Americanizar el Prado y España

Para los españoles, el Museo del Prado representa algo más que una colección de arte. Su historia, decía Elliott, está “íntimamente ligada” a la historia de España; de ahí que sorprenda la ausencia de obras americanas. La exposición Tornaviaje. Arte iberoamericano en España busca llenar ese vacío.
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La construcción simbólica de la identidad española en los siglos XIX y XX tiene en el Museo del Prado su sanctasanctórum. Lo reconoció Azaña cuando en plena Guerra Civil afirmó que era “más importante para España que la monarquía y república juntas”. Apostillando que aunque hubiera más repúblicas y monarquías en el futuro, las obras contenidas en el museo eran insustituibles. Estas palabras las pronunció cuando era presidente de la II República. Lo hizo, además, ante su jefe de gobierno, Juan Negrín, a quien advirtió que: “Si estos cuadros desaparecieran o se averiasen, tendría usted que pegarse un tiro.”

Lo interesante de la tesis de Azaña es lo que destila íntimamente: que el Museo del Prado aloja esencias profundas que no pueden traicionarse ni subestimarse so pena de cometer un delito de lesa patria. Una percepción, por cierto, generalizada y extendida como si fuera un axioma colectivo ya que encierra una experiencia de resignificación estética de la identidad nacional. Un fenómeno único ya que tuvo lugar mediante un contenedor cultural que transmutó políticamente la función social del arte que fue promovida con el surgimiento de museos enciclopédicos como el Británico o el Louvre. Estamos, por tanto, ante una decantación museística que condensa y estabiliza la esencia telúrica de la nación. O, si se prefiere, en palabras de Tomás Ramón Fernández y Jesús Prieto, una “joya” a la que el país ha podido “asirse en momentos de tribulación”.

El origen del fenómeno que describimos está en las vicisitudes históricas que acompañaron el desarrollo temprano del museo y el estrecho vínculo emocional que se dio entre el pueblo y las piezas de arte que exhibe tras su creación y apertura al público por iniciativa de la Corona. Un hecho que reconoce la ley que regula singularmente desde 2003 la institución. En ella se afirma con solemnidad normativa que sus colecciones no solo están “estrechamente vinculadas a la historia de España”, sino que “constituyen una de las más elevadas manifestaciones de expresión artística de reconocido valor universal”. Reflexión que lleva más lejos uno de los patronos relevantes del museo, sir John Elliott, al señalar que “la historia de España está íntimamente ligada a la historia del Prado, iluminándose constantemente la una a la otra”.

El arraigo de esta conexión íntima es tan profundo que ha sobrevivido a guerras civiles, revoluciones, golpes de Estado, litigios testamentarios, cambios dinásticos, expolios, traslados y tentaciones de venta por distintos gobiernos que vieron en la colección un activo patrimonial con el que saldar las deudas de la nación. El momento más dramático se vivió durante la Guerra Civil española. Entonces la colección se trasladó de Madrid a Valencia para evitar que fuese dañada por los bombardeos franquistas que sufría la capital al convertirse en frente de batalla. Este riesgo se consumó el 16 de noviembre de 1936, cuando varias bombas incendiarias impactaron en el museo y su entorno. Esta circunstancia llevó a que los cuadros abandonaran su sede histórica en el Paseo del Prado para itinerar huyendo de los combates. Primero, fueron a Valencia. Después, a Benicarló, Tortosa, Barcelona y Viladrau para, finalmente, depositarse desde abril de 1938 a febrero de 1939 en los sótanos de los castillos de Perelada y Figueres, así como en las galerías de la mina de talco de La Vajol, a pocos kilómetros de la frontera catalana con Francia. Un viaje paralelo al desmoronamiento de la resistencia republicana. Gracias a Josep Maria Sert se firmó un acuerdo con el comité museístico internacional que salvó la colección del pillaje y la destrucción a la que estuvo expuesta al finalizar la Guerra Civil. El desenlace fue su establecimiento temporal en Suiza y su exposición en el Museo de Arte e Historia de Ginebra a partir del 1 de junio de 1939. Unos meses después retornaría a Madrid, donde ha permanecido desde entonces en su emplazamiento original.

Fue durante esta etapa de itinerancia causada por los avatares bélicos cuando se reforzó la constatación del valor inmaterial de la colección. La extraordinaria vulnerabilidad a la que se vio sometida contribuyó a que se consolidara en el imaginario colectivo la idea que analizamos. Ayudaron los influyentes testimonios de conservadores como Rafael Seco de Arpe, así como artistas e intelectuales como Josep Maria Sert, Timoteo Pérez, Rosa Chacel, Rafael Alberti, Enrique Lafuente Ferrari y los miembros de la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico de la República. De esta manera, se completó y redondeó el mito del Prado como el depósito físico que aloja el sanctasanctórum de la identidad española.

Pero si retrocedemos en el tiempo, veremos que este proceso de simbolización comenzó antes: con el nacimiento del museo en noviembre de 1819. La decisión de Fernando VII de “franquear al público” la colección real fue algo más que un acto de generosidad regia. En realidad, fue un gesto político con el que el rey quiso congraciarse con un pueblo que le era cada vez más esquivo. Venía fraguándose la decisión desde tiempo atrás, a medida que los recelos populares hacia el rey aumentaron con la abolición de la Constitución de Cádiz y el restablecimiento del absolutismo en 1814. Por ello, el emplazamiento del museo no fue casual. Lo explica Eugenia Afinoguénova al señalar que Fernando VII eligió el lugar porque era el favorito de los madrileños para el recreo y la socialización, “a la vez que servía de recuerdo del levantamiento antifrancés de 1808”. Precisamente esta interacción cívica de la cultura con el ocio y la política puso en marcha el mito. No hay que olvidar que en el tramo del Paseo del Prado que va de la plaza de Cibeles a la de Neptuno se libró el 2 de mayo de 1808 uno de los choques más encarnizados entre el pueblo de Madrid y las tropas francesas. Esta circunstancia fue recordada con el entierro de los llamados “mártires del Prado” en el lugar que se denominó desde entonces el Campo de la Lealtad.

Esta hibridación en un espacio de experiencias patrióticas, culturales y de esparcimiento hizo que el museo se transformara en algo más que el edificio que alojaba la colección real abierta al público. Provocó un condensador narrativo de legitimidad que propició la reconstrucción de la idea de España como una nación europea que quería ser leal a sí misma a través de lo que se consideraban sus cimientos culturales más originales después de la crisis histórica vivida con la invasión napoleónica y la Guerra de la Independencia de 1808.

En este proceso de resignificación identitaria a través del Prado, el concepto de monarquía hispánica quedó atrás al excluirse los anclajes trasatlánticos que ligaban la península ibérica con el continente americano y Filipinas. Un hecho sorprendente en términos políticos. No hay que olvidar que siete años antes de crearse el museo, las Cortes de Cádiz habían aprobado la primera constitución de la historia de España con la voluntad expresa de gobernar a los españoles de ambos hemisferios. Circunstancia que había sido ratificada con la presencia de diputados americanos durante sus debates. A pesar de ello, el inicio de los procesos emancipatorios que tuvieron lugar en los virreinatos a partir de 1810 en medio del vacío de poder peninsular y el desarrollo de la propia Guerra de la Independencia en Europa frente a Napoleón llevó a los criollos americanos a iniciar una paulatina ruptura con España.

Al éxito de la misma contribuyeron el pulso que libraron Fernando VII y los liberales, y estos y los absolutistas a partir de 1814. Motivos que extendieron en la península la sensación de una deslealtad americana a la madre patria. Esta percepción se agravó después de 1820. No solo entre los absolutistas fieles a Fernando VII sino entre los propios liberales, que vieron cómo, en la reunión de las Cortes en Madrid en julio de 1820, los diputados americanos formularon nuevamente la “cuestión americana”: igual representación, libre comercio y abolición de monopolios. Cuestión que no tuvo acogida ya que sus debates se radicalizaron con el rencor que provocó en la política española la reapertura del proceso independentista en México y Centroamérica en 1821 y el desarrollo de las hostilidades en los otros virreinatos.

La suma y agudización de estas circunstancias, así como la nueva invasión sufrida por España a manos de Francia con el envío del ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823, colocaron al país ante el espejo de una crisis colectiva que evidenció un doble sentimiento de decadencia y derrota. En este contexto, la “cuestión americana” era vista con rencor desde la península al percibirse como una deslealtad patria que debía ser castigada. La resistencia, precisamente, de los leales que seguían combatiendo en Perú y en los reductos de Puerto Cabello, San Juan de Ulúa y Chiloé, así como el control de los territorios de Cuba y Puerto Rico, alimentaron la esperanza de una restauración del poder virreinal, al tiempo que justificaban en el imaginario colectivo la necesidad de castigar lo que se consideraba como una traición americana. Baste recordar la declaración del ministro Cea Bermúdez hecha en 1825: “El Rey no consentirá jamás en reconocer los nuevos estados de la América española y no dejará de emplear la fuerza de las armas contra sus súbditos rebeldes de aquella parte del mundo.”

No es extraño que bajo un contexto así se priorizaran narrativas colectivas que ayudaran a devolver al país su amor propio. El Prado fue una de ellas ya que estabilizó emocionalmente el orgullo herido de un país que, además, estaba sujeto a una desintegración imperial tan acelerada. Aquí, precisamente, el arte fue determinante debido a la admiración que la colección real, la pintura y el patrimonio cultural españoles provocaban en Europa. Algo que fue en aumento durante la siguiente década debido a las gestiones del Barón Taylor a favor de Luis Felipe de Orleans y que nutrieron al Louvre de una buena colección de pintura española. La creación en este museo de una galería española fue decisiva. Abrió al público en 1838 con 81 cuadros de Zurbarán, 39 de Murillo, 19 de Velázquez, 26 de Ribera, 23 de Alonso Cano y 8 del Greco. Este hecho reforzó la tesis de que nuestro país era, en palabras de George Borrow, “la tierra del arte”, lo que motivó que Inglaterra propiciara numerosas operaciones conducentes a lograr que los empréstitos suscritos por España para financiar la guerra carlista se hicieran bajo garantía del patrimonio artístico español. Afortunadamente no prosperaron, pero ayudaron a consolidar la idea de que depositábamos un intangible cultural que era único a nivel mundial y que el Prado resumía como la manifestación más excelsa y preciosa del mismo. Un intangible que pronto fue socializado e interiorizado por el pueblo y sus gobernantes. Lo expresó muy bien Calatrava cuando, siendo ministro de hacienda en 1837, respondió a la propuesta del embajador inglés de comprar la colección del Prado con estas palabras: “antes vendería mi camisa que uno solo de los cuadros que la nación aprecia como a las niñas de sus ojos”.

Precisamente esta hibridación simbólica es lo que explica que esté interiorizada, incluso, la idea de que el Prado sea portador de un legado inmaterial de carácter ético. Tesis que esgrimen Fernández y Prieto al destacar que no surgió de “expolios ni rapiñas” sino como una colección “limpia, honrosa, en los modos y títulos jurídicos que la fundamentan”. Todas estas circunstancias han llevado a que la sociedad española crea que dispone de un museo que aloja un patrimonio cultural excepcional e irreprochable. Un activo inmaterial que registra las grandezas que hicieron posible que España fuera admirada y envidiada, y que perdura como una red de seguridad emocional que nos distingue y singulariza a pesar de nuestra decadencia.

En fin, una colección que desborda y supera los perímetros conceptuales de otros museos europeos al fundarse en la esencia más honorable del país: la que define su canon artístico. Un patrimonio que hace tabú la colección y la protege frente a cualquier conflicto político y social, pues, parafraseando a Afinoguénova: cuando el museo se ve amenazado, la nación aparta sus diferencias al imponerse el miedo a pagar un precio demasiado alto si las obras de arte se pierden o dañan.

Con todo, es importante constatar también que, dentro de este fenómeno de construcción mítica, América ha estado ausente. Lo estuvo no solo en su principio, que ya razonamos más arriba, sino a lo largo de todo su desarrollo histórico. Algo que resulta llamativo, pues las grandezas que quedaron registradas mediante la colección real no solo fueron posibles porque España tuviese detrás lo que representaba América como soporte geográfico de un relato imperial, sino porque sirvieron para el lucimiento de la monarquía hispánica, tal y como evidenciaba el famoso Salón de Reinos.

Hay que volver a recordar que el museo y la capitalización simbólica que liberó entre el pueblo español coincidió con el desgajamiento de los dos hemisferios sobre los que se fundó la monarquía hispánica desde 1492. El museo abrió sus puertas el 19 de noviembre de 1819, cuando se agrupaba en Andalucía el ejercito peninsular que, a las órdenes de Félix Calleja, iba a ser enviado a América para combatir las independencias. Este empeño fue frustrado dos meses después con el famoso pronunciamiento de Riego en Cabezas de San Juan el 1 de enero de 1820. El ejército no partió hacia América y no dio ninguna batalla en ultramar. Forzó a Fernando VII a restaurar la Constitución de 1812, la que hablaba, como sabemos, de los españoles americanos y peninsulares. Los liberales volvieron al gobierno y se aceleró la consolidación de la independencia americana mientras ponían en marcha el Museo del Prado sin que la huella estética americana participara de los procesos de conformación de los gustos culturales españoles a lo largo del siglo XIX.

Esta desconexión entre la península y los antiguos virreinatos tuvo importantes consecuencias políticas, como sabemos. La fractura que produjeron las independencias americanas llevó a España a perder su completitud e iniciar una profunda crisis de identidad geopolítica. Algo que, a su manera, tuvo su correspondencia al otro lado del Atlántico, pues América Latina no solo troceó las dinámicas virreinales que dieron origen inicialmente a los procesos emancipatorios, sino que las confrontó bélicamente dentro y fuera de sus fronteras.

¿Influyó este desgajamiento territorial en el ánimo de conformación del relato museográfico del Prado? ¿Lo hizo también en el desarrollo del coleccionismo americano en la península durante el siglo XIX? Ya señalamos antes que la vivencia de la llamada “cuestión americana” desde 1820 fue sentida como una deslealtad patriótica. Tanto entre los absolutistas como entre los liberales. Estos últimos fueron especialmente beligerantes. Sobre todo desde que la aproximación receptiva que tuvieron hacia la autonomía americana tras su llegada al gobierno en 1820 ni fructificó ni apaciguó la emancipación. Probablemente estas circunstancias pesaron en la predisposición que acompañó la conformación del museo a la hora de abordar el despliegue y el acrecentamiento de su colección. En este sentido, es indudable que evitó menciones y guiños hacia los gustos estéticos americanos a pesar de que España trató por la fuerza de restaurar su poder en los antiguos virreinatos hasta, al menos, 1829.

Este silencio del Prado hacia América se hizo especialmente significativo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando tanto el coleccionismo público como el privado reactivaron su interés por el arte americano. Momento que coincidió con los primeros reconocimientos de las independencias de los nuevos Estados americanos. Algo que certifican las donaciones de la época y la creación misma del Museo Arqueológico, que recibió piezas que formaban parte, como señala Paz Bello, de “colecciones y recuerdos que estaban guardados” y que afloraron cuando las circunstancias históricas fueron más propicias para ello.

¿Por qué este repetitivo silenciamiento del Museo del Prado hacia el gusto americano? ¿Influyó en ello el desinterés resentido por parte de España y sus élites que hemos comentado? ¿Renegaron las élites artísticas también de lo que consideraban una conducta desleal de la América emancipada? ¿Convirtieron su malestar político en una transferencia despreciativa hacia el patrimonio artístico americano? ¿Hasta dónde estos factores favorecieron que la colección enfatizara sus acentos europeos y se despojara de cualquier tentación mestiza o de la singularidad cultural que acompañó a la América indígena?

Conviene recordar que el proceso de inserción del patrimonio del Prado en la configuración del relato simbólico de España no fue inmediato. Operó de forma lenta y meditada a lo largo del siglo XIX. Un proceso político que marcó la edificación del Estado liberal a través de una nacionalización cultural asociada al apego que fue sintiendo la sociedad española hacia el museo. Algo que tuvo lugar sin que la educación jugara ningún papel debido a la falta de políticas de instrucción pública. De ahí que solo desde la mitificación popular pueda entenderse la apropiación emocional que la gente experimentó hacia unos cuadros que casi nadie tenía herramientas para comprender.

Ni el Trienio Liberal, ni la Década Ominosa, ni las dos primeras guerras carlistas alteraron este proceso. El empeño coleccionista del Estado liberal tuvo muchas dificultades pero fue persistente. Abordó un desarrollo bifronte que luego convergería. Junto a la colección real se inauguró el Museo Nacional de la Trinidad en 1838 con las obras que se salvaron del expolio, la dispersión y el pillaje del patrimonio cultural acontecido durante la desamortización. Se desarrolló a través de varios hitos formativos que decantaron una estrategia coleccionista de la que es consecuencia el Museo del Prado actual y que refleja, cogiendo prestadas las palabras de Octavio Paz, un “laberinto de la soledad” española.

Esto se puso de relieve cuando en 1872 se fundieron la colección real, que había sido nacionalizada en 1869, y el Museo Nacional de la Trinidad. Entonces el Museo del Prado acrecentó su legado hasta adquirir la factura presente. Lo llamativo es que la reordenación expositiva de las obras volvió a desterrar cualquier tentación americanista. En ese momento se abrió una oportunidad de diálogo con América, apaciguadas nuestras relaciones con ella. Y nuevamente se desechó cualquier iniciativa americanista al apostar por una interpretación peninsular de nuestras experiencias estéticas. Las preguntas son evidentes: ¿qué llevó a ello? ¿Fue una inercia que cronificó el silencio original que hemos constatado? ¿Fue un desdén eurocéntrico de nuestras élites culturales que contrastaba con el interés creciente que la burguesía de la época, mucha de ella de origen indiano o con intereses comerciales en Cuba, tenía por el coleccionismo americano? Es más, ¿por qué en la configuración de la iconografía nacional historicista del siglo XIX el peso de la tradición imperial asociada a las imágenes de la presencia española en América es tan escasa?

Probablemente contribuyó a ello la voluntad de resignificar la identidad nacional a partir de los patrones de una mirada sobre nuestra historia que conectara el siglo XIX peninsular con los mitos de afirmación patriótica del pasado que destacaban absolutistas y liberales de acuerdo con sus respectivos intereses políticos. La influencia de los directores del museo y la cobertura intencional de los sucesivos gobernantes insistieron en favorecer un relato museográfico que resaltaba los ideales estéticos, los modos de vida, las costumbres y las creencias que conectan la sensibilidad española con los gustos del hemisferio europeo de lo que había sido la monarquía hispánica hasta principios del siglo XIX.

Podría parecer natural que históricamente el Prado asumiera una visión de sí mismo estrictamente europea y que no tuviera la tentación de insertar el coleccionismo americano que acompañó a los Austrias y los Borbones. Sin embargo, la duda de que hubiera otras motivaciones tampoco debe descartarse. Máxime cuando hablamos de un museo que es resultado consciente de una hibridación espacial patriótica, cultural y popular a partir de una colección que nació del exclusivo mecenazgo regio perpetuado a lo largo de tres siglos.

Si el gusto estético de los reyes españoles fue la impronta fundacional del museo, ¿por qué no registró ninguno de los intereses culturales americanistas que tuvieron los Austrias y los Borbones? Sobre todo si, tal y como apunta Jaime Cuadriello, el aliento estético de los virreinatos americanos llegó a la península ibérica por múltiples vías a lo largo de los siglos XVII y XVIII, calando en el coleccionismo de la Corona, de la Iglesia y de la nobleza españolas, así como en los artistas peninsulares. Se sabe que los reyes tuvieron colecciones americanas que incluían tesoros traídos de los virreinatos. A través de ellas se mostraba plásticamente el carácter imperial de la monarquía hispánica y su poder global, de ahí la importancia que les atribuían. Los incendios palaciegos, y en particular el sufrido por el Alcázar de Madrid en 1734, destruyeron muchas de sus piezas. Se salvaron algunas, que pasaron al Escorial y a la Biblioteca Nacional. Luego, el impulso de los Borbones reorientó el coleccionismo hacia la arqueología y la ciencia, creándose por Carlos III el Real Gabinete de Historia Natural en 1771, de cuyos fondos americanos surgiría finalmente el Museo de América en 1941.

La exposición Tornaviaje. Arte iberoamericano en España que se inauguró el pasado 4 de octubre en el Museo del Prado es, quizá, el comienzo de un cambio de paradigma que responde a algunas de las cuestiones formuladas anteriormente. Constata el inexplicable vacío americano que aloja todavía en su seno. Algo que debe ser reparado con urgencia al tiempo que afrontamos el análisis de los motivos históricos que acompañaron el eurocentrismo que, según Francisco Montes o Felipe Solís, se impuso en nuestra sociedad al relacionarnos con América y que solo empezó a corregirse con la Exposición del iv Centenario del Descubrimiento en 1892.

Determinar si el Prado fue víctima indirecta o si contribuyó de forma consciente a ello es otra de las asignaturas pendientes de estudio. Sobre todo si queremos sanar una aproximación peninsular al fenómeno político iberoamericano que lastra nuestra capacidad de comunicación con él. Especialmente ahora, cuando la americanización cultural de España se hace más necesaria que nunca. Al menos si queremos protegernos adecuadamente del provincianismo chovinista de discursos políticos que afloran alrededor de la idea de hispanidad y que quieren retrotraernos a los imaginarios de la dictadura franquista y su exaltación imperialista de la conquista. Este esfuerzo de americanización ha de romper con el legado cultural del nacionalcatolicismo y con las dinámicas supremacistas que siguen latentes de forma absurda en la mentalidad identitaria de España. Un propósito que debe comenzar dentro de las paredes del Prado para ayudarnos a superar la alicorta visión europea del tornaviaje iberoamericano. Digo esto porque algunos lo intentamos cuando tuvimos responsabilidades en la gestión cultural de nuestro país y, aunque no tuvimos éxito, me gustaría pensar que la oportunidad de aquel empeño personal no cayó en saco roto, tal y como evidencian iniciativas que, a partir de 2017, nos han traído hasta aquí.

España cambió América dentro de un complejo fenómeno histórico que debe seguir siendo revisitado críticamente. Entre otras cosas porque engendró la compleja e inaprensible naturaleza de lo que vino en llamarse la monarquía hispánica. Pero América cambió también a España de una manera radical. Algo que sería bueno que fuera asumido positivamente desde América, pues, gracias a la incorporación de las miradas americanas que acompañaron el tornaviaje a la península, España profundizó en sus raíces mediterráneas, desbordando a través de un proceso de hibridación cultural transoceánico los significantes mestizos de nuestros orígenes cristianos, judíos y musulmanes. Reflexión que, por ejemplo, supo hacer suya con nitidez ejemplar el exilio intelectual republicano que encontró refugio en América.

Incluso cuando se habla del español hay que recordar que fue América quien lo hizo global en el siglo XIX al convertirlo en el idioma oficial de las nuevas repúblicas. Una circunstancia que no troceó normativamente al español porque, desde América, personalidades intelectuales como Andrés Bello salvaron su unidad lingüística y literaria. Una deuda que todavía no se reconoce desde España. Como tampoco se admite que fue la literatura latinoamericana que germinó en Barcelona en los años sesenta y setenta del siglo XX lo que devolvió al español el esplendor perdido a nivel planetario. Aquí, Carmen Balcells o el propio Roberto Bolaño tendrían mucho que decir.

Urge revisitar estas miradas mestizas, de ida y vuelta, y resignificarlas como está haciendo el Prado a nivel institucional. Ahora, producido el cambio, debería impulsarse la americanización paulatina del museo. No solo a nivel museográfico, incorporando colecciones diseminadas por otros museos nacionales españoles, sino promoviendo intercambios con museos iberoamericanos que favorezcan un diálogo trasatlántico entre nuestros museos de cabecera. En este sentido, la futura ampliación del Prado con la incorporación del Salón de Reinos sería una oportunidad para alojar esa mirada mestiza proveniente del pasado virreinal de la monarquía hispánica. Con decisiones como estas, tenemos que evidenciar colectivamente que América nos enseñó a ver y pensar el mundo de otra manera. No es extraño que alguien como Luis Díez del Corral concluyera que la extrañeza que a muchos europeos les produce la manera de ser española no se debe a que África comienza en los Pirineos sino a que el aliento de América llega hasta ellos. Qué buena noticia que el Prado lo certifique ahora. Con su iniciativa quizás ayude a que España salga de su laberinto peninsular y le haga comprender que en el aliento americano está su completitud. ~

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(Santander, 1966) es consultor, escritor y profesor universitario. Su libro más reciente es 'El liberalismo herido' (Arpa, 2021).


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