Walton Ford, la resurrección del naturalista

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Cuando el Brooklyn Museum abrió en 2006 una muestra del trabajo de diez años del pintor estadounidense Walton Ford (White Plains, Nueva York, 1960) dio su mejor pared a una de sus obras más impresionantes, Nila (2000). En ella Ford dibujó a un elefante asiático con una larga erección sinuosa, que marcha con mirada enloquecida mientras lo sobrevuelan y picotean pájaros de distintas especies. Algunos son pisoteados por el monstruo, otros tratan de salvarse de él. Un par de carpinteros agujerean sus flancos, un buitre espera el momento de abrirle las ancas, una lechuza yace meditativamente sobre su cerviz. El elefante lleva la punta de una pica rota enrollada con la trompa y tiene los colmillos cortados por la mitad. Es un rebelde de ojos llorosos, acosado por coloridos parásitos. Unas cuantas anotaciones en caligrafía cursiva, decimonónica, identifican algunas de las aves que constelan en torno a él, junto a un croquis del gran mamífero que sólo puede verse de cerca.

La obra tiene la talla de un elefante real, 365.8 por 548.6 centímetros, y está dividida en veintidós paneles rectangulares, todos de tamaño y proporciones distintas, que se pegan uno junto al otro. Esa construcción lleva, por supuesto, a la fábula de los ciegos y el elefante y en su moraleja sobre lo poco consensual que puede ser la realidad. Pero lo más curioso es que Nila, como casi toda la pintura de este artista, es una acuarela sobre papel. Ford practica las mismas técnicas de los artistas naturalistas de la Ilustración, que acompañaron las expediciones europeas por cada nuevo territorio conquistado para producir conocimiento donde luego se producirían marfil, carbón, diamante o caña de azúcar. Como aquellos precursores de la pintura au plein air que se adentraban con sus pinceles en selvas llenas de malaria o páramos frecuentados por carnívoros –en especial el ornitólogo John Audubon, cuyo estilo es el más citado por este remoto heredero suyo–, Ford se vale del lápiz, un meticuloso dibujo posterior con plumilla y luego capas de color con la acuarela, todo con el estilizado realismo del siglo xviii, el de antes de la fotografía. Su representación es anatómicamente incontestable. Pero, a diferencia de los exploradores que de ese modo documentaban la naturaleza, Ford no trabaja para llevar la cuenta de una biodiversidad que recién se cataloga, ni pinta ante el paisaje o un espécimen sangrante. Él recolecta tanto las ideas como las imágenes en un bosque de lecturas que cubre el suelo de su estudio.

La editorial Taschen publicó un libro de gran formato que reúne la obra de Ford desde 1991 a 2008, Pancha Tantra, curado personalmente por Benedikt Taschen. Ahí están Nila y muchas otras piezas de gran formato, como Loss of the Lisbon Rhinoceros (2008), que muestra los últimos momentos de un rinoceronte que se hunde, encadenado, a bordo de una nao, y acuarelas de menores dimensiones, como la extraña serie cubana de guacamayas que salen de frascos rotos, con títulos como La historia me absolverá. Abundan la violencia y la muerte: una implacable competencia darwiniana en la que con frecuencia los pequeños acaban con los grandes. No falta, sin embargo, la ironía, como en N.G.O. Wallahs (algo así como los mandaderos de las ong), en la que un maribú indio de testa pelada mira a cuatro brillantes pajaritos europeos compartiendo una bolsa de bombones Hershey’s. En un apéndice se reproducen los textos que engendraron determinadas piezas; entre ellos, la historia de la pantera fugada de un zoológico que deambuló por diez meses en los Alpes suizos hasta que la cazó un campesino, o el pasaje de una biografía del capitán Richard Francis Burton que describe su corte de simios en el Punjab, tema de la magnífica escena de caos que cubre las tapas de la edición, The Sensorium (2003).

Ford destila del legado de la edad dorada del colonialismo una iconografía que le sirve para elaborar un comentario de la globalización, de un modo que lo hace inconfundible y milagrosamente original en la vasta diversidad de la plástica contemporánea. Además, logra la nada desdeñable hazaña de ser político sin ser atorrante, de provocar un desacomodo sin perder la autenticidad. Naturalmente, son muy amplias las posibilidades de interpretación de una pintura tan perturbadora y tan generosa en símbolos, que adelanta sus alegorías con contenida elocuencia, tremolando vagos significados ante el espectador sin incurrir nunca en la enunciación explícita. En el ensayo que abre Pancha Tantra, Bill Buford observa que todos los pájaros que picotean al elefante en Nila son ajenos al hábitat surasiático del paquidermo, salvo uno, un loro verde que somete a un alcaudón en la punta del pene del elefante. Buford asegura que la pintura es una versión del testimonio de George Orwell de cuando tuvo que acribillar a un elefante, de joven, en Birmania, y que las aves representan los ingleses imperiales de aquel relato. Pero uno puede pensar en muchas referencias más, en Orientalismo de Edward Said o en los relatos de Pankaj Mishra o Paul Theroux sobre los occidentales fascinados con los swamis de Varanasi. El mismo Buford reconoce que le cuesta creer que haya otro pintor vivo “con tanto que contar”. En efecto, de cada una de sus imágenes se pueden desprender varias historias posibles. Pero, después de atravesar las diversas capas de lectura y de emoción que Walton Ford acumula en sus acuarelas, lo que queda vibrando en quien se asoma a su obra es algo más que la evidencia de su talento: es el desasosiego que nos produce el encuentro con un simio que se parece demasiado a nosotros, pero que está enjaulado y herido, mirándonos como si poseyera una gran verdad que somos incapaces de entender. ~

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