Los aeropuertos carecen de carĆ”cter definido, cumplen funciones provisionales, huelen de modo artificial, aceleran los nervios y las pisadas. Estos defectos son sus virtudes. SĆ³lo bajo esas bĆ³vedas de cristal y aluminio resulta placentero que exista una arquitectura de ninguna parte.
La simbologĆa de una terminal aĆ©rea es neutra, compresible de un modo genĆ©rico. Una gramĆ”tica para nĆ³madas, sin adverbios ni adjetivos. ĀæEs posible vivir ahĆ como un paria de la globalizaciĆ³n, alguien ubicable y al mismo tiempo deslocalizado?
Esta fantasĆa se concretĆ³ en la ciudad MĆ©xico. Cuando tomĆ© el aviĆ³n a Tokio un japonĆ©s llevaba un aƱo viviendo en el Aeropuerto Benito JuĆ”rez. Ya era un icono semifamoso. La gente se retrataba con Ć©l, pero se ponĆa a su lado con cautela, por temor a que oliera mal, contagiara algo o estuviera loco y dispuesto a morder una oreja. El japonĆ©s del aeropuerto se habĆa convertido en una mascota salvaje, como un hurĆ³n, que no pertenece del todo a la vida domĆ©stica ni a un zoolĆ³gico. De hecho, tenĆa pelo de hurĆ³n.
En marzo de 2009 viajĆ© al paĆs que Roland Barthes describiĆ³ como āel imperio de los signosā, un territorio de mensajes elaboradamente ajenos. Mientras tanto, en mi paĆs, un japonĆ©s hacĆa la operaciĆ³n contraria: vivĆa en el aeropuerto, la tierra de nadie donde todo se comprende.
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Cuando el aviĆ³n de jal despegĆ³, los pasajeros estornudaron, como si participaran en un ritual de despedida.
JapĆ³n es el paĆs de las alergias. Una de cada tres personas lleva cubreboca para protegerse del polen. Se dice que, al cabo de cinco aƱos de vivir ahĆ, un extranjero puede volverse alĆ©rgico. Los estornudos son una seƱa de naturalizaciĆ³n.
Al llegar a Tokio no le di mayor importancia al disciplinado uso de los cubrebocas. El armonioso exotismo de JapĆ³n tiene un efecto tranquilizador: todo estĆ” bien sin que entiendas nada. Rodeado de ideogramas, recorres un entorno altamente operativo. La Ćŗnica pieza desajustada eres tĆŗ.
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El taxista japonƩs es un experto que cambia a diario sus guates blancos y domina un banco de datos.
El conductor que pasĆ³ por mĆ al aeropuerto de Narita me informĆ³ que habĆa un accidente en nuestra ruta. AconsejĆ³ tener paciencia (todo esto a travĆ©s de una intĆ©rprete cuyo nombre acreditaba su semblante: Rie). PensĆ© que tendrĆa mi primer contacto con el JapĆ³n de Godzilla, pero el contratiempo fue decepcionante. Un coche habĆa rozado a otro y ambos aguardaban a los inspectores del seguro. Esto frenaba un poco el trĆ”fico. Fue mi estreno ante el gusto japonĆ©s por las minucias.
El trĆ”fico se estudia con la misma sutileza que el follaje. No hay otra isla con tan afanosos desplazamientos. Todos son tumultuosos y todos funcionan. La āhora picoā existe, pero es una variante apenas perceptible de la norma, un trastorno que sĆ³lo altera a los microespecialistas, es decir, a todos los japoneses, capaces de distinguir si un tĆ© se prepara a 70 o 75 grados.
El contacto con tantos peritos del volante me permitiĆ³ disfrutar la incompetencia de un taxista. Le pedĆ que fuĆ©ramos al Teatro Noh. Contra toda expectativa, se dirigiĆ³ a la rampa de emergencias de un hospital. āEs tranquilizador que un taxista japonĆ©s se equivoqueā, le dije a la intĆ©rprete que me acompaƱaba. āYa lo reportĆ© a su compaƱĆaā, respondiĆ³ ella: āes terrible lo que hizoā.
Los taxistas mexicanos y espaƱoles son expertos en negatividad: todo estĆ” mal y pronto estarĆ” peor. Informan de desfalcos, fraudes y rapiƱas. Sus diagnĆ³sticos son deprimentes, pero resultan mĆ”s llevaderos que sus soluciones. Tomar un taxi en Madrid o el DF puede ser una oportunidad de oĆr una defensa de la pena de muerte. Los taxistas japoneses prefieren hablar de historia. Describen las costumbres de los sogunes como si hubieran pertenecido a su corte. Uno de ellos llevaba en su telĆ©fono mĆ³vil una foto del Templo del PabellĆ³n Dorado antes de que se incendiara. Si acaso se refieren a la polĆtica, lo hacen para insistir en que los japoneses son apolĆticos. El 60% de los votantes no se presenta a las urnas. Las pasiones nacionales son el beisbol, el sumo y el bienestar econĆ³mico.
Por lo general, las primeras palabras que se aprenden en una lengua extranjera son insultos. En JapĆ³n aprendĆ formas de cortesĆa. Mi idioma de emergencia me facultaba para desesperarme con buena educaciĆ³n.
No encontrƩ un taxista que tuviera mal carƔcter. El coche es tan educado como el piloto: su puerta se abre y se cierra sola.
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Los masajes y la meditaciĆ³n relajan al japonĆ©s, pero su mejor mĆ©todo para alcanzar la calma espiritual consiste en no dejar propina. Durante quince dĆas fui ajeno a la disyuntiva de ser mezquino o excesivo.
En cambio, fue angustioso no llevar tarjeta de presentaciĆ³n. Mi nombre y mi destino caĆan en el vacĆo. El ritual de intercambiar tarjetas es la versiĆ³n moderna de la ceremonia del tĆ©.
A falta de credenciales, me presentĆ© a partir de los vĆnculos de mi familia con la televisiĆ³n japonesa. CrecĆ viendo Astroboy, mi esposa creyĆ³ ser SeƱorita Cometa, mi hijo perteneciĆ³ a la tribu de los PokĆ©mon y mi hija al reino de Doraemon. Fue como enlistar signos del Zodiaco. Mis parientes se volvieron comprensibles. El mĆ©todo resultĆ³ eficaz. A fin de cuentas, ĀæquĆ© es un extranjero sino una caricatura?
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Al salir del metro en Kami-Igusa, hay una estatua de Gundam, robot que ha destruido todo lo que se puede aniquilar gracias a los efectos especiales del video. La gente le coloca monedas, como a un Buda armado.
En ese barrio de casas bajas estĆ”n los estudios de Sunrise, compaƱĆa que produce al imparable Gundam. Como resulta difĆcil conseguir locales de gran tamaƱo, las oficinas y los talleres de producciĆ³n se reparten en distintos edificios. AhĆ trabajan doscientos cincuenta jĆ³venes de veinte a veinticinco aƱos. No son los artĆfices de las historias ni los creadores de los diseƱos. Se limitan a desarrollar las escenas para formatos de dvd o PlayStation. Como en los templos sintoĆstas, todos estĆ”n en calcetines. Me dijeron que es para evitar que el polvo de la calle estropee las computadoras, pero en JapĆ³n la comodidad sĆ³lo existe en calcetines.
Durante media hora hablĆ© con Shinichiro Watanabe, director de uno de los proyectos mĆ”s logrados de Sunrise, la serie Cowboy Bebop. Su rostro obliga a una comparaciĆ³n demasiado obvia: es idĆ©ntico al gato cĆ³smico Doraemon.
Le sorprendiĆ³ mi comentario sobre la obsesiva redondez de los ojos en el manga y el Ć”nime japonĆ©s. Desde un punto de vista iconogrĆ”fico, Heidi es ājaponesaā en la medida en que tiene ojos circulares. āNo me habĆa dado cuenta, para mĆ las caricaturas deben ser asĆā, comentĆ³. Los ojos redondos no son un signo de occidentalizaciĆ³n, sino de falsificaciĆ³n, la garantĆa de que se trata de un ser imaginario.
āLo mĆ”s difĆcil de animar son las pisadasā, dijo Watanabe. La verosimilitud de un personaje depende de cĆ³mo se mueve. Su centro de gravedad es su alma. Astroboy caminaba con la rigidez de un robot primario. Las criaturas de Watanabe se desplazan como existencialistas en calles de mala muerte. La historia de los dibujos animados es la historia de sus pasos.
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LleguĆ© a JapĆ³n poco antes de la primavera. Todo mundo hablaba de los cerezos en flor. Los noticieros localizaban Ć”rboles que ya habĆan florecido y las modificaciones del follaje se podĆan seguir en sitios web.
El tema omnipresente se prestaba para un test de personalidad. Los optimistas veĆan bastantes flores, los pesimistas casi ninguna.
La naturaleza domina la vida de JapĆ³n con poderĆo simbĆ³lico. Incluso los desastres naturales han beneficiado su historia. En dos ocasiones los invasores fueron repelidos por tifones. La palabra kamikaze quiere decir āviento sagradoā y alude a esas tormentas defensivas.
TambiĆ©n la cultura es un desprendimiento del paisaje. El haiku sigue un principio botĆ”nico: la poesĆa como instantĆ”nea floraciĆ³n. Me encontrĆ© en Kioto con Aurelio Asiain, poeta que encontrĆ³ en JapĆ³n el Ć”mbito que le conviene. Fue agregado cultural de MĆ©xico y ahora es profesor en la Universidad de Kansai. El rostro se le ha orientalizado de modo feliz: un sogĆŗn de buen humor. En Luna en la hierba, Asiain traduce medio centenar de haikus. AhĆ, Funāya no Yasuhide compara el indeciso lenguaje del jardĆn con la insistente retĆ³rica del mar:
Cambia el color
de la hierba y los Ɣrboles,
pero la flor
de las olas del mar
no conoce el otoƱo.
Desde JosĆ© Juan Tablada, la poesĆa japonesa ha tenido una extraƱa alianza con la mexicana. Octavio Paz logrĆ³ escribir poemas propios con versos traĆdos del Oriente. Su traducciĆ³n del haiku con el que Fujiwara no Teika ganĆ³ el certamen del palacio imperial en 1216 es un ejemplo superior del arte de interiorizar paisajes:
Tarde de plomo.
En la playa te espero
y tĆŗ no llegas.
Como el agua hierve
bajo el sol āasĆ ardo.
En el Teatro Noh presenciĆ© Ashikari, obra del siglo XV. La trama trata de un largo desencuentro. La acciĆ³n es lo que no ha pasado. Tanto en el noh como el kabuki, los logros son antecedidos por un meritorio esfuerzo. El dolor asumido en plenitud es el prerrequisito del placer. No hay recompensa sin dificultad ni hedonismo que no colinde con el riesgo.
El pez globo, cuyo veneno alcanza para matar a treinta personas, es una sabrosa ruleta rusa. Un cocinero experto retira la vejiga maligna. Lo interesante es que puede fallar.
SegĆŗn amigos japoneses, la mayorĆa de los peces globo son de criadero y carecen de peligrosidad. Esto se mantiene en secreto porque el comensal busca la posibilidad de morir.
En la rigurosa jardinerĆa japonesa, los tallos de los crisantemos se tuercen para lograr una belleza artificial. Las plantas no sienten el dolor: lo representan. Los bonsĆ”i y los jardines donde el musgo crece en distintas tonalidades son placeres surgidos de la penuria.
Un pasaje de Ashikari: āEs mĆ”s difĆcil cultivar el arte de la poesĆa que contar todos los granos de la arena. Por eso hay que cultivarlo.ā Trabajar un jardĆn es un grato calvario. Trabajar las palabras representa un reto orgĆ”nico mayor: la poesĆa es la parte mĆ”s difĆcil de la naturaleza.
Al final de Ashikari la trama se condensa en una metĆ”fora: āla flor que padeciĆ³ el invierno en primavera abre sus pĆ©talosā. Esta sencilla descripciĆ³n se carga de fuerza por dos razones: conocemos los padecimientos que llevaron a esa sanaciĆ³n y la recompensa es precaria y se marchitarĆ” pronto.
Incluso en la pornografĆa hay una estĆ©tica primaveral. Las estrellas del porno japonĆ©s son casi niƱas, adolescentes en flor. Un diseƱo de pixel cubre los genitales al modo de un origami cibernĆ©tico.
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JapĆ³n es el paĆs de las pantallas. La gente levanta la vista de los mensajes de texto para encontrar la vibrante publicidad que cubre edificios enteros.
La intensa virtualidad de la vida japonesa ha producido los hikikomori, sustantivo que viene de āapartarseā o ārecluirseā. Se trata de adolescentes que se encierran en una habitaciĆ³n por tiempo indefinido, sin mĆ”s contacto que su computadora. Enrique Vila-Matas describe asĆ a estos renunciantes: āSienten tristeza y apenas tienen amigos, y la gran mayorĆa duerme o se tumba a lo largo del dĆa, y miran la televisiĆ³n o se concentran en el ordenador durante la noche. En JapĆ³n se les llama tambiĆ©n solteros parĆ”sitos. O sea que aquellas mĆ”quinas solteras que inventara Duchamp se han hecho realidad.ā
En un paĆs de reglas, donde el fracaso escolar puede llevar al suicidio, el hikikomori contrasta mĆ”s.
ĀæEsta nueva variante de la melancolĆa proviene de la alienaciĆ³n postindustrial o se trata de un arte cultivado con esfuerzo, como el bonsĆ”i o el origami? ĀæQuĆ© ha llevado al 20% de los varones adolescentes a alejarse de ese modo?
En cierta forma, el hikikomori es un samurĆ”i tĆmido. En el pacĆfico JapĆ³n contemporĆ”neo resulta difĆcil ejercer el oficio que durante siglos encandilĆ³ la mente de los jĆ³venes vernĆ”culos. La inmensa mayorĆa de los hikikomori son hombres y casi todos responden a los rasgos que Yukio Mishima distinguiĆ³ en el guerre-
ro moderno. Pocos aƱos antes de practicar su suicidio ritual, Mishima actualizĆ³ el Hagakure, prontuario samurĆ”i recogido en el siglo XVIII. Las condiciones bĆ”sicas de quien asume esa existencia son el desprecio por la vida y el alejamiento de toda tentaciĆ³n mundana. El samurĆ”i es un carismĆ”tico outsider, un romĆ”ntico que ama de lejos y aguarda el momento de sacrificarse: āEl Hagakure es un intento de curar el carĆ”cter pacĆfico de la sociedad moderna a partir de la potente medicina de la muerteā, escribe Mishima.
Antes del haraquiri, el samurĆ”i compone un poema. Su visiĆ³n del mundo se condensa en cinco versos. El poeta guerrero existe al margen de sĆ mismo; garantiza la renovaciĆ³n del orden natural a travĆ©s de la sangre y la belleza.
La cultura valora al samurƔi y recela del ciberrecluso, pero no se trata de entes tan apartados. Los hikikomori se sustraen a la banalidad de la vida moderna. En un mundo sin Ʃpica, se dan de baja. Son espectros, suicidas aplazados.
Tal vez el primer hikikomori fue el profeta de la Ć©tica samurĆ”i. El Hagakure proviene de las enseƱanzas de Jocho Yamamoto, recogidas por su seguidor Tsuramoto Tashiro. Yamamoto estuvo al servicio de un sogĆŗn del siglo XVIII. De acuerdo con la tradiciĆ³n, debĆa suicidarse al morir su SeƱor. No lo hizo porque un edicto aboliĆ³ los suicidios rituales, pero se retirĆ³ del mundo y durante veinte aƱos perdurĆ³ en calidad de hikikomori.
El JapĆ³n moderno no reconoce la fertilidad de la violencia. Como Yamamoto en el segundo acto de su vida, el samurĆ”i contemporĆ”neo busca el alejamiento. En ocasiones falla y toma un rifle: los hikikomori se volvieron famosos cuando uno de ellos secuestrĆ³ un autobĆŗs y comenzĆ³ a disparar.
ĀæAsistimos a la preparaciĆ³n de los samurĆ”is del porvenir? ĀæEl enclaustramiento es el ālado Bā de la violencia?, Āæla elimina o la incuba sigilosamente?
La ultratecnologĆa provoca adicciones a los aparatos y la adopciĆ³n de mascotas electrĆ³nicas, como el tamagotchi o los nintendogs a los que hay que dar raciones virtuales de sushi o de alimento canino, pero tambiĆ©n fomenta interesantes repudios. Numerosos sensei (maestros) no usan artilugios. Ryukichi Terao, hispanista de la Universidad de Tokio, vive satisfactoriamente en la patria de Sony sin disponer de reloj, telĆ©fono celular ni agenda. Una de sus mĆ”s curiosas aficiones consiste en calcular la extinciĆ³n de los japoneses. Aunque la isla estĆ” sobrepoblada, la tasa negativa de natalidad anuncia que en el aƱo 3000 habrĆ” veintisiete japoneses y en 3085 sĆ³lo quedarĆ” uno.
ĀæCĆ³mo se comportarĆ” el Ćŗltimo japonĆ©s sobre la Tierra? Seguramente serĆ” alguien inmĆ³vil o acelerado. JapĆ³n emplea el tiempo en forma extrema. El paraĆso de la quietud y de la prisa.
A veces los dos tiempos se combinan. En el zen, la calma es una vertiginosa actividad mental. El jardĆn de arena del templo Ryoanji, uno de los mĆ”s visitados de Kioto, desafĆa la razĆ³n con quince piedras. El conjunto hace pensar en islas a la deriva, montes que sobresalen entre las nubes o animales que sacan la cabeza al cruzar un rĆo. El jardĆn es visto desde una terraza de madera. Al caminar de un extremo a otro el visitante puede contar las piedras. Es fĆ”cil constatar que son quince, pero no hay un solo punto desde el que sea posible verlas todas. El templo ofrece una lecciĆ³n de perspectiva: la totalidad es fragmentaria.
Quien medita o contempla los movimientos del teatro noh disfruta los favores de la lentitud. Pero JapĆ³n tambiĆ©n es la patria del shinkansen. El ātren balaā recorre la isla con disciplinado frenesĆ. En los andenes se indica el lugar en que deben pararse los pasajeros, segĆŗn su nĆŗmero de asiento. No me costĆ³ trabajo entender esto, pero me subĆ al tren equivocado. Aguardaba el expreso a Kioto. Diez minutos antes del horario de partida llegĆ³ un tren y supuse que era el mĆo. Se trataba de un tren anterior. Diez minutos representan una eternidad para un transporte con apodo de proyectil (sĆ³lo en lenguas extranjeras se dice ātren balaā; la traducciĆ³n literal de shinkansen es āferrocarril troncalā; los japoneses no necesitan recordar que saldrĆ”n disparados: lo dan por supuesto).
Al bajar del tren, los viajeros se desplazan con celeridad. Tal vez porque sus pasos son muy cortos da la impresiĆ³n de que se dirigen a sitios prĆ³ximos. No se puede ser un corredor de fondo en un sitio repleto: en JapĆ³n siempre estĆ”s cerca de algo y siempre hay que apurarse para alcanzarlo.
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Durante quince dĆas, lo que no fue yin fue yang. Casi todo se presentaba en dualidades. Un templo sintoĆsta suele tener al lado uno budista para mostrar que las religiones conviven y se complementan. Hay quienes profesan el sintoĆsmo en vida pero desean ser enterrados con el ritual budista, preferible para el mĆ”s allĆ”.
La dualidad aparece en los diĆ”logos mĆ”s comunes: āVoy a buscar un sitio tradicional en internetā, me dijo un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores al invitarme a cenar.
Mezcla del artificio y la naturaleza, los restaurantes tienen guisos de plĆ”stico en las vitrinas, pero privilegian la comida de temporada. Durante mi estancia, el invierno era relevado por la primavera, lo cual significaba que habĆa que comer anguila y hojas de cerezo.
Barthes entendiĆ³ la comida japonesa como una rama de la pintura. Los platillos satisfacen la mirada y se presentan en series. En ese sistema la idea de āplato fuerteā es una vulgaridad. Hay que degustar sucesivas cosas pequeƱas.
āMe he vuelto muy japonĆ©sā, dijo Aurelio Asiain cuando le sirvieron un plato y sacĆ³ la cĆ”mara para retratarlo. EstĆ”bamos en un local de Kioto que se atribuye la invenciĆ³n mĆtica del shabu-shabu. La integraciĆ³n de Aurelio a JapĆ³n es tan perfecta que ha adquirido alergia al polen y disfruta con orgullo los primeros sĆntomas. Pero luce aĆŗn mĆ”s adaptado al retratar platillos concebidos como cuadros.
Si la comida ofrece la sutileza del arte efĆmero, los fideos que decoran las vitrinas muestran los prodigiosos brillos que puede alcanzar el plĆ”stico. Dan ganas de chupar esas delicias de juguete.
En el paĆs del tĆ©, la hipermodernidad llega con el cafĆ©. En cada esquina y cada andĆ©n hay mĆ”quinas dispensadoras de cafĆ© helado, caliente, ligero, amargo o mixto.
De pronto, el viajero necesita decepcionarse. La irritaciĆ³n preserva el sentido de la diferencia. Me predispuse a odiar el cafĆ© en lata. Para mi sorpresa, no me supo a jugo de Nintendo. Sin ser āautĆ©nticoā, tiene la gracia de no ser asquerosamente distinto.
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Los japoneses adoran los uniformes, los desfiles y las banderas. Fui a un partido de futbol en el estadio de Kioto. Se disputaba el derbi contra Osaka, pero el ambiente no era el de un hervidero de pasiones. Las tribunas se cedĆan el turno para entonar cĆ”nticos copiados de las barras argentinas. En la entrada, recibĆ un papel con reglas de comportamiento, incluida la de no abandonar el asiento en caso de lluvia.
La ordenada inocencia de la hinchada decepciona al amante del caos futbolĆstico. En cambio, resulta atractivo que la policĆa parezca un equipo deportivo. Sus uniformes y sus movimientos tienen un aire de desfile.
JapĆ³n es la naciĆ³n de las mascotas y la policĆa es representada por Pipo, cuyo nombre proviene del sonsonete de las patrullas.
ĀæQuĆ© tan violento puede ser un paĆs donde la agresiĆ³n suele ser un privilegio autodestructivo y las fuerzas del orden asumen comportamientos infantiles?
En los dominios de Pipo no hay ofensas aparentes. No descubrĆ cĆ³mo se molestan los japoneses. La cortesĆa sĆ³lo se interrumpe para iniciar un protocolo. Nadie parecĆa dispuesto a agraviarme. SentĆ una relajaciĆ³n que al cabo de unos dĆas me incomodĆ³. Ajeno a todo ultraje, extraƱƩ la posibilidad de agredir a alguien. JapĆ³n puso al descubierto mi identidad. ExtraƱaba el chile, pero tambiĆ©n el exabrupto, la queja justificada y colĆ©rica: āĀ”A mĆ no me hacen eso!ā JapĆ³n se convirtiĆ³ en el sitio donde me sentĆa a punto de romper algo. Ante cada desajuste, el factor incĆ³modo era yo.
ĀæCĆ³mo cuestionar un entorno que no deja de ser armĆ³nico? ĀæExiste una tendencia militarista en el prĆ³spero paĆs que visitĆ© y en otro tiempo masacrĆ³ a los chinos en Manchuria, sometiĆ³ con crueldad a los coreanos y bombardeĆ³ Pearl Harbor sin aviso?
En Tokio, el santuario Yasukuni estĆ” destinado a los muertos de guerra, sin distinguir entre vĆctimas y criminales. AhĆ se dan cita quienes reivindican el nacionalismo. Las ofrendas de toneles de sake en el patio exterior prueban la popularidad del templo.
A un lado, el museo Yushukan ofrece una relectura de la historia militar. Se trata de una instituciĆ³n privada, que no se atiene al ideario oficial. Sin proponer francas reivindicaciones militaristas, vincula la tradiciĆ³n samurĆ”i con la necesidad de defender un territorio frĆ”gil, amenazado por la naturaleza y sus poderosos vecinos. El periodo favorito de quienes asĆ entienden a JapĆ³n es la Ć©poca Edo (1603-1868), cuando el paĆs estuvo cerrado al exterior. La zona de desconfianza es el periodo Meiji (1868-1912), cuando los gobernantes japoneses se abrieron al mundo y se dejaron el bigote al estilo europeo.
Kenzaburo OĆ© era niƱo cuando terminĆ³ la guerra. Una de sus mayores impresiones fue oĆr al emperador por radio, anunciando la capitulaciĆ³n de sus ejĆ©rcitos. Hasta ese momento no concebĆa que Hirohito tuviera voz humana. El emperador dejĆ³ de ser una deidad.
El poder imperial se desacralizĆ³ en un paĆs que se abismĆ³ en el consumo y perdiĆ³ interĆ©s por la polĆtica. Para Mishima esto representĆ³ una pĆ©rdida de la dignidad. En su arenga final, desde la terraza de un cuartel del ejĆ©rcito, llamĆ³ a recuperar el espĆritu guerrero.
ĀæAlgĆŗn dĆa el ejĆ©rcito volverĆ” a blandir la espada samurĆ”i? ConocĆ a una mujer cuyo hijo siguiĆ³ la carrera militar pero cambiĆ³ de profesiĆ³n porque no soportĆ³ las reivindicaciones de ultraderecha. Durante mi visita se hablaba mucho de las armas atĆ³micas de Corea del Norte. Una significativa minorĆa piensa que JapĆ³n debe intervenir antes de ser atacado.
ĀæCĆ³mo se establece el consenso en una democracia de escasa participaciĆ³n polĆtica? JapĆ³n es un catĆ”logo de reglas aceptadas. ĀæDe quĆ© modo se deciden esas populares formas de la coacciĆ³n?
Casi todos los habitantes tienen telĆ©fono celular, pero no se cuestiona la prohibiciĆ³n de usarlos en los trenes. ĀæCĆ³mo se adoptĆ³ esta civilizada medida? De algĆŗn modo, las necesidades gregarias se convierten en leyes. Un amigo mexicano que vive desde hace treinta aƱos en JapĆ³n me dijo que Ć©l contribuyĆ³ a la polĆtica de respeto al prĆ³jimo. Durante meses tomĆ³ el tren para hablar por celular a voz en cuello. Los demĆ”s pasajeros lo odiaron en educado silencio hasta que se aprobĆ³ la ley que prohĆbe los telĆ©fonos. De acuerdo con mi amigo, ciertos terroristas de las costumbres (entre los que se incluye con orgullo) ayudan a que los demĆ”s se pongan de acuerdo.
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De madrugada, el barrio de Shibuya es recorrido por japoneses que caminan en zigzag despuĆ©s de visitar los bares de la zona. AhĆ se ubica la novela Tokio Blues, de Haruki Murakami.
Mezcla del exceso y el recato, JapĆ³n es el sitio donde un ejecutivo se emborracha en pĆŗblico, grita hasta el estertor y hace gestos kamikazes sin que eso sea un desdoro. Hay espacios controlados para perder el control.
Los bares son del tamaƱo de camarotes de barco y el propio Murakami administrĆ³ uno de ellos. El encierro en el que se bebe provoca que la salida sea expansiva. Una vez en la calle, el borracho japonĆ©s ve la luna y aĆŗlla como un fantasma de Akutagawa.
El ebrio y el que mira apariciones merecen idƩntico respeto.
Aunque el machismo pertenece al protocolo nipĆ³n, no hay ausencia de chicas superpoderosas. La literatura de Tanizaki explora la fuerza secreta de las mujeres. En esas delicadas recreaciones del erotismo y la crueldad, hombres aburridos se enamoran de hechiceras que los destruyen placenteramente.
Los varones beben en pĆŗblico con un frenesĆ que rara vez se observa en las mujeres. La geisha acompaƱa la reuniĆ³n de un modo estĆ©tico, como un Ć”rbol en flor o un tapiz antiguo; sirve bebidas sin compartirlas. Pero en ocasiones es posible atestiguar una juerga donde dominan las mujeres. Unos amigos me invitaron a un sitio de Kioto donde los platillos no se eligen sino que llegan como un alfabeto del gusto que parece no tener fin y donde sĆ³lo me resultĆ³ incomible un trozo de tortuga en gelatina verde. EstĆ”bamos al lado de un arroyo, donde una garza buscaba peces bajo el resplandor lunar. En la otra orilla, una maiko (aprendiz de geisha) posaba para los turistas con su traje colorido āel rostro maquillado en blanco, la boca en forma de cereza. Las geishas trabajan en casas de tĆ© donde la comida cuesta una fortuna (mil dĆ³lares por cliente es una tarifa estĆ”ndar). Muchos visitantes se conforman con retratarse junto a una maiko. La estatuaria placidez de esa mujer a la otra orilla del arroyo contrastaba con el barullo que surgĆa del piso de arriba. El local era estrecho. En la planta baja habĆa una barra, donde estĆ”bamos nosotros, y arriba, una tarima. Mi anfitriona era una historiadora japonesa, que esa noche vestĆa quimono de gala. Al oĆr el escĆ”ndalo de arriba, me explicĆ³ que si se dibuja tres veces el ideograma āmujerā significa āruidoā.
Cuando el estruendoso grupo trastabillĆ³ hacia la salida, aparecieron dos hombres que habĆan permanecido en absoluto silencio. Caminaban con agradable resignaciĆ³n, muy distintos a los varones que son seguidos por sus mujeres a dos pasos de distancia.
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Me despertĆ© a las cuatro de la maƱana para ir a Tsukiji, el bazar de pescados y mariscos donde hay moluscos indescifrables y filetes de cetĆ”ceos superfinos. Los frigorĆficos y la escarcha omnipresente crean un invierno regional.
Gracias a la FundaciĆ³n JapĆ³n, conseguĆ permiso para recorrer la zona de los proveedores. Me registrĆ© en una oficina que parecĆa la caseta de una obra en construcciĆ³n, y me asignaron unas botas de hule y una vistosa credencial.
El lugar de la subasta de atunes parece un hangar donde yacen los fallecidos de un accidente aĆ©reo. Cada atĆŗn reposa sobre una tarima. Un papel informa acerca de su peso y procedencia. Se les practica una incisiĆ³n para ver el color de su carne, que debe alcanzar el canĆ³nico tono cereza.
Los proveedores van vestidos como montaƱistas y llevan linternas para estudiar los peces.
A las 5 de la maƱana, una campanada seƱala el inicio de la subasta. Un pregonero oferta atunes con gritos taladrantes. Los compradores se comunican con los vendedores por medio de seƱas, en un cĆ³digo semejante al del beisbol. Se puja con los dedos y el trato se cierra con un gesto.
Un negrĆsimo atĆŗn aleta amarilla de Nueva Zelanda pesaba 36 kilos. Su precio de salida era de 5,200 yenes por kilo (unos 52 dĆ³lares, que podĆan aumentar a niveles estratosfĆ©ricos en la puja).
Vi peces atrapados en Vietnam, Indonesia, Australia y MĆ©xico. HabĆan llegado en complejas rutas aĆ©reas para no perder su frescura. El atĆŗn congelado tenĆa un precio inicial de 1,500 yenes.
La subasta durĆ³ de 5 a 5:45 de la maƱana. Todos los peces se vendieron. Los participantes no reflejaron satisfacciĆ³n o desencanto. La escena se cumpliĆ³ con seriedad kabuki. SĆ³lo los pregoneros usaron la palabra, en un relato integrado por cifras.
Dentro del mercado, un selecto trozo de 600 gramos de atĆŗn costaba 4,000 yenes.
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La caligrafĆa japonesa convierte los ideogramas en formas casi lĆquidas. Para comprenderlos hace falta ser calĆgrafo.
En un almacĆ©n de Kioto comprĆ© una tetera de arcilla roja de la regiĆ³n de Ugi, historiada por un calĆgrafo. PreguntĆ© el significado del mensaje y esto dio lugar a un coloquio entre las vendedoras. Ninguna era calĆgrafa, pero varias tenĆan parientes que sabĆan estilizar ideogramas. Reconocieron que ahĆ decĆa āmujerā y ācamino del corazĆ³nā. Me pareciĆ³ suficiente para comprar la tetera.
Barthes escribiĆ³ El imperio de los signos para aproximarse a los lenguajes no literarios del JapĆ³n. Al no poder leer ni hablar, el visitante descansa de lo obvio y sĆ³lo entiende, o cree entender, lo excepcional; entra en un bosque hermĆ©tico donde cada objeto y cada brote es o parece ser un sĆmbolo.
Como las vendedoras que discutieron acerca de la tetera, durante quince dĆas pude descifrar un par de ideogramas. Lo demĆ”s fueron signos en precipitaciĆ³n, nubes, granos en un jardĆn de arena, enigmas necesarios para llegar a lo que sĆ se entiende.
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SalĆ de Tokio a las 5 de la tarde y lleguĆ© a MĆ©xico a las 6 del mismo dĆa. Esa hora larguĆsima fue un rito de paso.
El japonĆ©s del aeropuerto Benito JuĆ”rez seguĆa ahĆ, con su pelo de hurĆ³n. Durante unos dĆas aceptĆ³ la invitaciĆ³n de una japonesa que vive en el df y se trasladĆ³ a un departamento. Pero la vida casera no es lo suyo. SĆ³lo el aeropuerto le permite estar en ningĆŗn lugar.
Yo sufrĆ un cambio mayor en esos dĆas. MĆ©xico me pareciĆ³ un lugar baratĆsimo, que existĆa en lento desorden. Todo era sucio pero la gente estaba limpia. Ā”QuĆ© extraƱo resultaba eso para mi mirada japonesa!
El mayor asombro vino al beber agua mexicana. ProbĆ© un lĆquido espeso. VenĆa de quince dĆas de tomar agua frĆ”gil.
Entonces la levedad de JapĆ³n gravitĆ³ con fuerza. El recuerdo del agua fue como un acertijo zen (āĀæcĆ³mo suena el aplauso que produce una sola mano?ā). ĀæQuĆ© decĆa ese lĆquido invisible, casi ingrĆ”vido?
Los signos de JapĆ³n proponen algo mĆ”s profundo que el entendimiento. La falta de claridad no estĆ” en el entorno sino en la mirada: el viajero debe pasarse en limpio. ~
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro mĆ”s reciente es El vĆ©rtigo horizontal. Una ciudad llamada MĆ©xico (AlmadĆa/El Colegio Nacional, 2018).