglei). Lo que busca y consigue ahora Yimou es recordarle al cine todo lo que perdió en las últimas décadas, cuando se avergonzó de aquello que mejor supo hacer: hablar del amor de la gente común contodas las armas de ese placer culpable actual, el melodrama.
     El universitario Luo Chanyou, hijo de Yusheng y de Di, vuelve al pueblo para asistir al funeral de su padre; Di, anciana y desolada (Zhao Yuelin), insiste en tejer el sudario y en que el difunto sea cargado en andas desde el pueblo vecino hasta la tumba, una tradición sepultada desde la Revolución Cultural. Pero en la zona ya no hay jóvenes: todos emigran a la ciudad. La mujer se empeña: su marido debe recorrer por última vez el camino a casa, para que no lo olvide y porque ese camino es el centro de su historia sentimental. La película se dedica a contar no tanto la historia de amor de Di y Yusheng como elenamoramiento de ella, los detalles minúsculos que hacen épico un amor personal, los fetiches: elegir el tazón donde espera que coma su amado, guardar la chamarra que llevaba cuando lo vio por primera vez, sufrir las separaciones como castigos de un dios distante (en este caso, un nebuloso poder político que llama a Yusheng a la ciudad y le castiga dos años por huir al campo un solo día), darle a la vereda polvorienta donde debe pasar Yusheng la categoría de símbolo.
     Yimou y su guionista, Bao Shi, quien aquí adaptó su propia novela, Remembranzas, ocupan todos los recursos del melodrama con una pureza desarmante: la abuela se quedó ciega detanto llorar la muerte del abuelo, la viuda pone en aprietos a todo el pueblo por razones tan sentimentales que nadie puede oponerse: Yusheng fue el maestro del pueblo durante cuarenta años, debe ser cargado por hombres, no por un tractor; la joven Di vive el amor como un juego de sacrificios sin dolor, como buscar agua en el pozo más lejano para pasar por la escuela y preparar guisos que quizá no pruebe el maestro. La prosa visual de Yimou no cede jamás al accidente: el prólogo y el desenlace están filmados en blanco y negro, pese a ocurrir en 1999, y los personajes tienen una apariencia tan convencional como los de Ni uno menos, que de hecho no eran actores profesionales; el recuerdo de la historia de amor despliega una paleta de colores abrumadora, de amarillos intensos en los otoños y blancos y grises dignos de Freddie Young (Lawrence de Arabia, Doctor Shivago) en los inviernos, y, lo más importante, Di y Yusheng son de una belleza sobrenatural: el rostro de la actriz Zhang Ziyi tiene una dulzura de fruta que los acercamientos sólo elevan a los grados depureza que Yimou quiere para toda la película. La mejor escena es un prodigio de sabiduría narrativa oculta:Yusheng ha sido llamado a la ciudad y no podrá probar el guiso de hongos que preparó Di. Ésta pone la comida en el tazón favorito y corre a alcanzar al maestro; la carrera se prolonga más allá de lo que cualquier otro consideraría necesario; sólo hay tres posibilidades dramáticas: consigue dar el tazón al maestro, teniendo así un feliz remate, o tropieza y tira la comida, o se fatiga y todo queda en un doloroso punto muerto. La duración de la carrera apunta a la última opción, hasta que, sin embargo, se da la segunda: el tazón se rompe, Di llora, Yusheng se ha ido. Pero falta la coda: en la carrera, perdió el broche de plástico que le regaló Yusheng. Imposible encontrarlo en lainmensidad del campo recorrido. El desenlace es de un humor tierno que reservo para quienes no han visto lapelícula, pero la escritura de toda la secuencia tiene el cuidado estratégico de una operación quirúrgica.
     Desde el principio, cuando el alcalde plantea a Chanyu los problemas de la decisión de su madre, Yimou yasedujo al espectador con la malévola máquina de la pureza dramática: obliga a preguntar cuánto hace que no se filma una historia de amor puro, sin discursos deformantes. Cualquier otro cineasta moderno impondría a Di un fardo freudiano, a Yusheng otro antiestablishment y a toda la película lecturas ideológicas de calibres varios. Quizá lo más inquietante de Yimou es que su limpieza de mirada se oriente a maravillarse por los deseos pequeños de la gente pequeña y entender que eso basta: el cine sabe ser el espectáculo intenso de sentimientos expresados con la mirada. –

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