Más allá de las muy justificadas críticas a la manera abrupta y caótica en que Estados Unidos se ha retirado de Afganistán, el final de la guerra en el país asiático pone de manifiesto una realidad clara: dos décadas de intensa implicación occidental no han servido para construir allí un Estado moderno digno de tal nombre.
Pese a los billones (españoles) invertidos, el Ejército afgano no ha resistido ni una semana al avance de los talibanes, que ahora desmontan a placer las estructuras de una nueva sociedad erigida artificialmente a base de dólares de cuya endeblez llevaban años advirtiendo especialistas sin intereses políticos que conocían el paño.
Igual que ocurrió en el Irak post-invasión arrasado por las luchas sectarias, la debacle afgana de Biden pone de manifiesto que la voluntad y los recursos de Occidente no bastan para construir democracias a imagen y semejanza de las que se han consolidado en nuestros países.
Contra lo que pretendía el imperialismo democrático neocon (y defiende también buena parte de la izquierda, siempre que no lo haya propuesto la derecha), liberar por la fuerza a un país de un poder opresor y reaccionario no es suficiente para que de ella emerja una sociedad liberal decidida a abrazar los valores que han macerado la vida en Occidente durante siglos. Más que de la falsa inexpugnabilidad de sus parajes montañosos, el Afganistán que deja Estados Unidos quedará como ejemplo de lo difícil que es exportar democracia a golpe de decretos y papers.
Si Afganistán ha sido la tumba de la arrogancia que caracteriza el liberalismo de diseño inteligente, el caso menos conocido de Somalilandia es un contraejemplo casi perfecto de cómo construir un país pacífico y relativamente democrático sin imposiciones internacionales y muy poca ayuda.
Este antiguo protectorado británico en el Cuerno de África declaró unilateralmente su independencia de la vecina Somalia (antigua colonia italiana) en 1991, aprovechando la desintegración del régimen del dictador Siad Barré en Mogadiscio. En su guerra contra los secesionistas del Movimiento Nacional Somalí (MNS) de Somalilandia, Barré había utilizado su abrumadora superioridad militar para arrasar la capital rebelde, Hargeisa, y masacrar, entre 1987 y 1989, a decenas de miles de integrantes del clan Isaaq, una matanza que ha sido calificada de genocidio.
En el momento de su advenimiento como república independiente (que, hasta hoy, no ha sido reconocida por nadie), Somalilandia era un pedazo de tierra aislado, desolado, traumatizado y huérfano de padrinos internacionales a los que aferrarse en busca de un horizonte incierto pero prometedor de esperanza que sí se le ofreció a la vecina Somalia.
Según ha contado Armin Rosen en la revista Tablet, los guerrilleros del MNS y los líderes de los clanes locales se reunieron después de la guerra para encontrar una salida. La convención no se celebró en los palacios de congresos enmoquetados que albergan las cumbres para salvar países y las conferencias de donantes, sino en una “oscura ciudad del desierto” llamada Burao.
Desde allí, y con el dinero que les habían prestado empresarios de la vecina Yibuti, la élite de Somalilandia empezó a diseñar, prácticamente de cero, un nuevo Estado. “Disponíamos de 20 dólares para cada soldado, y ellos estaban contentísimos con eso”, le explicó a Rosen el ministro del Interior y antiguo comandante guerrillero Mohamed Kahin Ahmed.
Al tiempo que la capital, Hargeisa, volvía a levantar las precarias infraestructuras reducidas a escombros por la aviación de Barré, Somalilandia construía por sí misma instituciones fundamentales como la Policía, que no existió hasta 1994. En el proceso, esta sociedad tradicional de 5 millones y medio de habitantes y una diáspora que supera el millón ha ido destilando un sistema político basado en complicados equilibrios entre clanes que hoy puede presumir de tres décadas de estabilidad y veinte años de relativa democracia, en una parte del mundo donde lo normal son la dictadura y la guerra.
La Constitución de Somalilandia permite la existencia de un máximo de tres partidos, cuyas listas son elaboradas por los jefes de los clanes tradicionales. Que el número de los clanes exceda al de los partidos permitidos obliga a los distintos grupos tradicionales a negociar y cooperar, lo que explicaría que Somalilandia haya logrado evitar la guerra permanente, fuertemente marcada por la política de clanes, en que vive instalada Somalia.
Además de por la cámara baja, que se elige por estricto sufragio universal en un sistema de listas abiertas alabado por observadores extranjeros, el poder legislativo de Somalilandia está constituido por una especie de Cámara de los Lores compuesta por notables de cada clan. Su existencia da un peso directo en la toma de decisiones a una estructura crucial en la arquitectura social del país, y es una antídoto contra potenciales tentaciones de desafección entre los líderes clánicos.
Con este modelo, y pese a retrasos de lustros en la organización de algunos comicios, Somalilandia ha celebrado en los últimos veinte años siete elecciones parlamentarias, presidenciales y regionales, además de un referéndum en 2001 para aprobar la adopción de la democracia multipartidista. Observadores internacionales independientes han certificado la limpieza de estos procesos, en los que se utilizan métodos de verificación tecnológicos que harían enrojecer a muchos estados en EE.UU.
El más reciente de esos comicios tuvo lugar el pasado 31 de mayo. Los dos partidos de la oposición, el Partido Nacional de Somalilandia (Waddani) y el Partido de la Paz y el Bienestar (UCID), consiguieron 52 escaños de los 82 en juego y apostaron por formar una coalición para desbancar al partido gobernante, Kulmiye, el Partido de la Paz, la Unidad y el Desarrollo.
Como escribió el periodista sudafricano Peter Fabricius, la victoria de la oposición en unos comicios limpios es una prueba de la madurez del sistema político de Somalilandia y contribuye a la solidez de la reivindicación de lo que aún es, pese a sus muchos éxitos, un no-país: que la comunidad internacional le reconozca como un Estado de pleno derecho.
La república, aún en minúscula, de Somalilandia ha cosechado estos éxitos sin la guía de potencias extranjeras u organizaciones internacionales, sin acceso a las donaciones y líneas de crédito que sí reciben los Estados reconocidos y rodeada de dictaduras y Estados fallidos, como es el caso de Somalia, que siguen siéndolo pese al ingente apoyo militar y logístico que reciben desde fuera.
Somalilandia sigue siendo, pese a todo, un territorio extremadamente pobre, varado, en aspectos como la participación de las mujeres en la vida pública y otros aspectos, en lo que en Occidente llamamos con desdén “un estado de atraso propio de la Edad Media”.
Pero nadie puede negar que esta pequeña nación africana se ha rebelado con éxito contra un destino que parecía casi inevitable hace tres décadas: el de convertirse en otro agujero negro de guerras, matanzas y terrorismo como lo es la Somalia que se opone a su independencia.
La Somalilandia que en mayo votaba masivamente en paz (más de un 70%) mientras Afganistán quedaba a merced del talibán tras veinte años de esfuerzos democratizadores occidentales es un ejemplo de humildad, responsabilidad, realismo e inteligencia que merece reconocimiento.
Y un recordatorio valiosísimo de la importancia de ocuparse de lo propio y trabajar con lo que es, en lugar de tratar de erigir, sobre bases inexistentes, lo que hemos decidido que debería ser.
Marcel Gascón es periodista.