Uno de los últimos viejos prejuicios que debe curvar el arco del universo moral es que los ateos no pueden ser (o no son) morales y que si no creemos en un poder más elevado no podemos ser espirituales. Esos prejuicios encarnan la “blanda intolerancia de las bajas expectativas” que durante mucho tiempo ha pesado sobre otras minorías. En mi libro The moral arc presenté pruebas de que la religión no es (y no puede ser) el impulsor del progreso moral a lo largo de los tres últimos siglos, que incluye la abolición de la esclavitud y la tortura y la expansión de los derechos y las libertades civiles en más lugares y durante más parte del tiempo. Aquí voy a defender que los ateos pueden ser tan espirituales como cualquiera, y quizá incluso más.
Podemos empezar con la definición de espíritu (o alma, o esencia), como el patrón de información de la que estamos hechos. Se trata de nuestros genes, proteínas, memorias y personalidades tal como están almacenados en nuestro genoma y conectoma. A partir de ahí podemos definir la espiritualidad como la búsqueda por conocer el lugar de nuestro espíritu, alma o esencia en el tiempo profundo de la evolución y en el profundo espacio del cosmos. La ciencia es la mejor herramienta que tenemos para sumergirnos tan a fondo en el tiempo y en el espacio.
Hay muchas maneras de ser espiritual, y la ciencia es una de ellas, con su relato asombroso sobre quiénes somos y de dónde venimos. El difunto astrónomo Carl Sagan lo explicó mejor en la secuencia inicial de su gran serie documental Cosmos, filmada en California cerca de Big Sur, con olas que estallaban contra las rocas gastadas bajo sus pies: “El universo es todo lo que hay, hubo o habrá. Contemplar el cosmos nos conmueve. Hay un hormigueo en la columna vertebral, un nudo en la garganta, una leve sensación, similar a un recuerdo lejano, de caer desde una gran altura. Sabemos que nos acercamos al mayor de los misterios.”
¿Cómo podemos conectarnos con este vasto cosmos? La respuesta de Sagan es al mismo tiempo espiritualmente científica y científicamente espiritual. “El cosmos está en nosotros. Estamos hechos de materia estelar”, dijo, refiriéndose a los orígenes estelares de los elementos químicos de la vida, cocinados en los interiores de las estrellas, liberados en supernovas al espacio interestelar donde se condensan en un nuevo sistema solar con planetas, algunos de los cuales tienen vida compuesta de este material estelar. “Hemos empezado a contemplar nuestros orígenes: sustancia estelar que medita sobre las estrellas; conjuntos organizados de decenas de miles de billones de billones de átomos que consideran la evolución de los átomos y rastrean el largo camino a través del cual llegó a surgir la conciencia, por lo menos aquí. Nosotros hablamos en nombre de la Tierra. Debemos nuestra obligación de sobrevivir no solo a nosotros sino también a este cosmos, antiguo y vasto, del cual procedemos.”
Eso es oro espiritual, y Carl Sagan fue uno de los científicos más espirituales de nuestra época, quizá de todos los tiempos. El biógrafo de Sagan, Keay Davidson, dijo que la novela de Sagan Contacto era “uno de los relatos de ciencia ficción más religiosos que se han escrito”.
¿Cómo podemos encontrar sentido espiritual en una cosmovisión científica? La espiritualidad es una manera de ser en el mundo, un sentido del lugar que tenemos en el cosmos, una relación que se extiende más allá de nosotros. Hay muchas fuentes de espiritualidad. Por desgracia, hay quienes creen que la ciencia y la espiritualidad están en conflicto. El poeta inglés John Keats lamentaba que Isaac Newton “había destruido la belleza del arco iris al reducirlo a un prisma”. La filosofía natural, se quejaba en su poema de 1820, Lamia,
puede coser las alas de un ángel
coser todos los misterios por mandato o por escrito,
vaciar el aire maldito y la pequeña mina,
destejer el arco iris.
El contemporáneo de Keats, Samuel Taylor Coleridge, aseveró de manera similar: “las almas de quinientos sir Isaac Newtons servirían para hacer un Shakespeare o un Milton”.
Otro científico espiritual es el biólogo evolutivo Richard Dawkins, que respondió a estas ideas con elegancia en su libro de 1998, Destejiendo el arco iris: “La ciencia es poética, debería ser poética, tiene mucho que aprender de los poetas y debería aplicar buenas imágenes poéticas y metáforas para su servicio inspirador.” A continuación, Dawkins hace exactamente eso, en pasajes tan conmovedores como este: “Creo que un universo ordenado, indiferente a las preocupaciones humanas, en el que todo tiene una explicación aunque todavía nos falte mucho camino que recorrer antes de encontrarla, es un lugar más hermoso y maravilloso que un universo trucado con magia caprichosa y ad hoc.”
El difunto nobel de Física Richard Feynman también habló de la estética de la ciencia: “La belleza que está para ti también está disponible para mí. Pero veo una belleza más profunda que no está tan fácilmente al alcance de los demás. Puedo ver las complicadas interacciones de la flor. El color de la flor es rojo. ¿Que tenga ese color significa que ha evolucionado para atraer insectos? Esto añade una nueva cuestión. ¿Los insectos ven los colores? ¿Tienen sentido estético? Y así sucesivamente. No veo cómo estudiar una flor puede quitarle belleza. Solo le suma.”
Una explicación científica del mundo no disminuye su belleza espiritual. De hecho, la incrementa. La ciencia y la espiritualidad se complementan, no entran en conflicto entre sí; suman, no restan. Cualquier cosa que genere admiración puede ser una fuente de espiritualidad. La ciencia lo hace en abundancia. Yo me siento profundamente conmovido, por ejemplo, cuando observo por mi telescopio refractor Meade de 200 mm en mi jardín la borrosa mancha de luz que es la galaxia Andrómeda. No es solo porque sea hermosa, sino porque también entiendo que los fotones de luz que llegan a mi retina se fueron de Andrómeda hace 2.5 millones de años, cuando nuestros ancestros eran homínidos de cerebro diminuto que vagaban por las llanuras de África. Pensar en eso te deja admirado.
Me siento doblemente conmovido porque en 1923 el astrónomo Edwin Hubble, que utilizó el telescopio de 254 cm de Mt. Wilson, justo encima de mi hogar al pie de Pasadena, descubrió que esta “nebulosa” era en realidad un sistema estelar extragaláctico de inmensos tamaño y distancia. Hubble descubrió más tarde que la luz de la mayor parte de las galaxias cambia hacia el final rojo del espectro electromagnético (literalmente destejiendo un arco iris de colores), lo que significa que el universo se expande alejándose de su creación explosiva. Fue la primera prueba empírica que indicaba que el universo tenía un principio y que por tanto no es eterno. ¿Qué podría inspirar más admiración y ser más numinoso, mágico o espiritual que ese rostro cósmico?
Lo que la ciencia nos cuenta es que somos una entre cientos de millones de especies que han evolucionado a lo largo de tres mil quinientos millones de años en un planeta diminuto entre muchos otros de los que orbitan en torno a una estrella corriente, en sí uno de los que quizá sean miles de millones de sistemas solares en una galaxia normal que contiene cientos de miles de millones de estrellas, situada en un conjunto de galaxias no tan diferentes de millones de otros conjuntos de galaxias, las cuales se alejan unas de otras en un universo burbuja que se expande aceleradamente y que posiblemente solo sea uno en un número casi infinito de universos burbuja. ¿Es de verdad posible que todo este multiverso cosmológico se diseñara y existiera para un diminuto subgrupo de una sola especie en un planeta en una galaxia solitaria de ese solitario universo burbuja? Si así fuera, se trataría de una pérdida monumental de tiempo y espacio. En cambio, somos parte de un cosmos en evolución, de inmensos tamaño y edad: ni más ni menos.
Este contexto debería producir suficiente admiración para cualquiera, porque es la ciencualidad –la ciencia de la espiritualidad– del descubrimiento y el conocimiento. ~
Traducción del inglés de Daniel Gascón. Texto cedido por Euromind, plataforma creada por la europarlamentaria Teresa Giménez Barbat para impulsar el debate sobre ciencia y humanismo.
es el editor de la revista Skeptic. Escribe en Scientific American. En 2015 publicó The moral arc. How science makes us better people (St. Martin's Griffin)