Nos hemos reunido para manifestar nuestra solidaridad con el pueblo de Polonia, que hoy languidece bajo la brutal opresión de lo que no se puede más que llamar un régimen fascista. No es una posición difícil de adoptar. Sin embargo, es legítimo preguntarse cuál es el sentido de nuestra reunión, ¿sumar nuestra voz al coro de la indignación general? A mi entender, quienes organizaron la reunión de esta noche abrigan otro propósito: diferenciarnos de otros que alzan la voz en el coro de su virtuosa indignación, definir un apoyo en favor de Polonia distinto del que ofrecen, por ejemplo, Reagan, Haig y Thatcher.
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Tengo la impresión de que gran parte de lo dicho en materia de política por parte de personajes de la llamada izquierda democrática ha estado condicionado por el afán de no otorgar apoyo a las fuerzas “reaccionarias”. Esta idea ha causado que miembros de la izquierda digan, por voluntad propia o sin advertirlo, muchas mentiras. Nos resistíamos a declararnos anticomunistas porque esa era la bandera de las derechas, la ideología de la Guerra Fría y, sobre todo, la justificación del apoyo brindado por Estados Unidos a las dictaduras fascistas de América Latina, y de su guerra en Vietnam. Pareciera que la posición anticomunista ya fue ocupada por aquellos, de nuestro país, a quienes nos oponemos.
Mi propósito es impugnar esta posición.
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En los últimos años me he preguntado cómo fue posible que yo abrigara tantas sospechas acerca de lo que nos contaban Miłosz [en The captive mind, 1953] y otros exiliados de los países comunistas, así como aquellos a quienes en Occidente denominábamos “anticomunistas prematuros”. ¿Por qué no éramos receptivos a su verdad? Las respuestas son de sobra conocidas. Identificábamos al enemigo en el fascismo. Escuchábamos el lenguaje demoniaco del fascismo. Creíamos en el lenguaje angelical del comunismo, o al menos le aplicábamos otra escala de valores. Hoy nos comportamos distinto. Hoy esto nos parece fácil, pero hace varias décadas, cuando sucedían horrores exactamente iguales –no, peores– que los de ahora en Polonia, no nos reuníamos para protestar y manifestar nuestra indignación. Tan ciertos estábamos de quiénes eran nuestros enemigos, tan seguros de quiénes eran los virtuosos y quiénes los malditos. Pero lo que sorprende es el hecho de que, no obstante la justeza de muchos de nuestros puntos de vista y aspiraciones, no respondíamos ante una gran verdad. Y estábamos fomentando una enorme mentira.
Esos emigrados de los países comunistas, a quienes no escuchábamos, nos estaban diciendo la verdad. ¿Por qué no los oímos antes, si estaban diciéndonos exactamente lo mismo que nos dicen ahora? Creíamos amar la justicia; muchos de nosotros la amábamos realmente. Pero no amábamos la verdad lo suficiente. Es decir, nuestras prioridades no eran las que debían ser. El resultado es que muchos, entre los cuales me incluyo, no entendíamos la naturaleza de la tiranía comunista. Intentábamos diferenciar entre comunistas, por ejemplo, tratando al “estalinismo” como una aberración mientras elogiábamos otros regímenes extraeuropeos cuyo carácter era esencialmente el mismo.
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Yo sostengo que los recientes acontecimientos en Polonia ilustran una verdad que deberíamos haber entendido hace mucho tiempo, a saber: que el comunismo es fascismo… un fascismo que ha tenido éxito, si ustedes quieren. Lo que hasta ahora hemos llamado fascismo es más bien una forma de tiranía a la que es posible derrocar. Repito: el fascismo (y un gobierno abiertamente militar) no solo es el destino probable de todas las sociedades comunistas –sobre todo cuando sus pueblos sienten el impulso de rebelarse–, sino que el comunismo es en sí una variante, la variante que mejor éxito ha tenido, del fascismo. Un fascismo con rostro humano.
Diría que este debe ser el punto de partida de las lecciones que debemos aprender de los acontecimientos en Polonia. Y en nuestros esfuerzos por criticar y reformar nuestras propias sociedades, tenemos el deber de decir la verdad, sin plegarla para que sirva a los intereses que consideramos justos. Estas duras verdades significan, por nuestra parte, renunciar a muchas de las autocomplacencias de la izquierda, poner en tela de juicio lo que por muchos años quisimos decir con palabras como “radical” o “progresista”. El estímulo para repensar nuestra situación, y para abandonar una retórica vieja y corrupta, puede ser parte –y no la menor– de la deuda que tenemos con los heroicos polacos, y podría ser la mejor manera de expresar nuestra solidaridad con ellos. ~
(1933-2004) fue una de las
intelectuales más destacadas de su tiempo.
Escritora y filósofa, entre sus libros más
destacados están Contra la interpretación
(1966), Sobre la fotografía (1977) y el ensayo
“Notas sobre lo camp” (1964