Llegará el día en que los pobres sean tan pocos que haya que protegerlos como una especie en extinción. Quizás en aldeas turísticas más o menos auténticas que ilustren cómo vivían. Pero será difícil explicar cómo pudo haber pobres en medio de la abundancia.
La abundancia se ha multiplicado en el planeta. Según el Banco Mundial, la productividad se triplicó ente 1960 y 2021 (PIB per capita). Sin embargo, la pobreza persiste por una serie de creencias equivocadas.
Una antigua tradición supone que la pobreza es normal. Creencia que parece reflejada en el Evangelio: “A los pobres siempre los tendréis” (Mateo 26:11). También hay tradiciones religiosas (cristianas, budistas) que enaltecen la pobreza voluntaria. Pero la pobreza involuntaria no es normal, sino circunstancial. Tiene remedio.
Todavía hay países donde los pobres son el 80% de la población: un gran problema para el 20% restante, si quisiera atenderlo. Pero hay países donde son el 20%, que no es un gran problema para el 80% restante.
Combatir la pobreza y la desigualdad es un proyecto bien intencionado (o demagógico), pero nada realista; porque acabar con la pobreza es posible, pero no es posible acabar con la desigualdad. Entre los millonarios hay desigualdad. Entre los poderosos, también. Integrar una meta posible con otra imposible conduce a que no se logre ninguna. Hay que atender la pobreza separadamente y en primer lugar.
Hubo abundancia hace milenios. Marshall Sahlins (Stone age economics, 1972) habló del mito de la Edad de Oro como recuerdo de una realidad: la vida recolectora, pescadora y cazadora de las tribus nómadas del Paleolítico. Una tribu de 150 personas tenía a su disposición cientos de kilómetros cuadrados. En pocas horas diarias de paseo, podía obtener proteínas y calorías más que suficientes. Vivía en la abundancia.
Pierre Clastres (La société contre l’État, 1974) señaló que tal vida era igualitaria y ácrata.
El pecado original, castigado con el trabajo (Génesis 3:19), fue alimentarse del fruto producido por el hombre (el árbol del saber: la agricultura), no por Dios.
La agricultura fue un progreso que aumentó la productividad y provocó desigualdad: pobreza relativa. Tener menos tierra que otros (o menos fértil), trabajar menos que otros, ahorrar menos que otros, ser menos capaz de defenderse de los desastres naturales o el despojo, condujo a que unos fueran menos que otros.
Casi todos los progresos tuvieron el mismo efecto (concentración del poder y la riqueza), porque es imposible que todos progresen al mismo tiempo o con la misma intensidad. La difusión de las innovaciones es lenta, toma tiempo y esto implica rezagos.
Hoy existen relojes de pulsera baratos y razonablemente exactos. El saber astronómico que construyó pirámides costosísimas, para observar el cielo y medir el tiempo, permite hoy el reloj para todos. Pero este desenlace igualitario no está garantizado. Moverse a pie (progreso paleolítico) o en bicicleta (progreso del siglo XIX) fueron avances para todos. Tratar de que el automóvil fuese para todos resultó un desastre.
Además, no todas las innovaciones aumentan la productividad del mismo modo. Unas producen lo mismo con menos trabajo. Otras, con menos inversión. Y abunda el progreso improductivo: las innovaciones de mero relumbrón.
No todo pasado fue mejor ni todo futuro lo será. No todo lo más grande es mejor. El progreso improductivo más obvio es el gigantismo. Lo gigantesco impresiona, aunque no necesariamente produzca más o mejor.
En los censos económicos puede observarse (tablas que desglosan los establecimientos por número de personas que ocupan) que las microempresas son más productivas que las grandes con respecto a la inversión, aunque su productividad por persona ocupada es menor.
Por eso, las microempresas pueden pagar intereses tan altos que harían quebrar a las grandes, pero no pueden pagar sueldos tan altos como las grandes. Las empresas grandes sacan mucho partido a pocas personas equipadas con grandes dosis de capital. Las microempresas sacan mucho partido a pequeñas dosis de capital, lo que da empleo a muchas personas.
En los países ricos sobra capital y falta personal que lo haga producir. En los pobres, falta capital y sobra personal. Esto favorece los movimientos internacionales de capital y mano de obra. Que no llegan muy lejos, si el único modelo prestigiado es el gigantismo.
El modelo imaginario de una vida plena influye en la sociedad, la economía, la política y la cultura. En otro tiempo, los héroes y los santos fueron modelos que inspiraban a los que escuchaban epopeyas o hagiografías. Hoy, los altos funcionarios y los altos ejecutivos son los modelos prestigiados de una vida plena. Inspiran a los que ven sus peripecias de ascenso a la cumbre en el cine y la televisión. La publicidad y la presión del qué dirán imponen como estándar su forma de vida: escolaridad, vestimenta, vivienda, automóviles, viajes, amistades. Son la norma de lo normal.
Un artesano, microempresario, artista o profesionista independiente puede mejorar, pero no ascender. El ascenso a la cumbre requiere de una pirámide burocrática. Son formas de vida y mentalidad diferentes. Pero, si prevalece la creencia de que lo grande es mejor, no tener jefe se vuelve una inferioridad.
La igualdad ante la ley es justa en lo fundamental, pero extenderla a las personas morales resulta destructivo. La carga de trámites, que molesta a las grandes empresas, resulta aplastante para las pequeñas.
No se debe aplicar la misma ley a mosquitos y elefantes. La carga de trámites debería variar por tamaño: máxima para elefantes, mínima para mosquitos, intermedia para los demás.
Redactar un cheque o transferencia, efectuar la operación, contabilizarla (el banco y las dos partes que hacen la transacción), producir y revisar los estados de cuenta, así como auditarlos (el banco, las dos partes y fisco) cuesta lo mismo (digamos, veinte pesos por transacción), si se gira un peso o un millón. Pero el costo de veinte pesos es nada para mover un millón y prohibitivo para mover un peso.
Eso explica la economía informal, que tanto escandaliza a los que no saben hacer cuentas. Se escandalizan de que los mosquitos se nieguen a suicidarse y sobrevivan en la economía informal, donde no cumplen todo lo que exige la ley.
La informalidad es producto de leyes y reglamentos que imponen a los mosquitos los mismos trámites que a los elefantes. Tienen que operar al margen de la ley o desaparecer.
Sobre la pobreza campesina, hay creencias equivocadas:
• Que los campesinos se dedican a la agricultura. Falso. En la vida campesina hay agricultura, ganadería, silvicultura, caza, pesca, minería, industria, comercio y servicios.
• Que los campesinos alimentan a las ciudades. Falso. Su productividad agrícola es tan baja que no deja muchos excedentes exportables, ya no se diga compitiendo con la agricultura moderna, que es la que alimenta a las ciudades. Además, la pequeña producción agrícola dispersa por el campo es de tan baja densidad económica (pesos por tonelada) que los costos de transporte resultan desproporcionados.
Esto no sucede con la pequeña industria. Una tonelada de maíz es más voluminosa y vale menos que una tonelada de alfarería. Además, algunos productos agrícolas se pudren y tienen que ser vendidos al precio que sea, antes de que suceda.
• Que hay que transformar a los campesinos en agricultores modernos. Absurdo, porque entonces sobrarían casi todos. En Estados Unidos, para el consumo de toda la población, basta hoy con que el 3% se dedique a la agricultura, frente al 90% que hacía falta en 1750.
• Que el problema del campo se resuelve en las ciudades, absorbiendo a los campesinos. Falso. Eso traslada el problema a donde la solución cuesta más. Las inversiones necesarias para aumentar la productividad son mayores en las ciudades que en el campo. Lo práctico es que los campesinos mejoren donde están.
Están ahí para vivir, y pueden vivir mejor sin emigrar. Para que dejen de ser pobres deben dejar la agricultura (excepto para el consumo propio) y desarrollar pequeñas manufacturas exportables.
Esta solución, probada hace siglos en Michoacán por Vasco de Quiroga, funcionó y sigue funcionando.
En el siglo XX surgieron iniciativas adicionales:
Fritz Schumacher propuso el desarrollo de una tecnología intermedia para producir más en pequeña escala.
Iván Illich propuso desescolarizar la sociedad.
Amartya Sen propuso soluciones contra las hambrunas.
Paul Polak propuso la microirrigación.
Muhammad Yunus propuso los microcréditos.
Los microcréditos han sido un éxito mundial. ¿Por qué hubo tantas resistencias a desarrollarlos? Porque se creía que serían incobrables y no tenían garantías inmobiliarias. Resultó que las garantías no hacían falta, si los proyectos eran rentables y avalados por vecinos del solicitante. Los microempresarios resultaron muy buenos pagadores. Cuando la puntualidad de sus pagos no supera al 95%, hay que investigar al banco, no a ellos.
Una reducción radical de trámites a las microempresas tendría un éxito semejante. Los microempresarios optarían por la formalidad si les costara poco y les diera seguridad legal. ¿Por qué no se reducen casi a cero? Porque lo impiden creencias equivocadas.
Ejemplo indirecto. En 1955, Pío XII estableció la fiesta de san José Obrero el Primero de Mayo. Pero José no fue obrero (por ejemplo: carpintero en una fábrica de muebles), sino microempresario que tenía su propio taller. Sin embargo, prevaleció mentalmente el modelo prestigiado por los sindicatos y el marxismo. Eso impidió ver al carpintero como lo que fue y bloqueó la posibilidad de entronizar a san José Microempresario, abrumado por los trámites burocráticos que lo obligaron a viajar con su mujer embarazada para registrarse ante el fisco.
A los pobres, no siempre los tendréis; si los que no son pobres actúan con sentido crítico y sentido práctico. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.